Una Diva Marina


Esta historia sucedió en Calma Chicha, un mar ubicado al sur del océano Pacífico.

La ausencia de movimiento y las mareas imperceptibles daban la impresión de ser un gran estanque deshabitado. Pero no era así porque en Calma Chicha vivían algunos peces. Unos pocos, como para no hacer olas y acompañar la serenidad de su hábitat. Los necesarios, no más, para vivir sumergidos en una gran burbuja y coexistir placidamente. Podría decirse que era el típico mar de peces de colores.

Había que verlos en aquella época a Osobuco, el bagre bigotudo, a Tito, el tiburón martillo, y a Simón, el pulpo cabezón, jugando a la “almeja robada”. Eran tres aristócratas de mar, aceptando con hidalguía sus derrotas y festejando con moderación sus éxitos.

¡Y que decir de las corvinas rubias y las negras! Jugaban tan pacíficas a la “mancha piraña” que más que un divertimento parecía un minué.

La única que desafinaba un poco era Marisa, la sardina indecisa. Casi siempre dudaba sobre el signo de puntuación que usar cuando terminaba de contar en la escondida:

—Punto y coma, el que no se escondió… No, mejor punto final, el que no… o punto seguido, el que…

Y sus amigas las corvinas susurraban impacientes:

—¡Puntualizá como quieras, pero hacélo de una vez!

A no ser por esos detalles, la convivencia entre los peces era tan armoniosa como la rima de sus nombres. Pero eso fue hace mucho.

Un día, una fuerte corriente cálida del norte trajo a una forastera, Etelvinha, la corvina divina.

Era negra, bahiana y gruesa. Llevaba en el lomo anzuelos plateados como trofeos de lucha ganados por la supervivencia. Es que su tamaño y majestuosidad inundaban todo el océano y por eso, cuando los pescadores la veían, lo único que deseaban era cazarla. Pero era imposible. Después de un forcejeo inútil aceptaban en paz la derrota, ya que el solo hecho de haber luchado con ella los ponía en una situación heroica.

La forma en que Etelvinha apareció en Calma Chicha fue insólita: totalmente en trance y sambando ritmos de batucada. Su cola ondulante parecía llevar ofrendas de un mar festivo. La adornaban collares de moluscos y caracoles. Pero el gran atractivo era una enorme estrella de mar que coronaba su cabeza.

La habían elegido reina del carnaval y estaba tan eufórica que hacía varios días que no paraba de bailar dejándose llevar por la corriente. Así cruzó océanos, mares, ríos y charcos .Algunos creen haberla visto meterse por el agujero de una bañera y hasta salir de un chorro de agua.

Lo cierto es que aterrizó en Calma Chicha debido al choque entre la fuerte corriente cálida y la quietud estancada de ese mar. Como resultado, la corriente se aquietó pero las aguas del lugar se volvieron turbulentas.

Esto produjo remolinos, olas, mareas y… mareos.

Y ahí cambió la historia.

Los peces sobrios y serenos rápidamente mostraron la hilacha.

Las corvinas rubias y las negras empezaron a pelearse por estar con Etelvinha y querer ser como ella. Algunas, mientras discutían, se agarraban de las escamas. Otras competían por tener el mejor molusco colgante, o los corales más rojos. Casi todas se desvivían por conseguir algas con formas exóticas para hacerse polleritas.

La que estaba cada vez más dudosa era Marisa, porque no sabía si ponerse las algas de collares o hacerse una corona de aguas vivas, colgarse unos camarones o comérselos.

Todo siguió así, hasta que ocurrió la tragedia.

El bagre, el tiburón y el pulpo, se enamoraron de Etelvinha al mismo tiempo.

Fue tal el metejón que se agarraron, que para ver quién se quedaba con ella decidieron batirse en un duelo. Los pasos a seguir fueron como “piedra, papel o tijera”, pero con “bigote, martillo o tentáculo”.

Se tomaron un tiempo para entrenarse.

Osobuco, el bagre, dominó tanto sus bigotes que terminaron amaestrados. Los usaría como látigos.

Tito, el tiburón, fortaleció con golpes su boca de martillo transformándola en una maza.

Simón, el pulpo, aprendió a usar sus tentáculos como si fueran garras filosas.

Y llegó la hora señalada.

Las corvinas rubias y negras se agarraron de las aletas rodeando a los tres adversarios, mientras emitían un ronquido inusual.

Etelvinha daría la señal para empezar el duelo.

—Uno… dos.. —contaba pausadamente como intentando detener la catástrofe.

Pero cuando dijo “tres”, la escena se volvió dantesca.

El trío de enamorados sucumbió al mismo tiempo entre latigazos, golpes y rebanadas, transformándose en una gran cazuela de mariscos.

Algunos piensan que ésa fue su última manifestación de armonía o una ofrenda que en conjunto hicieron a su amada.

Lo cierto es que a Etelvinha no le gustaba ninguno de ellos. Tampoco la cazuela de mariscos. Así que nada fue para bien.

Después de la tragedia, inexplicablemente el mar se volvió calmo y la corriente cálida retomó su curso junto a Etelvinha, que volvió a bailar en estado de trance.

Todos los peces decidieron emigrar siguiendo a la divina.

Bueno, casi todos, porque Marisa, la sardina indecisa, todavía lo está pensando.

Texto: Patricia López

Imagen: Paula Fränkel