—A usted no lo invito —anunció el mono mostrando su sonrisa pareja de cuarto creciente.
De la noticia, al sapo le sudaron aun más las patas.
—¿Por qué no? —desembuchó.
—Porque estuve pensando anoche, colgado boca abajo de una rama —dijo el mono mientras se rascaba frenéticamente la cabeza —que su croak desafina.
El sapo se comió la selva con ojos de no creerlo.
—¡Ahijú! ¿Que desafina? ¿Cuánto? ¡Desde cuándo? ¡Cómo? —Quería todas las respuestas juntas y se trabalenguaba de los nervios.
—Es algo muy sutil, pero se oye clarito sobre el final en la parte del ak. Realmente desagrada.
—¿Tanto desagarra?
—De-sa-gra-da —lo corrigió el mono con los ojos puestos en blanco—. ¿Ve? Quien no oye del todo bien menos puede croar perfectamente.
—¿A qué suena mi ak?
—Ak cualquier cosa.
—¿Qué puedo hacer para mejorar? ¿Cree que ensayando se me pase? ¿Eh? —persiguió el sapo, suplicante, al mono que no se estaba quieto.
—Qué sé yo, sería cuestión de visitar a la culebra y que lo revise. Sé de animales con problemas mayores de desafinación que, con unas gargaritas de arena movediza, han mejorado.
—¿Cu-cu-le-bra? —titubeó pálido el sapo porque esas bichas eran de temer para su especie.
—Yo no veo alternativa.
El sapo revoleó los ojos de balero; jamás le habían presentado quejas de su canto.
— Buee… —arrastró resignado—, con lo que me gustaría croar en su banda.
—Y no sólo a usted. Dicen por ahí que mi voz suena esplendorosa —agregó el mono cantante con gesto de falsa modestia.
—Está bien: no vuelvo hasta que mi croak esté perfectamente culebrado, digo calibrado.
—Así se hace, compadre —musitó el mono con mueca ensayada, propinándole una palmadita en el lomo demasiado verde y pegajoso para su gusto.
Ni bien el sapo desapareció de un salto, el mono abrió la libreta que pendía de su cola y chasqueando la lengua lo tachó de la lista.
Un rato después se arrimó al yacaré, que por gajes de su oficio se la pasaba a boca de jarro enseñando los serruchos de sus dientes. “Amarillos y desparejos”, pensó el cantante mientras le comunicaba con el mismo tono que al sapo:
—A usted no lo invito.
—¿Por qué no? —preguntó el yacaré batiendo sus mandíbulas con una expresión de pesar demasiado risible para llanto.
—Porque estuve pensando anoche colgado boca abajo de una rama.
—¡Vaya suceso! —se le escapó a la cotorra que curioseaba desde la copa de una palmera.
—¿Que cómo dice?
—¡Bravo por eso! —trató de desdecirse la plumífera embarrando la cancha aun más.
—¿¡Usted, burlándote de mí!? —aulló el mono mostrando sus dientes de piano roto.
—Nooo, monito, quise decir: ¡Ay, qué gran seso! —Y esta vez trató de que no se le escapara ni media cotorreada, pero su naturaleza se lo impidió.
—¡Claro que tengo seso! Me gusta que sepa reconocer lo bueno. ¿Acaso los hombres no se adosan un parentesco, más bien lejano, con los de mi especie?
—Así es señor mono —largó la cotorra entre jajaes que merengaban la frase—. Entonces, ¿por qué no lo invita al yacaré?
—Salta a la vista el motivo, señorita cotorra —respondió el mono con fingida cortesía.
Henchida de falso orgullo por lo de “señorita” la cotorra husmeó el auténtico motivo monil, tal como si quisiese reconocer de un vistazo a su amigo piojo entre las decenas que bailaban sobre el lomo del cantante.
—Disculpe, ¿a la vista de quien salta?
—Encima de entrometida, miope, ¡esto es realmente insufrible!
—Ni medio de miope tengo —aseguró la cotorra desplegando el abanico de sus plumas—. ¿Y a mí tildarme de insufrible? ¡Hay que ver! —, protestó, tratando de preservar una compostura que se dispersaba como hormigas por la tierra.
—Otra que tiene ramitas en el oído. Dije en-tro-me-ti-da, aunque lo de insufrible viene calzando como árbol a liana.
