El País de las Bolitas Perdidas

Hay una bolita perdida, verde, en el pasto.

Verde y pasto se confunden siempre, así que la bolita sabe que está perdida. Las bolitas se pierden, es algo que les pasa siempre. La bolita verde perdió a muchas de sus amigas. Ahora, lejos de todas, extraña sobre todo a la bolita violeta, su amiga del alma.

¡Cómo charlaban las dos en las noches, abrigadas dentro de la caja vieja de lata! Se contaban aventuras, juegos, grandes empujones porque las bolitas nacen para eso: para empujar a otras bolitas. Es su manera de saludarse.

Ahora, sola en el pasto, la bolita verde recuerda el día en que Darío, el chico que la tenía hasta hace apenas unas horas, jugó un partido de bolita contra otro chico, uno alto, rubio, de manos hábiles, en el polvo del verano. Cuando terminó el partido y Darío y el rubio levantaron del piso las nuevas y las viejas, las recién ganadas y las recién perdidas, y se las metieron en los bolsillos, la bolita violeta quedó enterrada bajo una capa fina y marrón. Así, invisible, la bolita abandonada llamó y chilló y pataleó. Un remolino de tierra se formó a su alrededor. Pero nada. Las otras bolitas la escucharon. Darío y el rubio, no. La bolita verde, que sabía cuánto iba a extrañarla, pataleó y golpeó a sus compañeras en la mano de su dueño y volvió a golpear y patalear cuando estuvo en el bolsillo. Y nada. “¡Qué difícil es entenderse con los seres humanos!”, pensó la bolita verde. En la lata, esa noche, la charla fue lenta, baja, triste.

Ahora, en el pasto de esta noche de febrero, bajo las luciérnagas, la bolita verde oye venir a la luna como un arroyo de leche entre las hojas y las flores cerradas. Pero antes que la luna de leche, llega otra luz: una luz chiquita que viene y va, sube y baja entre los troncos de los arbustos.

Una luciérnaga.

La bolita verde está sola. Y como está sola, canta como cantan las bolitas, como cantan los grillos, rozando el pasto y la tierra con el cuerpo suave, brillante. La luciérnaga está cansada de tanto volar buscando compañía y cuando oye el canto, se posa para ver quién está cantando.

—Es muy temprano para el baile de las piedras —dice a la bolita, confundiéndola con un canto rodado.

La bolita no sabía que las piedras bailaban de noche en el jardín. Jamás estuvo afuera de noche. Sonríe un poco, sorprendida. Está tan triste que necesita hablar y por eso, se pone a contarle su historia a la lucecita traviesa. Le cuenta la historia entera: la vida entre campeonatos, bolsillos y latas cómodas y tibias; las charlas con la bolita violeta; y sí, el día de la partida en el polvo, donde seguramente sigue escondida su amiga.

La luciérnaga la mira, sorprendida.

—No creo que tu amiga esté en el polvo —le dice—. Tiene que estar en el país de las bolitas perdidas.

La bolita verde no entiende. Nadie le habló nunca del país de las bolitas perdidas ni en el bolsillo del chico morocho ni en la lata de la noche.

—Me lo contó un grillo —dice la luciérnaga—. Pero no hacía falta, todo el mundo lo sabe: los sapos, las mariposas. Yo no sé dónde queda ese país pero sé que todas las bolitas de este jardín van ahí cuando se pierden. Qué raro que no lo sepas. Yo creía que todas las bolitas sabían dónde está.

La bolita verde no tiene ni la menor idea pero ahora sabe adónde quiere ir así que pregunta por el grillo. Tal vez el grillo sepa.

—No tengo idea de dónde puede estar el grillo —dice la luciérnaga—. Los grillos son como nosotras, cambian de lugar todo el tiempo. Pero supongo que está cerca del arroyo. El arroyo le encanta.

Así que la bolita verde se va rodando por el pasto hacia el arroyo. Porque ahí, detrás de la casa de Darío hay una especie de playita diminuta de arena y un arroyo ancho y fresco y más allá, el campo.

Pero la bolita verde no llega al agua. Antes, mucho antes, choca con una piedra grande y marrón, en la oscuridad. La piedra se despereza un poco, la mira y le dice:

—Ey, ¿para qué me despertaste? Es muy temprano para el baile de las piedras.

La bolita verde cuenta su historia por segunda vez y pregunta a la piedra marrón si vio pasar al grillo.

—Sí, pasó por acá esta noche. Se fue para el lado del agua —dice la piedra. Y como sabe dónde está el agua, hace un poco de ejercicio, levanta la gran panza dura, se alza sobre dos patas anchas, oscuras y deja pasar a la bolita verde por debajo. La bolita se aleja rodando hacia el agua.

Pero no está acostumbrada a rodar sin la ayuda de los dedos de Darío y no calcula bien el impulso. No es fácil frenar para una bolita. Atraviesa la arena angosta, mojada de luna, y entra en el agua del arroyo. El fondo está frío y transparente y la bolita choca con otra piedra, roja, llena de granos grises. Las piedras duermen mucho, piensa la bolita porque ésta también está dormida.

