Tres Palabritas...Doce Letras

Esto comenzó hace muchos años. Cuando para ir a la escuela había que usar sí o sí guardapolvo o delantal. Los chicos, que a lo largo del año debían lucir como “blancas palomitas”, el diciembre en que terminaban el séptimo grado se desquitaban. Y lo hacían de un modo que a ellos les encantaba, pero que a sus mamás les causaba un ataque de caspa.

El último día de clases, unos a otros se escribían mensajitos de despedida sobre la blanquísima tela. Con fibra o lapicera, entre garabatos y dibujitos, se deseaban suerte en la vida, se agradecían los buenos momentos disfrutados en el aula y el recreo o se juraban amistad eterna, aunque también se colaba una que otra barbaridad.

Cuando le llegó el turno a Rubén Zapiola, él creyó que volvería a su casa con el guardapolvo sin un solo mensajito de sus compañeros. Era muy callado, tímido, vergonzoso; en clase casi ni respiraba y, en el patio, parecía una estatua.

Por eso, aquel último día, y para su sorpresa, sus cuarenta compañeros lo llenaron de mensajes, garabatos y dibujitos. Tal vez por lástima, compromiso o porque pese a todo, lo estimaban.

Así que contento como perro con dos colas, volvió a su casa y le mostró el guardapolvo todo colorincheado y rayoneado a su mamá. En vez de retarlo, ella se dedicó a leer cada uno de los mensajitos junto a él. Pero fue Rubén Zapiola quien descubrió aquellas tres palabritas, que en total sumaban doce letras, pero que le cambiaron la existencia.

Escrito con fibra morada en uno de los puños del guardapolvo, se leía: “Siempre te amé”.

Y estaba encerradito dentro de un corazón hecho con color rojo.

Aunque, tal vez por olvido o prudencia, no aparecía el nombre de la autora del mensajito.

Rubén Zapiola se puso colorado, el pulso le bailó un malambo y la sangre le bulló a punto de caramelo. Y cuando logró calmarse alguito, se dio cuenta de dos cosas. Una buena y otra, malísima.

La buena: pese a ser callado, tímido, vergonzoso, casi ni respirar y parecer una estatua, a alguna chica de su curso le gustaba. ¿Pero a quién? ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Trató de recordar alguna sonrisa, una miradita, un par de pecas… pero a su mente no llegaba ninguna carita que pudiera ser la de su fan.

La malísima: jamás volvería a ver sus compañeras, ya que ahora seguía la secundaria. ¿Cómo sabría quién era su enamorada anónima? ¿De qué modo podría averiguarlo?

Por supuesto que, cuando su mamá le anunció que metería el guardapolvo al lavarropas para que al año siguiente lo usara su hermanito, Rubén Zapiola se negó a capa y espada.

—Quiero guardarlo como recuerdo— mintió, y se fue a su cuarto a repasar con la mente rostros, actitudes, palabras para ver cuál pudo haberle escrito aquel mensaje.

Picadísimo por la duda, esas vacaciones intentó rastrear a la posible admiradora. Fue casa por casa de sus ya ex compañeras con el guardapolvo y mostrándole el puño con las tres palabritas, que en total sumaban doce letras, preguntaba:

—¿Fuiste vos la que me lo escribió?

Todas las que pudo consultar le respondieron con un rotundo ¡no! Y cuando llegó marzo, apenas había consultado a la mitad de las potenciales autoras sin haber resuelto el misterio.

Comenzó la secundaria y, aunque ya no tenía tiempo para la búsqueda, no se separó jamás del guardapolvo. Y esas tres palabritas, que en total sumaban doce letras, le hormiguearon en la mente y el alma.

Cuando tenía algún examen difícil, se lo ponía y se sentaba a estudiar. Entonces, se sacaba diez. Si estaba triste, se lo colocaba como una bufanda y en segundos, volvía a sonreír. Algo parecido hacía cuando sus papás se peleaban, él se enfermaba o tenía miedo. A veces, cuando no se podía dormir, en susurros repetía:

—Siempre te amé… siempre te amé… siempre te amé —. Y pronto lo mecía el sueño.