—¿Entrometida en qué sentido?
—Hablar cuando se debe callar, por ejemplo —se despachó el mono.
—¿Quiere decir que a mí tampoco me invita?
—Por supuesto que no.
La cotorra se sintió íntimamente ofendida. Le parecía imposible cambiar su naturaleza cotorril.
—¿Y si ensayo hablar menos? —propuso.
—Vaya nomás, quizá la próxima. Yo que usted voy a visitar al tatú, que es tan reservado. A lo mejor le puede dar una manito, digo una patita.
La cotorra se alejó envuelta en su bisbiseo mientras el mono, chasqueando la lengua, la tachó de la lista de su libreta.
—¿A mí me invita? —aventuró el yacaré que chapoteaba en la orilla.
—Sabe lo que pasa, yacaré, sin ánimo de ofenderlo, pero con esa bocaza…
Y el yacaré se sumergió en el río de su propia desventura deseando desyacarizarse, algo casi imposible, o al menos coserse las fauces con el primer camalote que encontrara.
En eso, apareció un nubarrón de abejas. El cantante se trepó a un árbol, para estar a la altura de las circunstancias, y les comunicó:
—A ustedes no las invito.
—¿Por qué? —zumbó el enjambre en son de alarma.
—Por zumbonas —sentenció para hacerla corta.
—¿Zumbonas? —repitieron todas a coro.
—¿Desde cuándo le molesta nuestro zumbido? —se adelantó la reina.
—Desde anoche precisamente, anoche que pensaba colgado boca abajo de una rama.
—¿Eso pensaba? —lanzó un zángano que cortejaba a la reina.
—Al menos puedo jactarme de pensar —contestó el mono, que luchaba por mantener su orgullo, erguido sobre las patas traseras.
—No se crea que por zángano no pienso.
—Seguramente pensará al vuelo, en zigzag, que tarda más que pensar boca abajo, cuando toda la sangre le va a la cabeza y le empuja los pensamientos para que salgan de a uno, redonditos.
El zángano creyó atinado no emitir ni medio zumbido al respecto y volvió a su cortejo.
—No puede deshacerse así como así de nosotras —protestó el resto del enjambre al cantante—. ¿Quienes le harán los coritos? ¿No era que le gustaban las bananas pisadas con miel?
—Como gustarme, me gustan —se le hizo agua a la boca—, pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa; no es conveniente mezclar la simpatía con lo profesional. Si al menos fueran más ordenadas en el zumbido…
—¿Ordenadas? —repitió la reina—. No se nos había ocurrido.
—¿Ven?, para eso estoy yo. Una cabeza piensa mejor que ninguna.
La reina, haciendo oídos sordos a la última monería, revoloteó al frente del enjambre para dirigirlo. Queriendo hacer buena letra, el zángano la secundó de asistente de dirección, por si necesitaba un tallo de batuta, o dar la nota. Zumbaron el ritmo de una chacarera, obedientes a las indicaciones.
Chaca zum chaca son,
canta el mono su canción.
En la selva no hay motivo
para no sentirse vivo.
Siendo mono es importante
tener liana de cantante.
Chaca zum chaca son.
¡Ay, comadre, qué emoción!
Para armar un buen corito
no hace falta un pajarito.
El ensamble de un enjambre
es más que un piojo muerto de hambre.
Chaca zum chaca son,
vuela el zángano en cuestión.
Chaca zum chaca son,
canta el mono su canción.
Que la banda no abandone
a sus magníficos cantores.
Medio giro chacareando,
las abejas van zumbando.
Chaca zum chaca son.
¡Ay, compadre, qué emoción!
Chaca zum chaca son,
canta el mono su canción.
—¡Impresionante! —elogió el mono con la boca llena de miel y banana—. Pero el caso es que jamás me ha gustado la chacarera: lo mío es el tango —agregó por decir algo y los zumbidos se desinflaron como cielo después de la lluvia, porque el enjambre desconocía aquel ritmo.
Silencio absoluto no se hizo (en la selva eso es pedir demasiado) aunque los zumbidos se volvieron arrullo, tal como si hubiese caído el telón de la noche en pleno día.
—No es para tanto —largó el mono a sonrisa limpia—. Aprendan algún tanguito y listo.
—¿Y quién podría enseñarnos?
