Patricio Feliz

—¡Me voy a Egipto! —le gritó la golondrina al junco, cuando se dio cuenta de que sus compañeras hacía rato que se habían marchado.

Sus alas finas empezaron a cortar el viento rumbo a Egipto. No era la primera vez que andaba sola, entraba perfectamente en la categoría de golondrinas distraídas y ya le había pasado eso de quedarse charlando con cualquier cosa y levantar vuelo unas horas después. En algún momento siempre alcanzaba a las otras.

Aunque en esta vuelta, le había dado la impresión de que varias veces había oscurecido y vuelto a amanecer. Por lo visto, la charla con el junco le había resultado bastante interesante. No era grave, lo peor que le podría pasar era tener que unirse a la bandada siguiente. Sacudió un par de plumas, el aire se le metió frío, luego cerró los ojos y se imaginó una buena charla con las grandes flores de loto mientras sobrevolara el Nilo. Los volvió a abrir, para Egipto faltaba un montón.

Se hizo la noche mientras cruzaba una ciudad gigantesca. Bajó el vuelo y entre tanta pared de edificio, encontró un hueco.

Al amanecer abrió los ojos y vio que el pedazo de pared donde ella estaba apoyada comenzaba a irse para arriba. La golondrina dio un paso al costado y espió. Ese pedazo de pared había quedado transparente. Y apoyados en la transparencia, dos cubitos de cielo.

—¡Patricio! —escuchó, desde el otro lado de la transparencia—. Patricio, tomá el desayuno que llegás tarde.

La golondrina supo que esos dos cubitos azules eran Patricio. Y eran extraños. Azules transparentes, más que el cielo y que las transparencias que los humanos ponían en sus nidos, como ésa por la que ella estaba espiando. Los cubitos miraban por encima de todo. Luego desaparecieron de la transparencia. La golondrina se asomó. Los cubitos de cielo eran parte de la cara de Patricio y picoteaban con la familia. La mamá le servía en la taza a Patricio. Los tres picoteaban. Después, cuando en la mesa quedaban sólo migas, el papá le corrió la silla y lo ayudó a ponerse la campera. Apenas una brisa, y los humanos corrían a ponerse camperas para salir de sus nidos, tenían piel desnuda, sin plumas, más friolentos que las mismas golondrinas.

De golpe, la familia agarró cosas, a Patricio le pusieron una bolsa en la espalda, y se fue por un agujero que quedaba más allá, casi fuera de la vista de la golondrina. Ella suspiró. No era la primera vez que espiaba a una familia a través de una transparencia, las había visto desaparecer durante el día, pero sabía que antes de que se hiciera noche del todo, volvían al nido. Los humanos eran como ellas, como cualquier pájaro, siempre buscando calor.

Así meditaba la golondrina y se explicaba todas aquellas cosas que veía de los humanos. Aunque, si bien había descansado y espiado en el borde de alguna de esas transparencias, nunca se había quedado un día entero. Esperando. Las golondrinas no esperan. Van siempre. Detrás del verano. De nuevo cerró los ojos. Pensó en la cadena de jade del gran rey de Egipto.

Y en los cubitos transparentes.

Dicho y hecho. Más tarde volvieron todos.

El primero que corrió hacia la transparencia fue Patricio. Abrió las palmas de las manos y las apoyó.

—Mirá mamá, se siente el reflejo del sol detrás de los edificios.

La golondrina le miraba los reflejos a Patricio mientras hacía equilibrio en la cornisa para que no la descubrieran. No terminaba de confiar en los humanos. En general, ningún pájaro. Ahora los reflejos de Patricio eran un cielo medio verde y transparente.

—Sí, muy lindo, Patricio, pero te vas a resfriar, alejate de la ventana. Me parece que este año se va a adelantar el invierno.

Prrp, la pared más fina bajó, se cerró la transparencia. La golondrina acurrucó sus plumas y volvió a cerrar los ojos.

