Ganas de Volar

Tengo una abuela astronauta. Muchos años trabajó en la NASA y se acaba de jubilar. Dice que quiere estudiar para chef porque antes, con todo lo que viajaba, nunca tenía tiempo para hacerse ni un huevo frito.

Ahora que yo estoy más grande, le entiendo mejor cuando cuenta sus historias planetarias. La verdad es que en casa no la escuchan, creo que piensan que miente un poco. Además, a nadie en mi familia le importa si sale el arco iris en Saturno, o si nace o muere una estrella.

A mí me encanta escucharla y yo también quiero ser astronauta. Por eso estoy contento de que esté más tiempo cerca y le insisto para que venga a visitarme. A veces viene pero se va enseguida. Casi siempre se enoja con mi mamá y le dice que se va a ir a Marte en cualquier momento. Siempre le escucho decir que tiene ganas de volar.

Creo que se está fabricando un cohete espacial en el fondo de su casa. Eso me lo contó cuando le pregunté cómo era que se iba a ir Marte si ya no trabaja más para la NASA. Que guarde el secreto, dijo mi abuela y a lo mejor, ahora que estoy crecido –como dicen– la puedo ayudar así de paso aprendo algo de astronáutica.

Esta tarde cuando salga de la escuela me pego una corrida y le digo que no perdamos más tiempo. Quiero saber si ese cohete va a funcionar.

Son como las dos de la tarde y allá viene mi abuela de su curso de cocina y con una torta en la mano. Aprende rápido, mi abuela. Yo la apuro con el asunto del cohete y le pido verlo. Ella me contesta:

—Por ahora tiene forma de otra cosa.

—Abu, no me estarás mintiendo, ¿no? —. Y la miro a los ojos.

—Vení a verla —me dice.

—¡Eso es una hamaca!

—Por ahora sí, te lo dije —aclara la abuela.

—No entiendo, abu, ¿qué tiene que ver esta hamaca?

Tengo que ser paciente si quiero ser astronauta. Y me pide que suba a la hamaca y yo no quiero porque me estoy poniendo grande.

—Hamacarse es cosa de nenitos —le digo y ella insiste. Me niego varias veces. Hasta que se sube ella y me explica cómo sentarme: tirando el peso del cuerpo hacia atrás y levantado las piernas para el cielo. Ahora me dice que suba y bueno… le hago caso esta vez.

—¡Que nave ni ocho cuartos, abu! —. Y mi abuela me empuja. La hamaca se balancea. Que cierre los ojos, me pide. Y yo voy y vengo en el aire. Y después voy más arriba y el vaivén de la hamaca me da viento en la panza.

¡Uauh! No abro los ojos y comienzo a volar. Todo mi cuerpo se cubre de sensaciones nuevas, detrás de los ojos cerrados, bien adentro, se forma un arco iris. Se me había olvidado cómo era. ¡Estoy volando! Cuando bajo le doy un abrazo a mi abuela. Y vamos a comer la torta.

—Pero abu —le digo—, mirá que vas a tener que contratar a un ingeniero si querés darle forma de nave.

—Y sí —dice—, es cierto. Ya tenemos una buena parte. Con las ganas de volar se empieza.

La hamaca se balancea a nuestras espaldas, el sol le pega en las cadenas y, lentamente, se cubre de una luz de metal. Como una nave gira sobre sí misma. ¡Está por despegar!


Graciela Vega