Aún no había sonado el despertador, cuando abrí los ojos. Lunes, me dije. Prueba de historia. El peso de la evidencia cayó sobre mí, como un yunque: no había tocado un libro.
El fin de semana voló entre excusas: falta de tiempo, exceso de tareas, dolor de cabeza, de panza… La verdadera causa sólo se la había confiado a Lucas —mi amigo, casi mi hermano—. Era el único que sabía lo embobado que me tenía Laura, los dulces pensamientos que me inspiraba, cuánto me hacía sufrir su indiferencia. No estaba yo para batallas de San Lorenzo ni para cruces de los Andes.
Pero ya era lunes y, de pronto, solo existía una cosa en mi mente: la prueba. En dos horas más, no habría argumento que pudiera convencer a mi maestra de que me perdonara la vida, históricamente hablando.
Me sentía como deben de haberse sentido los granaderos, casi doscientos años atrás, mientras se preparaban para el combate. Cada zapato parecía pesar cinco kilos, los cordones se me enredaban en los dedos como telarañas… si al menos hubiera podido salir volando como una mosca.
Hacía rato que Febo había asomado sus rayos. Tras los muros de mi habitación, se dejaban oír sordos ruidos: mamá había puesto en marcha la maquinaria de cada mañana, ya era imposible detenerla; en minutos más me llamaría para desayunar, comprobaría mi estado de aseo y me despediría con un beso en la puerta de casa.
Salí, con el alma en un hilo. Las cuatro cuadras hasta la escuela fueron como un vía crucis. La parroquia del barrio me recordaba el histórico convento. Corceles de acero repletos de gente pasaban rugiendo a centímetros de la vereda. Apenas entré en el enorme edificio, sonó el timbre, estridente como un clarín. “A la carga”, me ordené a mí mismo. Aunque no sabía nada de historia, estaba compenetrado con un espíritu guerrero muy apropiado para la ocasión.
Ya en el aula, el enemigo avanzó y depositó sobre mi banco una hoja con cinco preguntas. Cinco misterios. Supe que tenía que pedir refuerzos. Miré alrededor: cada uno de mis compañeros libraba su combate personal. La cara de Lucas me hizo suponer que él tampoco iba a salir ileso. A cuatro bancos de distancia, en el primero, vi a Laura. Ella era mi salvación.
—¿Me podés decir algo sobre San Lorenzo? —escribí en el papelito que le tiré.
—Sí: el domingo juega con Huracán —fue su respuesta en otro papelito. Futbolera y con sentido del humor: era la chica ideal, sin dudas. Pero la cosa no estaba para bromas.
—No, en serio, ¿me ayudás? —insistí, por la misma vía.
—Esperá sentado —escribió con su letra prolija.
—Hace rato que estoy sentado y esperando…
—¿Esperando qué? —Había despertado su curiosidad; mi papá tenía razón: eso nunca falla con las mujeres.
—Que me des bolilla.
—¿Estás loco?
—Sí, por vos —. La comunicación por escrito había tomado un rumbo interesante. Tal vez me aplazaran en historia, pero quién sabe: un capítulo de la mía podía comenzar a escribirse.
—Te quiero —escribí, sintiéndome cerca de la victoria.
De pronto se produjo una interferencia: un mensaje proveniente de otra dirección, se estrelló en mi nariz. Era de Lucas:
—La seño te está mirando desde hoy, bobo.
El aviso llegó tarde: mi maestra se acercaba con cara de pocos amigos. Su cabellera teñida de rojo me hizo pensar en los españoles, avanzando con su pabellón desplegado al viento.
—¿Debo entender que te estás copiando, Mariano? —me dijo, con un engañoso tono de tranquilidad.
Me sentí perdido. Vi que Laura se reía, como si disfrutara del mal momento que yo estaba pasando. Justo cuando iba a confesar, cayó otro papel en mi banco:
—Yo también te quiero —La seño lo leyó en voz alta, como para que nadie se lo perdiera.
—Así que en lugar de hacer la prueba… ¿Y se puede saber con quién se está mandando cartitas de amor, el señor?
—Conmigo, seño. Discúlpenos —La que habló fue Marita. Nos conocíamos desde jardín; aunque no era para nada fea, jamás se me había ocurrido pensar en ella de un modo romántico. Pero en ese momento la vi hermosa… Y me recordó al sargento Cabral salvándole la vida a San Martín.
El episodio se cerró con un reto de mi maestra; después, todos continuamos haciendo la prueba. En el revés del mensaje de Marita, encontré las respuestas que necesitaba. Realmente se había arriesgado mucho.
A la salida del colegio la acompañé hasta su casa, como tantas otras veces; aunque ese día había algo distinto entre los dos. También el beso de siempre, en la mejilla, lo sentí de otra manera.
Caminando sobre una nube, llegué a mi casa. ¿Sería normal que, de pronto, el nombre “Laura” no significara nada para mí? ¿O que recién hubiera descubierto, después de tantos años, la dulce mirada de Marita? Necesitaba hablar con Lucas. Y después, urgente, ponerme a estudiar: en dos días teníamos prueba de lengua.
¿O era de matemáticas?
Texto: Marcela Silvestro
Imagen: Leo Batic