Llegó el momento en que las chicas de su edad comenzaron a coquetearle. El les devolvía la atención, pero ahí nomás la arruinaba. En vez de conversar de tonteras o el tiempo, les preguntaba:

—¿No conocerás a una chica que una vez con fibra morada me escribió en un puño: “siempre te amé”, y lo encerró en un corazón color rojo?

Con eso, solamente las espantaba y pronto ninguna se le quiso acercar. Y en su timidez y soledad, volvía a su cuarto. Se ponía el guardapolvo y repetía aquellas tres palabritas, que en total sumaban doce letras.

Tanto llegó a apreciarlas, que un día se largó a escribir historias. Todas de amor, con él y su anónima enamorada como protagonistas. Además, de un modo u otro, contenían aquellas palabritas. Las escribía sentadito en el banco de una plaza, a la mesa de un café o a la orilla del lago, siempre con la vista clavada en el guardapolvo.

Un día debió elegir una carrera. Y tantas eran las historias románticas que había creado, que se decidió por ser escritor. No pasó mucho tiempo hasta que sacó un libro con sus cuentos, en los que al principio, al medio o al final aparecían esas tres palabritas, que en total sumaban doce letras.

Le fue bien. Siguieron otros libros, que los lectores adoraron y la crítica alabó. El, a nadie le confesó que los creaba vistiendo o mirando el guardapolvo y para inspirarse, repetía aquellas tres palabritas, que en total sumaban doce letras.

A veces, en su más cándida fantasía se imaginaba a una muchacha de su misma edad, que en algún lugar opuesto de la ciudad o del planeta, ocupaba su tiempo yendo casa por casa, preguntando:

—¿No conocerá a un muchacho a quien una vez con fibra morada le escribí en un puño: “siempre te amé”, y lo encerré en un corazón color rojo?

***

Graciela, se llamaba. La conoció una tarde en que Rubén Zapiola venía por la vereda pensando en su próxima novela. Casi se chocan de frente, pero cuando se vieron se gustaron, se sonrieron y algo sintieron. Por eso, se guardó su eterna pregunta. En cambio, la invitó a caminar juntos y tomar un helado.

Se hicieron amigos, luego novios. A los meses se casaron y con el tiempo, tuvieron tres hijos. Rubén Zapiola se fue haciendo un escritor cada vez más famoso. Pero ni siquiera a Graciela le confesó su secreto del guardapolvo y de pensar en esas tres palabritas, que en total sumaban doce letras.

Hasta el día en que ella se lo descubrió. Colgaba las camisas que recién le había planchado y, en un rincón del ropero, pendiendo de una percha vio un guardapolvo colorincheado y rayoneado. Y, a esa altura, bastante deshilachado.

Quiso tirarlo, pero él llegó para detenerla justito a tiempo. Asombrada, le pidió explicaciones. Y Rubén Zapiola debió confesarle por qué la vieja prenda escolar era tan importante para él. Se lo contó con punto y comas. Y contrariamente a lo esperado, en vez de agarrarse una rabieta o un atacote de celos, Graciela lo comprendió.

—Alguna vez quien te escribió esas palabras va a aparecer —le dijo acariciándole dulcemente la cabeza—. Quien escribe “siempre te amé”, te está diciendo: “siempre te voy a amar”.

Los días sumaron meses y los meses, años. Las novelas y cuentos de amor de Rubén Zapiola fueron cada vez más exitosos. Graciela siguió amándolo y jamás le recriminó que guardara ese guardapolvo con aquellas tres palabritas, que en total sumaban doce letras, escritas en el puño.

Juntos llegaron a viejitos. Los hijos se casaron y les dieron nietos. El mundo, esperaba cada vez con mayor hambre las novelas o cuentos de amor de Rubén Zapiola.

La vida quiso que Graciela enfermara gravemente. Y cuando estaba a punto de cerrar sus ojos para siempre, se dio un último respiro para decirle a su esposo:

—Nunca dejés de buscarla. Tarde o temprano la vez a encontrar. Recordá que quien escribe “siempre te amé”, te está diciendo: “siempre te voy a amar”.

Rubén Zapiola lloró mucho la despedida. Y luego de un tiempo, para recuperarse se dedicó a buscar a la autora de esas tres palabritas, que en total sumaban doce letras.