Allí estuvo a la mañana siguiente, apenas la transparencia se corría para arriba. Había un cuerpo pegado a la transparencia. Sentía unos deseos enormes de encontrarse con los cubitos de Patricio. Ahí estaban los cubitos clavados. Enfocaban un poco más arriba de donde estaba ella.

—¡Mamá, mamá, hay alguien!

La golondrina trastabilló, casi se cae. La habían descubierto. Aleteó para correrse pero tarde, la miraban cuatro ojos humanos. Mejor dicho, la miraban dos, los cubitos de Patricio, le pareció a la golondrina, eran tan transparentes que no tenían con qué mirar.

—Es una golondrina —la golondrina escuchó que la mamá la nombraba—. Si no se apura, la va a agarrar el invierno.

La golondrina pensó en la palabra invierno. Cuántas veces sus padres le habían dicho que lo importante era escaparse del invierno. Ya se escaparía, pero quería aunque fuera una vez más, cruzarse con los cubitos de Patricio. Aunque Patricio no tuviera casi color para verla.

Sintió un silbido arriba de su cabeza y levantó la vista. Más alto, una bandada de golondrinas la llamaba:

—Vení con nosotras.

—Después las alcanzo —contestó la golondrina, y se escondió un poco más, por si pasaba otra bandada.

Por la tarde espió a la familia. Se habían sentado en los sillones frente a la transparencia, el papá tenía un libro y le mostraba a Patricio, que tocaba las páginas. La golondrina estuvo atenta también. Escuchó muchas veces su palabra, golondrina, en la voz del papá, y también la palabra príncipe. El libro hablaba de una golondrina que se quedaba con un príncipe y lo hacía feliz. Cuando estaban por llegar al final, Patricio levantó los ojos y gritó:

—¡Papá, mamá, el pájaro!

La golondrina volvió a trastabillar, todos los ojos la miraban, menos los de Patricio, se pegó un susto enorme y aleteó. Patricio corrió a la transparencia y la abrió.

—Pajarito, pajarito —la llamó. Había sacado las manos hacia fuera. Casi roza la cola de la golondrina.

—Patricio, metete para adentro que te vas a resfriar.

La golondrina revoloteaba arriba de la transparencia. Nunca había estado tan cerca de unas manos humanas. La mamá cerró la transparencia. Había anochecido. Por debajo de sus plumas empezó a sentir el frío. Su príncipe había quedado del otro lado y no podría abrigarla. Abrigarla un humano, qué idea tan loca. Se acurrucó lo más que pudo e intentó dormir.

Al día siguiente, cuando pasó otra bandada por encima de su cabeza, le gritaron:

—¡Vení con nosotras que nos pisa la cola el invierno!

Y la golondrina se acordó de las manos de Patricio.

—¡Vayan, ya las alcanzaré!

En eso, se subió la pared. Allí estaba Patricio. Con la boca pegada a la transparencia, le dijo:

—Golondrina, aunque no te pueda ver, siento que estás ahí. Me gustaría que te quedaras a vivir en la ventana, pero sé que te hace mal el invierno. Mejor volá a donde haya verano.

A la golondrina le agarró una emoción enorme, que un humano se preocupara así por ella. Y decidió que no, que se quedaba, aunque fuera por una vez, en el invierno. Esos cubitos eran mucho más lindos que la cadena de jade del rey de Egipto. Entonces respiró hondo, se sacó todo el miedo que le daba tener a un humano tan cerca y pió.

—¿Te vas a ir, golondrina?

Ella pió una vez más dos veces, muchas. Por fin conversaba con el humano Patricio de los ojos transparentes. Se sentía feliz.

Patricio le tiró un beso con la mano.

—Andate, golondrina —le decía, y trataba de espantarla.

La golondrina gesticulaba con las alas, piaba como loca. Hasta se posó en la mano de Patricio y le dio un pico. Patricio sonrió. Pensaba que la golondrina le estaba diciendo que sí, que se iba a ir.

Texto: Ángeles Durini

Imagen: Gabriela Burin