El adiós del sauce

Asfixiado por el pavimento y entre un corsé de edificios, había un árbol.

Era un sauce gruesísimo y alto; de larga y abultada cabellera que caía en verdosa catarata.

Estaba triste. Lloraba. Melancólicas y tibias lágrimas de clorofila.

Lloraba porque recordaba.

Hacía mucho, pero mucho mucho tiempo era semilla. El viento, siempre amable, le prestó alas y se lo llevó a volar por medio mundo. Le mostraba paisajes y le dejaba elegir adónde deseaba caer.

Desde allá arriba, hacía mucho pero mucho mucho tiempo, la semilla vio un caserío amontonado en una pradera. Y al viento gritó:

—¡Aquí!

Su amigo, hecho de ráfagas, sopló y contrasopló para hacerla planear en tirabuzón. La semilla descendió y levemente se posó a un lado del tímido pueblucho.

—¡Gracias! —le gritó a su camarada puro soplidos, que ya se iba.

Y ahí se quedó. Para crecer.

Acariciada por la pradera y con una baranda de casuchas, durmió una siesta. Sólo despertaba para saludar y agradecer a la lluvia. Luego, volvía a soñar.

Hace mucho, pero mucho mucho tiempo fue un brotecito que bostezaba con cada sol y sólo se preocupaba por surgir. Así llegó a ser un raquítico tronquito.

La lluvia, el Sol y el viento lo asistieron para que se ensanchara y engendrara ramitas. A la par, algunos pueblerinos lo descubrieron y el sauce joven tuvo nuevos amigos. Lo regaban, le curaban las pestes, le removían la tierra o, simplemente, lo veían crecer.

Llegaron los pájaros y el sauce supo que ya era adulto. Entre sus ramas, la comunidad emplumada hizo sus nidos, se posaba para cantar, descansar patas y alas o refrescarse.

De abajo le venían otras alegrías. Los niños jugaban rodeando el tronco o animándose a los vericuetos de la fronda; los enamorados tallaban promesas en su corteza; los adultos descansaban la fatiga bajo su sombra; y los ancianos se sentaban a sus pies a recordar.

Hace mucho, pero mucho mucho tiempo, lluvia, Sol, viento, pradera y pájaros eran su familia. Todos los del pueblo, sus amigos: a unos vio llegar por primera vez, volver, madurar, no venir más; a otros, también vio aparecer por primera vez, regresar, envejecer, no ir jamás. Y a otros, otros muchos pero muchos muchos otros…

Y a todos les dejaba caer una de sus hojitas. (Cuando un árbol deposita una de sus hojas en tus manos, algo te quiere decir.)

Mucho, pero mucho mucho tiempo después lloraba. Se había convertido en un sauce llorón el día en que el pueblo amaneció convertido en ciudad. La pradera, bajo una tumba de cemento, y el horizonte, oculto por paredes cuyas ventanas eran ojos ciegos.

Sólo el Sol, el viento, la lluvia y los pájaros solían visitarlo. Pero a quienes habían reemplazado a sus amigos pueblerinos, los veía ir y venir ahí abajo, sin que ninguno se detuviera a contemplarlo. Lo hacían sentir invisible y olvidado.

Asfixiado por el pavimento, entre un corsé de edificios y sin que a nadie le importara, había un árbol que decidió decir adiós.

Al ver al viejo sauce cada vez más llorón, los pájaros intentaron hacerlo sonreír a fuerza de chistecitos que habían oído al posarse en algún lugar donde la gente reía:

—¿Cuál es el ave más religioso? ¡El avemaría! ¿Y el pájaro menos inteligente? El pájaro bobo…

Pero como ni así podían contra su tristeza, le piaban canciones que aprendieron en su andar por los destinos que cada verano les indicaba. También fracasaron.

La lluvia se esforzó por acariciarlo con su frescura. El Sol buscó calentarle el espíritu que, rendido, se le iba enfriando. El viento, siempre afable, se colaba entre sus crenchas de hojitas verdes, en un intento por hacerle cosquillas.

El sauce seguía llorando. Y decidido a decir adiós.

Extrañaba a sus amigos pueblerinos. La atención, los cuidados que le daban, la alegría, los sentimientos que en ellos despertaba.

Comenzó a secarse. Entonces, la lluvia, el Sol, el viento y los pájaros buscaron el modo de que su despedida no le fuera ajena a nadie. Sin pedirle permiso, con sus picos, las aves le cortaron hojitas; el viento, más brusco, sopló y le arrancó otras; la lluvia llovió sobre él y sus aguas arrastraron muchas más.

Así, viajando en picos, en torbellino o hilos de agua, esas tarjetas de invitación llegaron a diversos puntos de la ciudad. A las manos o los pies de los hijos de los hijos de los hijos de quienes hace mucho, pero mucho mucho tiempo fueron amigos del sauce llorón.

Fueron muchos los que recibieron los mensajitos con nervaduras. Al principio no entendieron. Pero, de a poco, en su memoria se ilustró el relato que alguna vez alguien les había contado sobre un árbol que daba sombra, descanso y diversión.

Niños, grandes y ancianos salieron a buscarlo. Revisaron entre el cemento y los ladrillos, llevando la hojita como guía. Y, de nochecita, llegaron hasta las ramas de donde habían sido arrancadas. Se toparon con un sauce encorvado, consumido, que ya se caía.

Y tal vez por instinto o un recuerdo que de repente se les despertó, se acercaron con confianza a él. Los niños comenzaron a jugar rodeando el tronco descascarado o animándose a los vericuetos de lo que alguna vez fue una fronda; los enamorados tallaron promesas en lo que quedaba de su corteza; los adultos se tiraron a descansar su fatiga imaginando una sombra; y los ancianos, se sentaron a sus pies a recordar.

Y ocurrió la cadena de milagros. El Sol, que ya se iba, quiso quedarse a contemplar el reencuentro y haciendo mucho pero mucho mucho esfuerzo, se elevó por el Oeste ¡y volvió a amanecer!

La lluvia, que fisgoneaba desde una nube, quiso sumarse y se precipitó en rocío.

Los pájaros, que habían callado por respeto al moribundo, se lanzaron a piar todos juntos. De sus golas salían distintas canciones, pero que sonaban como una sola.

El sauce abrió un ojo, luego otro y otro, otro, otro… para ver a todos sus amigos nuevamente junto a él. Ya no tuvo más ganas de llorar, ni menos de decir adiós. No sentirse invisible y olvidado fue una inyección de vida.

El tronco y las ramas secas comenzaron a recibir clorofila a través de sus venas. De las crenchas, que se habían convertido en desnudas varillas, salieron brotecitos y de pronto estallaron hojitas, miles, millones. El tronco comenzó a vestirse con una corteza fuerte, arrugada y novedosa.

Mientras, ahí abajo, los citadinos disfrutaban de él como hacía mucho, pero mucho mucho tiempo lo hicieron sus ancestros pueblerinos. A la vez, fueron recibiendo una caricia verde: el sauce lloraba, pero de emoción dejando caer hojitas en sus manos.

Comprendieron que, cuando un árbol deposita una de sus hojas en tus manos, te está saludando, pero también te dice:

—¡Ey, estoy aquí! No te olvides de mí…

Texto: Fabián Sevilla

Imagen: Esteban Alfaro