A esa altura, el guardapolvo parecía un trapo. El lo ponía en una bolsita de supermercado y se lo llevaba, mientras andaba o desandaba las calles. Volvió a su barrio de la niñez. Golpeó puertas, pero quienes atendían no comprendían la pregunta o qué andaba buscando.

Como era famoso, aprovechaba cada aparición televisiva, reportaje radial o entrevista para preguntar:

—¿No conocerá alguno a una chica que una vez con fibra morada me escribió en un puño: “siempre te amé”, y lo encerró en un corazón color rojo?

Y en su fantasía no perdida, seguía imaginando a una viejita como él que, en algún punto del planeta, golpeaba puertas para averiguar:

—¿No conocerá a un viejito a quien una vez con fibra morada le escribí en un puño: “siempre te amé”, y lo encerré en un corazón color rojo?

***

Los años no se quedaron quietos. Las polillas se fueron comiendo el guardapolvo y sólo quedó el puño con el mensaje escrito en fibra.

Ya Rubén Zapiola era el típico escritor con canas, encorvado y arrugado. Pero sus novelas y cuentos de amor eran cada vez más bellos, frescos y joviales. Y en todos seguían apareciendo esas tres palabritas, que en total sumaban doce letras. Tampoco dejó de buscar y a donde fuera llevaba el puño en un bolsillo del saco.

Ganó un importantísimo certamen literario gracias a su obra cumbre, titulada “Tres palabritas… doce letras”. Cuando subió al estrado a recibir el premio, luego de agradecer a su finada esposa, hijos, nietos, bisnietos y tataranietos así como a sus fieles lectores, aprovechó el micrófono para preguntar:

—¿No conocerá alguno a una chica que una vez con fibra morada me escribió en un puño: “siempre te amé”, y lo encerró en un corazón color rojo?

Algo frustrado y un poco vencido, bajó del estrado y se sentó tras una mesa para firmar los ejemplares de su libro a cientos de admiradores que aguardaban en fila, sosteniendo un ejemplar en sus manos.

Rubén Zapiola firmaba y preguntaba:

——¿No conocerá a una chica que una vez con fibra morada me escribió en un puño: “siempre te amé”, y lo encerró en un corazón color rojo?

Muchos le decían simplemente que no, otros no entendían la pregunta o qué andaba buscando; algunos en cambio pensaban que con los años aquel genial escritor había enloquecido.

Se hacía de noche. Tenía la mano cansada de tanto firmar y la voz cascada, agotada de tanto preguntar. Ya quería irse, cuando un lector le pasó el ejemplar número dos mil cien de su novela.

El escritor, con la cabeza gacha, abrió la tapa y automáticamente iba a firmarlo. Pero en la portadilla leyó:

“Siempre te amé.”

Estaba escrito con fibra morada algo reseca, y encerradito dentro de un corazón hecho con color rojo bastante reseco.

Levantó la mirada y se topó con una viejita. Canosa, encorvada y arrugada como él. Le sonreía y sus ojos estaban bañados de emoción.

Primero, pensó que tal vez era una broma pesada, un chiste cruel o alguna admiradora que se aprovechaba. Pero luego, Rubén Zapiola la observó tratando de recordar alguna sonrisa, una miradita, un par de pecas…

—¡Ah, era vos! —dijo cuando finalmente en la mente se le dibujó una carita del pasado y pudo reconocer a una de sus antiguas compañeras de escuela.

Automáticamente, del bolsillo sacó el puño y lo puso sobre la mesa. A su vez la viejita sacó de su bolso dos fibras, de aquellas que se usaban hacía años. Una era morada y la otra, color rojo.

Rubén Zapiola pensó en las últimas palabras de Graciela. ¡Tenía razón!: tarde o temprano la iba a encontrar. No supo qué decir. Qué hacer. No quiso saber quién era. Y si en verdad era ella.

Se convenció de que su búsqueda había terminado. Y de que tal vez, pese a todos los años vividos y los pocos que le quedaban, podría recuperar el tiempo perdido.

No le quedaron dudas cuando la viejita tan canosa, encorvada y arrugada como él, le dijo:

—Quien escribe “siempre te amé”, te está diciendo: “siempre te voy a amar”.

Fabián Sevilla