Nito Busca a su Mamá

Nito se asomó al espejo del arroyo. Su lindo pico de pato se reflejó en el agua.

Por la orilla venía caminando Camila, seguida por sus cuatro patitos.

—Cuac, cuac —iban diciendo— Nos vamos a nadar, ¡cuác!

—¿Mami? —preguntó Nito.

A Camila se le erizaron las plumas y abrió las alas para que los pompones amarillos se escondieran debajo.

—¡Atrás, bicho feo! —graznó.

—¡Atrás, atrás! —corearon los patitos.

Nito los miró y después se miró las patas. Las de adelante y también las de atrás. No, no eran como las de ellos. Además, ninguna mamá iba a asustarse tanto al ver a su hijo. Y como Camila parecía estar a punto de repartir picotazos, Nito prefirió deslizarse en el arroyo y alejarse de ella.

El agua era fresca y le gustaba nadar, pero se sentía muy triste… ¿Es que él no tenía mamá? Y si tenía… ¿dónde estaba?

Un chapoteo cercano lo distrajo. La nutria Ramona estaba tratando de pescar su desayuno cuando se encontró, de pronto, frente a Nito.

—¡Quick! —chilló, sobresaltada, ante el raro visitante.

—¿Mami? —volvió a preguntar Nito, bastante dudoso.

—¿Mami? ¿Qué mami? —dijo Ramona con los bigotes de punta— Mis hijitos no tienen pico, ni patas como esas… El pelo… bueno, sí, se parece un poco. Pero estoy bien segura de que no soy tu mami. ¡Y ni pienso invitarte a desayunar conmigo! ¡Fuera, fuera!

Más triste que antes, Nito siguió la corriente, de vuelta al nido donde se había despertado, completamente solo, esa mañana.

Antón, el castor, trabajaba como siempre en su dique cuando lo vio pasar.

—¡Qué castor más raro! —pensó. Pero tenía trabajo de sobra, y no podía perder tiempo charlando con castores picudos y sin cola… Aunque le gustaría saber cómo haría para cortar troncos y ramitas sin unos dientes tan grandes y fuertes como los suyos…

Nito se metió en el nido, donde estaban aún los restos del huevo que le había servido de cuna.

—Mami… —suspiró al acostarse en el piso cubierto de hojas y pedruscos. Una lágrima gorda empezó a resbalar por su mejilla. Otra la siguió. Al rato, estaba rodeado de charquitos salados. Si no era pato, nutria ni castor… Camila tenía razón: era un bicho raro, feo, ¡horrible, horrible, horrible! ¡Y, además, sin mamá! Y cuanto más pensaba, más lloraba.

Unos ruidos afuera lo asustaron muchísimo. Eran voces que sonaban fuerte, pasos que hacían crujir los guijarros, quebraban ramitas y aplastaban la hierba.

Temblando, se fue al fondo de la cueva-nido.

—Allí, soltála allí —dijo un hombre, señalando un recodo del arroyo.

—Sí, por aquí la encontramos. El nido debe estar cerca —añadió la mujer, apoyando una jaula en el suelo.

—Ella lo hallará, no te preocupes.

—¡Menos mal que Fido no la llegó a tocar, pobrecita!

—Sí, hubiera sido una pena que la lastimara… El veterinario dijo que en esta época suelen tener crías…

—¡Ay, ojalá que sus bebés estén bien, todo el día solos!

—¡Esperemos que sí! Bueno, a ver…. afuera, señora, y disculpe…

Nito oía las voces sin entender nada, pero sabía que lo mejor era quedarse quietito y callado hasta que los ruidos se fueran.

Ya empezaban a alejarse, ¡qué suerte! Se sintió mejor. Pero justo cuando empezaba a sentirse a salvo, algo oscureció la entrada. El corazón le dio una vuelta carnero adentro del pecho y, por un ratito, hasta se olvidó de respirar. Un cuerpo largo y suave, parecido a una nutria, se deslizó por el túnel y un pico de pato asomó ante los ojos de Nito.

—¡Hijito! —murmuró Rina— ¡Qué suerte que estás bien! ¡Estuve tan preocupada por vos!

—¡MAMI! —gritó Nito, ya sin ninguna duda.

Porque Rina Ornitorrinca era igualita, igualita, a él.

Olga Appiani de Linares