—Es fácil: vuelen a Buenos Aires, al corazón de la ciudad, y a cualquier silbido de arrabal que oyen por ahí, se acoplan. Por algo la llaman: “la ciudad del tango”; hasta dicen que cuando los porteños se alejan demasiado tiempo de ella también lloran.
—Y por qué, si tanto le gusta el tango, no viene con nosotras; no sé, ir a la capital me da cosa, como penita —zumbó la reina inclinando por una vez su cabeza.
—Si no voy es porque a mí el tango me gusta en la selva.
—Qué ocurrente —deslizó el zángano.
—Cada cual a su juego —mandó a volar el mono al merodeador.
Y así fue que el enjambre inició su peregrinación hacia
Muy pronto la selva se pobló de chasquidos porque el mono no dejó títere con cabeza ni pájaro con pluma. A todos les encontró alguito para no invitarlos a su banda. Hasta osó decirle al jaguareté —desde la copa de un quebracho— que su rugido últimamente dejaba mucho que desear, que destilaba demasiada autoridad, que así con el miedo que metía no despuntaba ni el sol.
El jaguareté crispó las rosetas negras de su lomo a causa del disgusto. Había vivido años en la selva par oír aquellas monadas.
—¡Lo que hay que oír! —rugió —. Que sueno a mucho, que mi aterrador rugido es comparable al piaf piaf de las escopetas. Digo, usted, monito, ¿no se ha visto en el espejo?
—No hay espejo que pueda devolverme tan estupenda imagen.
—Porque se rompen al reflejar su caradurismo.
—¡Qué chistoso! Si hasta el río, de envidia, retacea mi figura haciendo olas para que no pueda contemplarme en paz. Lo único que encontré parecido a un espejo es esa luna llena que colgaron de una rama los que intentaron cazarnos. Esos sí que eran graciosos: llevaban caretas de espuma, y raspándose con una hoja de las que afeitan, se libraban de los pelos. ¿Quién los entiende? Y después se pretenden parientes nuestros.
—Ah, pero mi rugido fue efectivo para espantarlos. Fue oírme y escaparon atolondrados.
—Es cierto, en aquella ocasión estuvo a pedir de boca, pero en mi banda sepultaría los matices de mi voz.
—Jaguareté sin rugido es como loro sin plumas, o pez sin cola.
—¿Y si rugiera dentro de un coco agujereado?
—No se me había ocurrido algo tan humillante.
—Acallante, diría yo.
—De todos modos, no hay cocos en esta región.
—Hay más arriba, en Brasil.
El jaguareté dio varios rodeos y proyectando a gatas su sombra rumbeó hacia el trópico. Parecía un cuarto del jaguareté que era: arrastraba la negrura de sus rosetas marchitas como cola de novia, los ojos felinos rodando por el suelo a lo llovido.
Como estaba cantado, al sapo no le fue muy bien con la culebra: se la pasó jugando al tatetí de una piedra a la otra para no ser ficha comida. Y la cotorra quedó completamente desorientada por el tatú. De tan reservado, la única prenda que largó —después de enterarse de vida y obra de la plumífera— fue una copla-acertijo:
Quien no dijo que dijo
calladito se marchó,
y por no soltar chillido
su secreto se comió.
El yacaré se la pasó buceando su camalote ideal y dibujando planos con la patita en la arena, de un bozal adecuado para sus fauces.
Cuando por fin regresó de Brasil el jaguareté, no se dejó ver por un tiempo hasta que el hambre lo obligó. Es que el hocico se le había atorado dentro de un coco y, de tanto tironear para librarlo de su prisión, le quedó como trompa de oso hormiguero, dejándolo irreconocible. Tanto, que cada vez que brotaba de la espesura había que volver a presentarlo como si se tratase de un animal jamás visto: “Con ustedes el señor jaguareté”, y muchos contenían su risa para no ser devorados.
Tantos intentos fallidos por perfeccionar los “peros” que el mono había señalado en cada uno para no invitarlo a su banda, los dejaron agotados, tendidos y ensimismados.
En eso, aterrizó el enjambre a alas caídas, zumbando ni más ni menos que un tango:
Que el mundo fue y será una porquería,
ya lo sé,
en el quinientos seis
y en el dos mil también.
Que siempre ha habido chorros,
Maquiavelos y estafaos,
contentos y amargaos…
La gota que faltaba para derramar el vaso del ánimo general. Quedaron ensopados y gemían al compás de aquel cambalache.
