Un Mosquito del Futuro

Filomeno era un mosquito del año 3006.

Vivía en la escotilla veinte mil, pasillo trigésimo, casilla dos.

Todo hecho de polietileno, con un cibermicrochip por motor, gravitaba sobre la atmósfera de su planeta Tie.

Mil años atrás, una explosión inmensa había volado la mitad de la Tierra. Era por eso que Filomeno sabía la historia a medias.

A falta de cielo, el planeta Tie se hallaba cubierto por una gran campana de espeso cristal que le daba la apariencia de una quesera. Como aquel cristal cambiaba su color, el mosquito había visto atardeceres verdes, naranjas, violetas brillantes, negros, a rayitas, a lunares…

Volaba sin sobresaltos hasta el día en que le dieron una tarea en la escuela. Debía investigar la vida de sus milenarios ancestros, los mosquitos terrestres.

No pudo dormir por trece noches de la impresión que le causó lo que leyó en la ciberteca:

“Los mosquitos terrestres tenían unas alas delicadísimas con las que volaban por sus propios medios. Frecuentaban lugares naturales: pantanos, ríos, lagos y bosques, porque en aquellos tiempos aún existía la naturaleza.

Las hembras mosquito picaban, mientras los machos sorbían el néctar de las flores. En aquella época los mosquitos tenían padres. Eran temidos en pandilla y los llamaban: “la Plaga.”

Filomeno no pudo esperar más para viajar de cuerpo entero al pasado.

“Será un viaje de estudios”, se dijo. “Tan sólo cuestión de segundos”, se repitió.

Antes de emprender su remota travesía la directora de la ciberteca lo obligó a firmar una nota.

Devorado por la ansiedad, leyó el papel con cara de mosquito entendido y lo firmó rapidísimo.

“¡Tanta vuelta para dar un vistazo hacia atrás!”, farfulló ante los ojos de plato de la directora, que lo mandó a volar.

Filomeno se estrelló en el pasado sobre el vidrio de un camión en movimiento y el golpe en su cabeza le hizo olvidar hasta el motivo de su viaje.

Intentó levantarse y un brazo metálico que recorría el vidrio lo expulsó.

Voló impulsado por el viento sobre una ruta desolada hasta que la combustión del escape de un auto lo depositó en la banquina junto a una lata de gaseosa. No pudo reconocer su propia imagen reflejada en el metal abollado. Sus alas sucias de smog se tornaban gris humo.

Trató de incorporarse pero una fuerza invisible lo atrajo hacia el suelo. No hubo caso. Aunque se esforzara por levantar vuelo seguía adherido al piso como una calcomanía de mosquito.

La fuerza de gravedad se convirtió en su peor pesadilla.

“¿Cómo logran volar los mosquitos terrestres?”, fue la primera pregunta que repicó en su cabeza. “Todo un misterio”, se dijo.

Tanto le gustaban las historias de misterio que reunió el suficiente coraje y se abrazó a un panadero. No a un hacedor de pan sino a uno de esos yuyos similares a copos de azúcar voladores que abundan en los campos de Buenos Aires. El ventarrón que arrancó al panadero de su cabo lo elevó en el aire. El yuyo entusiasmado planeó por primera vez en ala delta.

Descendieron suavemente sobre un charco. Mientras el panadero empapado apuntaba al sol para secarse, Filomeno flotaba enjuagándose las alas. En eso estaba cuando miró a su alrededor y quedó con la boca abierta de asombro porque reconoció a una larva, esos estuches que envolvían a los mosquitos terrestres. Pispeó a su alrededor y halló cientos.

Al cabo de una hora, Filomeno —fascinado— asistió al nacimiento de todos los frágiles mosquitos menos uno. El que estaba estampado debajo de su panza de polietileno se demoró un poco más en nacer. Ni bien emergió a la superficie confundió sus alas con las de Filomeno y se llevó el susto de su vida. No había tenido tiempo de imaginar que existieran mosquitos de polietileno.

Filomeno y el mosquito se vieron de frente como ante un espejo roto. El recién nacido lo picoteó por si se trataba de un juguete.

Filomeno logró recordar algunos sonidos de la antiquísima lengua mosquiterrense y le zumbó al mosquito que venía del futuro y que una fuerza invisible no lo dejaba dar ni una vuelta.

El mosquito —que era hembra— abrió sus ojazos, se rascó el único pelo de su cabeza y bajó el pico. Acto seguido extendió las alas y dio su primer vuelo.

