Carolino Caracol ya no se sentía cómodo adentro de su caparazón.
En el último tiempo había crecido y engordado. Si se estiraba, chocaba las antenas contra el techo. Debía esquivar el televisor para pasar al baño. En la cocina faltaba espacio para los platos y las ollas. El ropero quedaba chico para toda su ropa. No había suficientes enchufes y cuando escuchaba la radio no podía trabajar en su PC. Si quería abrir las ventanas, debía guardar panza. Además, hacía malabares para no pisar las necesidades de Antulio, su pulgón pekinés.
Encima, estaba harto de ir y venir con la casa a cuestas.
—¡Antulio, nos mudamos! —dijo una tarde.
Le vendió su caparazón de tres ambientes y totalmente amoblado a un gusano y se fueron a buscar un departamento para alquilar, de ésos que ocupan los humanos. Se llevaron sólo dos valijas. Vieron muchos y se quedaron con living, cocina-comedor, cuatro habitaciones, baño y balcón a la calle. Quedaba en un séptimo piso.
—¡Esto necesitaba: espacio! —exclamó Carolino feliz, perdido en la cama de tres plazas que se compró. Antulio, ni se veía en su desmesurada cuchita.
Los vecinos eran amables y nada ruidosos. A dos pasos había un supermercado y enfrente, un parquecito. Eso sí, cuando iba a hacer compras o a pasear al pulgón, Carolino debía ir a los gritos:
—¡Ojo, no me pisen, que no soy chicle! ¡No me echen sal, que no soy babosa!
Con el tiempo, no se sintió tan a gusto en su nuevo hogar. Era muy, muy, muy grande y además todo le quedaba muy, muy, muy alto o muy, muy, muy lejos. Para ir al baño demoraba dos días. Subir a la alacena era una expedición digna de andinistas. Hacerse un huevo frito, una operación de semanas. Una vez se descompuso el ascensor y cuando llegó al séptimo piso, se le había podrido la pizza que fue a comprar.
También había riesgos. Casi se achicharra intentando encender un fósforo. Estuvo a punto de ahogarse en el inodoro y Antulio casi muere aplastado por una galleta para perros. Ver
—¡Extraño mi caparazón! —aceptó Carolino muerto de frío cuando la puerta de la heladera se le cerró dejándolo prisionero por doce horas. Antulio también andaba melancólico: ladraba poco o nada, tenía los ojos llorones y hacía pis en los almohadones. Algo reclamaba.
Hicieron los valijas y se mandaron mudar. Pero el gusano no quiso devolverle el caparazón.
—¿Y yo dónde voy? —le retrucó.
Carolino no podía comprárselo porque se había gastado todo el dinero en su vida de gigante. Le quedaban unas monedas.
—¡Podemos compartir! —le propuso.
—Creerás que soy un gusano, pero prefiero la privacidad. Además soy alérgico a los pulgones —se disculpó el otro.
Carolino intentó convencerlo con que un caracol debe vivir acorde a su realidad y no estirarse más de lo que le dan las antenas.
—Lo hubieras pensado antes —le respondió—. Conseguime un lugar digno de un gusano y me voy. ¡Pero que no sea una tumba, eh!
Deprimido, el caracol se fue a dar una vuelta a la manzana y tuvo la idea. Fue a la frutería y con el poco dinero que tenía compró un kilo de manzanas rojas y uno de las verdes.
—Ahí tenés: dos kilos de casitas dignas de un gusano —le dijo. Al otro le encantó. Jamás soñó tener tantas propiedades. Abriría una inmobiliaria.
Ahora, Carolino y Antulio disfrutan dentro del caparazón. Siguen teniendo poco espacio, pero se sienten en casa.
—¡No hay lugar como el hogar! —suspira Carolino cuando guarda panza para abrir las ventanas.
Texto: Fabián Sevilla
Imagen: Steel Vázquez