—Uno, dos, tres… ¿Qué tenía que contar?
—¡Chicos, Saturnina, chicos! —dijo Merina enojada—. Me lo preguntaste un montón de veces.
—Ah, sí… pero ¿por qué chicos?
—Otra vez… porque los chicos cuentan ovejas y nosotras contamos chicos —le gritó al oído. Y Merina se envolvió con la luz de la luna, dispuesta a descansar.
Saturnina se acurrucó en la lana gruesa y encrespada de su hermana mayor y empezó a contar, en voz baja, para no despertar al resto del rebaño. Iba por el número 168 cuando una pregunta no la dejó continuar: “¿Por qué cada vez que los chicos no pueden dormir cuentan ovejas y no vacas o canguros o rinocerontes? Será porque… o a lo mejor…”.
—¡¡¡Merina, Merina!!! —sacudió a su hermana, pero Merina le devolvió un ronquido como única respuesta.
Confundida, Saturnina empezó a contar nuevamente, pero los chicos en vez de estar parados sin hacer nada, aparecieron en un paisaje desconocido para ella: una especie de lago gigante indeciso que avanzaba y retrocedía sobre un campo de granos de trigo molidos.
Y, ahí, en ese paisaje nuevo, contó:
—Un chico amontonando trigo molido; dos corriendo a un hombre con una caja colgada del hombro que grita “palito, bombón, helado”; tres recostados sobre pedazos de tablas de cerco en el lago indeciso…
Cuando, de repente, escuchó una vocecita:
—Chist, chist —la llamó un chico desde el agua.
—¡¿Me hablás a mí?! —le preguntó la oveja sorprendida.
—Sí, a vos —le contestó y estirando su brazo agregó—. ¿Por qué no venís a barrenar con nosotros?
Sin dudarlo, Saturnina estiró su pata y, al unir su pezuña con la mano del chico, el campo se transformó en playa y la noche se convirtió en día. Y la oveja pisó, por primera vez, la arena, jugó con la espuma del mar y se animó a barrenar olas chicas, medianas y grandes. Pero a la mañana siguiente…
—¡Maaa! Saturnina está como muerta —gritó Merina—. No se despierta, su lana chorrea agua, tiene unos círculos transparentes en los ojos y ¡está abrazada a una tabla! ¡Mamaaá! —gritó más fuerte.
Ese día, el desayuno les tocaba en un campo a cinco kilómetros de allí. El resto del rebaño había emprendido la marcha cuando Merina puso manos a la obra: primero, con una margarita le cosquilleó la nariz a Saturnina y después le tiró de los nudos del pelo como si fueran resortes, pero fue imposible despertarla.
Resignada, separó a su hermana de la tabla de barrenar, se la cargó toda mojada sobre el lomo y empezó a caminar: “¡Saturnina tenés que dormir de noche, no de día!”, la retaba, “Abrí los ojos o… ¡te tiro en el medio del campo!”.
Al atardecer, Roque, el cuidador de las ovejas, las reunió a todas y les dijo:
—Llegó la época de la esquila. ¡A cortarse el pelo chicas! Siete en punto las espero en la puerta del cobertizo. Por favor ¡puntualidad! —Y miró una por una a las ovejas.
—Escuchaste Saturnina, ¿no? —le preguntó Merina a su hermana—. Mañana tenemos que madrugar.
—Sí, a las siete, puntual como el gallo —aseguró risueña la oveja.
Pero Saturnina, encantada con su aventura en la playa, desoyó los consejos de su hermana mayor y, esa noche, decidió contar nenas moviéndose como sus amigos los cisnes (siempre le había fascinado observar sus bailes en el lago).
—Una nena bailando, dos… tres… cuatro… cin…
—Chist, chist —la interrumpió una nena mientras practicaba un grand plié.
—¡¿Me hablas a mí?! —le preguntó la oveja.
—Sí, a vos —le contestó la nena y, estirando su brazo con elegancia, agregó —¿Por qué no venís a bailar un pas de deux conmigo?
Sin dudarlo, Saturnina estiró su pata y… el campo se transformó en un salón de baile con espejos y una barra de madera. Y la oveja aprendió a hacer piruetas en el aire y a bailar en puntas de pie al compás de bellas melodías.
Pero a la mañana siguiente…
—¡Maaa! A Saturnina le creció una nueva piel de color rosa alrededor de la cintura y tiene algo en las pezuñas atado con cintas. ¡Está preciosa, mamaaá! —gritó Merina mientras movía el cuerpo de su hermana.
Entre los padres y Merina se turnaron para sostener a la oveja dormida mientras Roque le sacaba el tutú con lentejuelas multicolores y las zapatillas de baile para esquilarla. Curiosas, el resto de las ovejas formaron una ronda a su alrededor y, en voz baja, cuchicheaban: “¡En esa familia están todos locos de remate!”.
Cuando las estrellas y la luna se asomaron, Angora, la hermana menor de Saturnina y Merina, las desafió:
—¿Ustedes no saben cuál es el secreto?
—¿Secreto…? No, ¿cuál? —respondieron a coro las ovejas.
—Saturnina tiene que contar chicos, pero ¡que estén durmiendo! —dijo entre risas—. Todas las ovejas mayores lo saben… —Y se alejó con aires de sabihonda.
Merina se quedó con la boca abierta; y Saturnina exclamó: “¡Meee!“, y agregó, “¡Qué aburrido!”.
Pero ante la mirada seria de sus padres, se recostó panza arriba, clavó los ojos en el cielo y contó a regañadientes:
—Un chico durmiendo, dos chicos jugando, perdón, durmiendo, tres, 16…39… 72…
Al llegar a 999 (sólo sabía contar hasta ese número) volvió a empezar.
—Un chico durm… —Pero no terminó la frase porque con ese chico había alguien y… ¡estaban despiertos!
—Agustín ¿qué libro querés que te lea esta noche? —le preguntó su mamá.
—El de Saturnina, mami —respondió Agustín mientras estiraba su mano.
La oveja, agradecida, estiró su pata y… el campo se transformó en un dormitorio lleno de juguetes, con estantes repletos de libros y una mochila lista para ir a la escuela al día siguiente.
Sin dudarlo, Saturnina se acurrucó al lado de Agustín y se tapó con la frazada con dibujos de ovejas. En la penumbra de la habitación, Saturnina y Agustín, al escuchar la voz de la mamá que leía, se quedaron dormidos a las nueve en punto… sin contar y sin soplar.
—Y colorín colorado —dijo la mamá —, el cuento de la oveja Saturnina se ha terminado.
Texto: Laura Ferrari
Imagen: Marina Cuello