En pocos minutos, regresó con la pandilla. Como nunca habían viajado en ultra liviano ensartaron sus picos en las alas de Filomeno, se elevaron espléndidamente y planearon bordeando las copas de los eucaliptos. Segundos después, descendieron en picada sobre un campamento.

Filomeno vio como un artefacto plástico con cinco extremidades unidas en un centro se defendió de “la plaga” en el aire. Con un grácil movimiento la pandilla le hizo un “¡Ole!”.

Arremetían a pique cuando un humo —desconocido por Filomeno— enrareció el ambiente provocándoles un ataque de tos que los dispersó.

Poco duró el planeo porque los mosquitos empezaron a caer como atontados.

Filomeno había cubierto a la hembra mosquito —especialmente— con la esquina de una de sus alas para impedir que la espantosa humareda la intoxicara.

La pandilla yacía sobre la hojarasca, agonizante.

El mosquito de polietileno no sabía mucho a cerca de la vida y la muerte; los cibermicrochips rotos se reparaban.

La hembra mosquito con lágrimas que se deslizaban por el pico le zumbó lo que había oído a cerca de los insecticidas.

Filomeno sorbió sus lágrimas y experimentó una especie de sabor a sal. No supo llorar. Aunque sintió por primera vez algo parecido a la pena y en el más absoluto silencio la abrazó como si empezara a quererla para siempre. Hubiera dado lo que fuera por convertirse —en aquel instante— en un mosquito terrestre.

La hembra mosquito lo arrastró hasta una hoja de roble. Allí, juntos, esperaron un milagro. Quizás —como en el cuento mosquiterrestre que ella le contó antes de dormirse— apareciera un hada mosquito y con un toque de su pico diera vida a Filomeno.

Un ruido crujiente los despertó. Amparado en su sombrilla de roble, Filomeno observó cómo unos extraños bichos —parecidos a los que había visto en el campamento— provistos de garras metálicas desmontaban el monte.

—¿Qué clase de bichos son estos? —le preguntó a la hembra mosquito.

—Humanos —le respondió.

Antes de que se ocultara la luna, ella le contó lo que sabía sobre las costumbres de aquellos bichos. Filomeno sintió algo similar a la rabia, su cibermicrochip parpadeó colorado y se apagó. Después de la rabia experimentó una sensación idéntica a la impotencia y quedó por un rato pálido de blanco. Conocía poco a poco la otra mitad de la historia.

Con la cara de un descubrimiento se dijo: “Viajar al pasado hace entender el futuro”.

Repentinamente, el cibermicrochip se puso verde flúo porque Filomeno recordó los ojos de plato de la directora y la nota que había firmado a vuelo de mosquito. “Ah… seee”, dijo en su idioma.

Sin entender ni jota de lo que decía, la hembra mosquito se quedó mirándolo con ojos de intriga. Hasta que él —en lengua mosquiterrense— se burló de la directora imitando su zumbido.

A la hembra mosquito no le causó ni media gracia lo que oyó y Filomeno se quedó mudo. Pensó en todo lo que había sucedido y se lamentó. Desde su estampada en el vidrio del camión no había hecho más que interferir en el pasado. Como lo hubiera hecho el protagonista de una película arcaica de ciencia ficción se preguntó: “¿Es posible viajar al pasado sin cambiar en el futuro?”

Si hay algo que saben hacer los mosquitos de polietileno es pensar. Pensar todo el tiempo. Y Filomeno pensó que lo mejor que le había ocurrido en su plástica vida fue viajar a la Tierra y conocer a la hembra mosquito. Después de unos segundos que pasaron como siglos, la miró a los ojos y lo más solemnemente que pudo le dijo:

—Está decidido.

—¿Qué? —zumbó la hembra frotando las alas de los nervios.

—Aunque que el sol me derrita, me aplaste la fuerza de gravedad, me derribe un artefacto de plástico, y hasta me corten con garras de metal, ¡ni loco vuelvo al futuro!

A la hembra mosquito le rodaron lágrimas por el pico pero de alegría. Filomeno la abrazó y por primera vez sintió algo muy diferente a la pena.

Epílogo:

No hubo futuro al que Filomeno pudiera regresar. Su viaje había cambiado tanto las cosas que, una mañana, se despertó contentísimo porque sus alas ya no eran más de polietileno. Eran pequeñas y delicadas. Las probó dando un tirabuzón que anunció su primer vuelo.

Creyó un milagro estar vivo. Un milagro hecho sin hada y sin querer.

Si hubo Tierra completa o no fue motivo de otro cuento.

Por aquellos días, pensar en una explosión les resultaba difícil.

Texto: Albana Morosi

Imagen: Paula Fränkel