Miguelín, el Cienpiés Bailarin

Desde que nació, le había gustado bailar. Iba por todos los sitios dando saltos, danzando sin parar y decía:

—Aquí está Miguelín, el bailarín.

Quiso aprender “claque” y se compró cien zapatos con sus hierros correspondientes. Pero como hacía mucho ruido al zapatear, protestaron furiosos los vecinos de al lado del estudio y le tuvieron que despedir de la clase.

—Lo sentimos mucho, pero nos vemos obligados —le dijo la profesora cigarra.

—No es culpa suya, sino mía o, mejor dicho, de mis cien pies. Ya buscaré otra cosa que aprender —contestó Miguel, y pensó: “Ya sé, tomaré lecciones de baile español”.

Y adquirió cien botines y unos palillos para tocar. Empezó a taconear, punta, tacón, tacón, punta, tacón, punta, tacón, punta tacón.

El ruido que hacía era menor, pero al tener tal cantidad de extremidades le ocurrió lo mismo que en la anterior sesión, le hicieron retirar de la clase.

—¡Yo quiero danzar sea como sea! —gritó Miguel un poco enfadado.

Intentó después con el ballet clásico, pero a cada pirueta que daba se enredaba sobre sí mismo y caía al suelo. El demiplié le salía mal, cuando se ponía en la barra de hacer ejercicios, no podía alcanzarla ni con una sola pata, se quedaba corto a pesar de sus esfuerzos. Los anillos de su cuerpo podían dar vueltas y moverse a donde quisieran, pero los pies no se ponían de acuerdo. Sin embargo, él no desistía en su empeño, quería bailar y bailar y que le aplaudieran mucho.

Un día iba paseando un poco triste, y al llegar a una plaza llena de árboles verdes y frondosos, de repente, vio a unos chiquillos haciendo unas cosas muy raras pero con buen ritmo, se tiraban al suelo, daban vueltas sobre sí mismos sentados, y se levantaban con gran agilidad. Sin pensarlo dos veces, Miguelín dijo:

—Esto me gusta, voy a intentarlo.

Se fijó en la vestimenta que llevaban los chicos y se fue derechito a comprarse el equipo a unos grandes almacenes. Entró en el comercio, y pidió una cazadora grande que le tapara todo el cuerpo —sólo se le veían dos pies por la parte de abajo y dos por la parte de arriba—; también una gorra, que se colocó al revés, unas zapatillas deportivas y unos pantalones anchos.

Se unió al grupo de danzarines, y empezó hacer filigranas y cabriolas impresionantes. Él no sabía qué baile era. Cuando preguntó, le dijeron que se llamaba “breakdance” y le gustó muchísimo.

La gente que pasaba por allí fue haciendo un círculo para verle danzar. Llegaban de todas las partes de la ciudad, guiados por la música y los aplausos. Miguel no cabía en sí de gozo, por fin había encontrado algo que realmente le gustaba y no molestaba a nadie. Su cuerpo anillado le permitía contorsionarse mejor que los demás.

¡Como disfrutarían sus profesoras anteriores! Sabrían que había nacido para la danza. Las tenía que invitar a una gala, pensó feliz, ¡no se lo podían perder!

Hizo grandes giras por todo el mundo y fue muy famoso por su estilo tan peculiar de bailar.

Texto: Ángela Ruano

Imagen: Manuel Purdía