—Ey, es muy temprano para el baile de las piedras —dice—, ¿qué pasa hermanita redonda?

Así que la bolita cuenta su historia por tercera vez. Esta vez le cuesta un poco hacerse entender porque la piedra roja no sabe mucho de los animales que viven fuera del agua. Ni siquiera sabe lo que es un grillo o una luciérnaga. Bolitas conoce, eso sí.

—Vi a muchas de ustedes pasar por acá camino al país de las bolitas perdidas —dice.

—¿De qué color eran las bolitas que viste? —pregunta la verde, esperanzada.

Y la piedra roja con granos grises dice que vio bolitas blancas y bolitas rojas y bolitas verdes y bolitas azules; y vio bolitas transparentes y bolitas opacas, bolitas con dibujos y bolitas lisas. Y vio, sí, una bolita violeta.

—Se fue al país de las bolitas perdidas, por supuesto —dice.

A la bolita verde le queda solamente una pregunta:

—¿Dónde queda ese país? —pregunta.

—Yo creí que todas las bolitas lo sabían —dice la piedra con granos—. Pero yo también conozco parte del camino aunque no quiero salir del agua. Nunca salgo, ni siquiera para los bailes. Prefiero bailar abajo. No me gusta ese mundo seco. Pero te puedo decir una parte: tenés que subir hasta la piedra de la playa, después doblar a la izquierda hasta que llegues a una turquesa. Después de eso, no sé. Nunca llegué más allá.

Así que la bolita hace un esfuerzo y se sube a los brazos del agua (que son más fuertes y más fríos que los del aire), y trepa hasta la piedra de la playa, dobla hasta la turquesa y se arrastra hacia la izquierda.

El aire está tibio y la luna estira su arroyo de leche un rato más, hacia el final de la noche. La bolita explora la playa. Rueda un poco hacia el Sur y encuentra una gran planta con altas espigas plateadas. Pero la planta le dice que jamás vio una bolita.

Hacia el Este está el agua, el arroyo del que acaba de salir, así que el Este no sirve. La bolita va hacia el Norte, donde un gran cangrejo blanco le dice que jamás vio pasar bolitas junto a su puerta y eso que hace años que vive en el mismo agujero amarillo al borde de la arena. En el Oeste, hay un árbol y no conoce piedras redondas como ella.

—Estoy perdida— dice la bolita en voz alta. ¿Dónde puede quedar ese país si no es al Este ni al Oeste ni al Sur ni al Norte? ¿Ni hacia el arroyo, ni hacia el árbol, ni hacia el cangrejo, ni hacia las espigas?

En el medio de la playa de arena, verde como una esmeralda, la bolita espera. Y mientras espera, mira bailar a las piedras. Bailan en el jardín de Darío, bailan junto al arroyo; bailan bajo el agua rápida y alegre; bailan entre los troncos; bailan bajo las luces chiquitas de las luciérnagas. Bailan mientras Darío y la mamá de Darío duermen.

Cuando el baile termina, en el Este, junto al agua, empieza a salir el sol. La bolita verde no sabe dónde está el país que busca. Está inmóvil, pensando. En medio de la arena amarilla, parece una gran perla verde oscura.

De pronto, llegan los pájaros. Pájaros grises, pájaros de cresta roja, pájaros marrones, pájaros verdes. La bolita verde ve venir una sombra oscura, una cabeza amarilla. Dos garras la levantan de la arena como a una joya nueva.

La bolita cierra los ojos porque nunca jamás se separó tanto de la Tierra. Darío y el rubio la tiraban al aire a veces pero nunca tan arriba, nunca tan por encima de los techos de las granjas, de las copas de los álamos. Sin abrir los ojos, siente que la apoyan despacio en un lugar blando y cómodo.

De a poco, se anima y abre los ojos. Está en una enorme canasta de paja, un nido profundo y tibio. Y está rodeada de bolitas de todos colores. Bolitas rojas, bolitas azules, bolitas amarillas, bolitas blancas. Un tesoro de colores brillantes, que cuidan dos urracas que charlan y ríen todo el tiempo. Y las bolitas, muchas bolitas, todas las bolitas perdidas, se llaman unas a otras y se cuentan cosas de los tiempos en que jugaban partidos en el parque, se perdían o buscaban el país de las bolitas perdidas. De los tiempos en que se convirtieron en regalos de amor entre dos pájaros y dejaron de ser bolitas.

La bolita verde busca en el nido una bolita violeta. Hay muchas bolitas en el nido de las urracas. Le va a costar encontrarla. Pero yo, que conozco esta historia, sé que cuando la encuentre me lo va a decir: porque todas las noches, a la hora en que las piedras bailan, salgo a escuchar a las bolitas perdidas que charlan en el nido de las urracas, allá arriba, en el álamo, junto a mi casa. Le dije a Darío que yo sabía dónde estaban sus bolitas. Pero él tampoco quiere subir a buscarlas.

Márgara Averbach