El Problema de los Osos

Los osos se fueron acomodando en la cueva. Había asamblea general. Al frente, sobre una roca, el Oso Ambicioso presidía la reunión. A su derecha y a su izquierda, sobre rocas más chicas, estaban la Osa Rencorosa, Ministra de Conflictos, y el Oso Calamitoso, Ministro de Desastres.

El Oso Ambicioso gruñó para aclararse la garganta.

—Como todos saben —dijo—, los osos tenemos un problema.

En la primera fila, la Osa Lacrimosa ya estaba llorando. Escondido tras un biombo, el Oso Monstruoso hizo unos ruidos que querían decir que estaba de acuerdo.

—Nuestros sabios antepasados —siguió el presidente—, el Oso Goloso y la Osa Bondadosa, ganaron prestigio, fama y trabajo en los cuentos infantiles para todos los osos, gracias a la gran idea de usar nombres con rima. Sus descendientes, el Oso Hacendoso, la Osa Hermosa, el Oso Mimoso, tuvieron vidas felices, queridos por todos. También la Osa Graciosa, el Oso Generoso, la Osa Cariñosa

Un poco apartada, la Osa Olorosa le guiñó un ojo al Oso Apestoso. Encadenado fuera de la cueva, el Oso Peligroso rugió. El Oso Piojoso, rodeado por un espacio vacío, se rascaba la cabeza.

—Con el tiempo —dijo el Oso Ambicioso— las cosas empezaron a desmejorar. El Oso Bullicioso tuvo algunos contratiempos. La Osa Caprichosa ya no recibió tantas muestras de cariño. Y así llegamos hasta el día de hoy, en que nuestros nombres, por decirlo con suavidad, han dejado de beneficiarnos.

—Al mío lo quiero borrar de la existencia —rugió la Osa Furiosa.

—Pues los nuestros, sin embargo, son de gran valor —dijeron a coro el Oso Presuntuoso y el Oso Vanidoso.

—A mí me hicieron una verdadera chanchada —gruñó el Oso Asqueroso.

La Osa Temerosa pensó en comentar algo, pero no se atrevió. El Oso Ambicioso pidió silencio, mientras a su derecha la Osa Rencorosa mostraba los colmillos y a su izquierda el Oso Calamitoso se caía de la roca.

—Debemos resolver el problema de los osos —dijo el Oso Ambicioso cuando pudo hacerse oír otra vez—. Y el motivo de esta asamblea es escuchar propuestas para lograrlo.

El Oso Fastidioso ya estaba levantando la mano.

—Fácil —dijo en cuanto le dieron la palabra—. Usemos nombres de personas. El Oso Ignacio. La Osa Alicia. El Oso…

Los rugidos de indignación no lo dejaron seguir.

—¡No caeremos tan bajo! —protestaba la Osa Orgullosa.

—¡Nadie se conformará con tan poco! —repetía el Oso Pretencioso.

A partir de entonces, nadie esperó que el Oso Ambicioso le diera la palabra.

—¡Ya lo tengo! —rugió la Osa Ruidosa—. ¡Nombres de lugares! El Oso Atlántico, La Osa Australia

—¡No, de objetos! —rugió todavía más fuerte el Oso Escandaloso—. El Oso Trampolín. La Osa Escopeta

—¡Ni hablar! —rugió por dos la Osa Tumultuosa—. ¡Nombres de plantas! El Oso Orégano. La Osa Bromeliácea

El ruido, dentro de la cueva, llegó a ser ensordecedor. De nada servían los intentos del Oso Ambicioso, la Osa Rencorosa y, menos, el Oso Calamitoso, para crear orden. Algunos empezaban a rasguñarse y morderse, como si no fueran osos civilizados. Hasta que en medio de la cueva, alta, imponente, se alzó la Osa Pomposa y miró a su alrededor, con la vista justo por encima de las cabezas de los demás.

Poco a poco la algarabía se fue calmando, los osos y osas se sentaron otra vez, y el silencio volvió a la cueva. El Oso Ambicioso pensó que era su deber darle la palabra a la Osa Pomposa, pero estaba completamente afónico y lo único que pudo hacer fue señas con la cabeza.

—Estimados osos, estimadas osas —dijo pausadamente la Osa Pomposa—. Considero esta discusión de singular importancia, y particularmente valiosas todas las propuestas que se han dirimido hasta el momento. Sin embargo, y si los aquí presentes me lo permiten, debo observar que las ideas expresadas carecen de visión de futuro. Cada clase de nombre que se ha sometido al debate tiene un número limitado de posibilidades. Cualquiera de ellas que eligiéramos nos llevaría, ineludiblemente, a situaciones como la que padecemos hoy.

Algunos osos y osas ya estaban bostezando, pero en general la concurrencia se daba cuenta de que la Osa Pomposa tenía razón. Eso sí, seguro que podía decirlo con menos palabras. El Oso Nervioso fue el primero en perder la paciencia.

—¿Y entonces qué? —rugió mientras se tiraba de los pelos.

—Existe un recurso infinito —dijo la Osa Pomposa, sin apurarse—. Un recurso, y subrayo que es uno, solo, único, sin parangón en el universo.

—¿Cuál? ¿Cuál? —pidieron varios osos y osas.

—¡Ese recurso es el de los números! —dijo la Osa Pomposa—. Numeremos a las futuras osas y a los futuros osos, y así resolveremos nuestro problema hasta la eternidad.

Al principio hubo un silencio profundo, mientras los osos pensaban. El Oso Perezoso aprovechó para dormir una siesta. La Osa Cargosa quería protestar por algo, pero no se le ocurría qué. El presidente y sus ministros se miraron entre sí, y sin hablar descubrieron que a ninguno de los tres le disgustaba la idea.

—Yo digo que sí —anunció desde el fondo la Osa Presurosa.

—¡Yo dije que sí primero! —rugió el Oso Jactancioso—. ¡Aunque nadie me haya escuchado!

—Yo lamento decir que sí —gruñó la Osa Quejumbrosa.

Y de esta forma, poco a poco, los osos y las osas fueron dando su aprobación a la idea de la Osa Pomposa. Al rato, y porque el Oso Ambicioso seguía afónico, le tocó a la Osa Rencorosa anunciar que la decisión era unánime.

—Hubiéramos empezado por acá —dijo por último, sin poder contenerse.

Todos aplaudieron, rugieron, gruñeron y golpearon el piso para mostrar su entusiasmo. Todos, claro, menos el Oso Silencioso, que sólo movió la cabeza de arriba para abajo.

Un rato después, relajados y alegres, los osos salieron de la cueva al sol radiante de la tarde. Tan contentos estaban que hasta le quitaron la cadena al Oso Peligroso, que por esta vez no mordió a nadie.

Al poco tiempo nacieron dos hermanos. De acuerdo con la decisión tomada en la asamblea, los padres les pusieron por nombres la Osa Uno y el Oso Dos. Eran encantadores. Iniciaron una nueva época. Desde entonces, todos los osos vivieron felices por haber resuelto el problema.

Hasta que, mil quinientos años más tarde…

Los osos se fueron acomodando en la cueva. Había asamblea general. El Oso Once Millones Cuatrocientos Setenta Y Dos Mil Ciento Veinticinco, que presidía la reunión, gruñó para aclararse la garganta.

—Como todos saben —dijo—, los osos tenemos un problema.

Eduardo Abel Gimenez