Dicen que era un pueblo tan, pero tan tan chiquito que una vez llegó un circo y quedó todo entero bajo la carpa. Entonces, la vida de todos se convirtió en una función, ¡que duró quince días!
La pista se ubicó sobre la plaza. Los chicos se olvidaron de los columpios, el tobogán y el subibaja. En cambio, jugaron a volar en el trapecio, cruzar la cuerda floja con los ojos vendados, dispararse varios metros desde los trampolines para dar hasta doce volteretas en el aire y ¡hop! caer sobre un pie en uno de los jardines. Eso y otras cosas tan, pero tan tan osadamente divertidas.
Las vecinas usaban las sogas de los parantes de la carpa para tender la ropa al sol: zoquetes, calzones, camisetas y demás, lucían preciosos entre cientos de banderines de colores. También enviaban a los acróbatas a hacer las compras: los tipos demoraban segundos en ir y volver de la panadería, la verdulería, la carnicería. Las doñas, agradecidísimas, les devolvían el favor con una medialuna, una naranja o una costeleta.
Los pobladores adoptaron la costumbre de almorzar mientras veían ensayar a toda la compañía y durante la cena, sin levantarse de la mesa, disfrutaban de la función. Eso sí, dejaron de salir al campo o viajar a la ciudad, porque para volver a sus casas debían pagar la entrada.
Muchas noches, los artistas hasta cenaban con ellos. Eso sí, nadie se sentaba a que le sirvieran. Los malabaristas se encargaban de la vajilla: platos, vasos, fuentes, jarras iban y venían en graciosas vueltas de la cocina al comedor; el lanzador de cuchillos se ocupaba de los cubiertos. Y era de destacar el lanzallamas, a quien jamás la comida se le pasó de cocción.
Los carromatos se ubicaron entre y dentro de las casas. Justito en la carnicería de don Braulio se puso el de los leones. Los melenudos le vivían comiendo ¡cruda! la mercadería. Aunque con los profundos rugidos no lo dejaban dormir la siesta, le vivían chuseando fiero al perro y le destrozaron los sillones afilándose las garras, el carnicero no se quejó. Es que durante muchos días, a su local no se acercó un solo ladrón y ningún cliente se animó a pedirle fiado.
El carro del mago, con todas sus galeras, cajas y varitas mágicas, quedó sobre la granja de don Manuel. De pronto, el granjero fue a su chacrita a cosechar zanahorias y en cambio, de bajo la tierra sacó veinte, cincuenta, ochenta pañuelos de todos los colores, unos anudados a otros. Con las papas le pasó que se convirtieron en palomas, la lechuga aparecía y desaparecía según fuera la hora del día y de las sandías, ¡al partirlas surgían conejos! Flor de julepe se pegó Rosaura, su esposa, cuando descubrió que las vacas daban leche a lunares o a cuadritos; las gallinas ponían huevos cúbicos (¡si habrán sufrido las batarazas!) y que el burro, convertido en prodigioso políglota, rebuznaba “abracadabra” en siete idiomas.
Dentro de las aulas de la escuela quedaron los camarines de los payasos. Andaban entre los bancos ensayando cachetadas y caídas, además de usar el pizarrón para escribir sus bromas. Los chicos se negaban a salir al recreo. Las maestras daban las clases muertas de risa y, para un acto, la directora se apareció con traje a rombos y floripones, la boca pintada de amarillo, los ojos en verde y un pompón rojo en la nariz.
Hubo algún que otro momento de conflicto. Sobre todo cuando el lanzador de cuchillos le rebanó todas las rosas, gladiolos y malvones a la florista, una equilibrista se apareció girando sobre una gran pelota a dar el pésame a un velorio y el hombre bala, no se supo por qué, quedó estampado contra la pared del altar mayor de la iglesia en medio de una misa. Pero la cosa no pasó a mayores.
Cierto sábado, luego de la función, la orquesta guardó las marchitas circenses, tan, pero tan tan llenas de contagiosos ”umpa pa pa umpa pa pa”, y ¡se armó el bailongo! Los del pueblo movieron pies y caderas al son de músicas que jamás habían escuchado y que la bandita les regaló, traídas de todas las partes del mundo donde el circo había plantado su carpa. En el patio del Club Social, que ahora tenía piso de aserrín, se vio valseando a la bibliotecaria con un oso, al pulpero milongueando con la mujer barbuda y al boticario ejecutando un enérgico kasachov sobre la nariz de una foca. En cierto momento, la hija del comisario se borró con el hombre goma.
Un día, el circo desarmó su carpa, guardó trastos, artistas, animales y, como llegó, se fue.
A los del pueblo les quedó el recuerdo de la alegría, la novedad, la música, las risas, la magia, la emoción… y el olor a bosta. Ah, también un elefante que doña Estela halló al mes en su ropero y se quedó a vivir con ella.
Texto: Fabián Sevilla
Imagen: Marisa Cuello