El jabirú, por hacer algo distinto, describía con sus alas de cigüeña tirabuzones de pena sobre ellos.
En eso, aparecieron las hormigas —ajenas a lo acontecido— desfilando con su preciosa carga de hojas, y opinaron que el concierto de llantos sonaba de lo más bonito.
—Oyéndolo bien —se le escapó a la cotorra, que ensayaba la parte de los silencios—, si el mundo fue y será una porquería y aun así sigue girando lleno de contentos y amargaos…
—Ajá, esta vez la sigo —rompió su hermetismo el tatú—. ¿Querrá decir que una banda desbandada como el mundo, con un poco de todo…?
—Que rugir, tatúpear y croar juntos van —cantó el tucán para completar la idea.
—¡Claro que sí compadres! —zumbó el zángano—. “No hay gusto sin variedad”, como dicen por ahí.
Y, sin más ¡se armó un chamamé! Cundió la alegría. Una alegría con las distancias convenientes a cada especie, porque no era cuestión de tentar los apetitos: había que mantenerse íntegro, lo más fiel a sí mismo para no aflojarle al compás. Y la música llegó hasta
El mono —enroscado en el eco fulguroso de su voz— a lo estrella, colgaba boca abajo con su manía de pensar, más solo que la una. Repentinamente, aquella melodía arrastrada por el viento lo arrancó de su monólogo. Se salió de la vaina dejando sus pensamientos de nada suspendidos en el aire. Trepó a una copa para espiar a qué venía la fiesta y le dieron unas ganas tremendas de sumarse.
En aquel preciso instante, el yacaré buscaba quien tocara el raspa-raspa y lo encontró.
—Mono, baje de ahí y venga a bandear, ¿quiere?
—¿Se está riendo de mí?
—No sea perseguido, que yo vivo riéndome.
—¿Desde cuándo?
—Desde siempre.
—Entonces se ríe de mí.
—También —afirmó el yacaré quitándole importancia—. Venga que un raspa-raspa se oiría muy bien.
—¿Raspa-raspa? —repitió el mono con breve entusiasmo porque le sonaba a poco. Se rascó la cabeza como era natural en él y ni lo pensó. Antes de que se arrepintiera el yacaré, aceptó la invitación.
Así, unos por el agua, otros por el aire se alejaron juntos hacia el corazón de la selva. El mono se sorprendió al ver que en aquella banda no había un solo cantante. Cada quien sacaba a pasear su voz por turno y gritaba el sapucay como le salía.
Para hacer sonar el raspa-raspa —que jamás había tocado— siguiendo instrucciones del zángano, el mono pensaba en zigzag. Algo divertidísimo, porque se saltaba de un pensamiento a otro, de rama a rama, de flor a flor con la mente bien despejada.
Sonaron chamameses, chacareras y valseados. De tanto en tanto, tocaban un tanguito, una milonga, cuando el enjambre añoraba la nostalgia arrabalera. En la mitad de un candombe se oyó a destiempo:
—¡La gran siete!
El bicherío paró la música apuntado su atención hacia la mata. Eran unos parientes lejanos del mono que, agazapados en son de caza, no pegaban un piaf —pifiaban a lo porteño, según aclaró una abeja— por seguir tan pegajoso ritmo.
—¡La gran siete! —coreó la cotorra.
—¡La gran siete! —croó el sapo con ojos de hallazgo, porque hacía rato que buscaban un nombre para bautizar a aquella banda.
—¡La gran siete! nos queda chico, somos muchos más —peroró la culebra, que siempre le encontraba el pelo al huevo.
—Justamente —afirmó el flamenco, que mantenía las patas de sus opiniones en remojo antes de echarlas a andar—. Qué importa el número o tamaño, quien más, quien menos, en la selva no nos fijamos en pavadas, con el perdón de los pavos, sonar suena, y a otra cosa mariposa.
Hoy se oyen, desaforados, a toda hora y la selva es pura fiesta.
Parece que unos parientes lejanos del mono —de ésos que da gusto reencontrar— quieren sumarse a ¡La gran siete! y cambiar sus piaf piaf por conga y bongó. Es que por mucho, por poco y por nada, sus ritmos son de lo más contagiosos.
Texto: Albana Morosi
Imagen: María Inés Afonso Esteves