Pikin kiwi

Mi padre dice que si esto del pikin de los kiwis sigue así, en menos de un año podremos comprar una casa e irnos a vivir en ella. Dice que en la isla del sur es más barato, así que seguro iremos para allí. Por ahora seguimos alojados en la huerta, en el galpón grande, donde guardan el tractor. Tenemos una pieza y un baño. El capataz, Sam, nos dejó instalarnos cuando llegamos. Y ahí estamos.

No te lo dije todavía, pero yo vine a Nueva Zelanda desde las Islas del Delta. Vine con mi padre y con mi madre. Vine cuando ellos se quedaron sin trabajo y en casa estábamos pasándolo mal.

Un amigo de papá le dijo que aquí había trabajo para el que quisiera. Que si se trabaja en algo, y se trabaja en serio, se vive bien. También le contó que el clima es parecido al de nuestras islas, así que no nos costaría mucho acostumbrarnos. Por el idioma, dijo que no nos preocupáramos, que de última, sabiendo un poco de inglés, alcanza. Así que mi padre y mi madre resolvieron vender todo lo que teníamos en Puerto Bidondo –que no era mucho– y con la plata que sacaron de la venta compraron tres pasajes de avión y algunos dólares para los gastos de los primeros días. Y así nos largamos para acá. A probar suerte, como dice mi madre. Y aquí estamos, recogiendo los kiwis de esta huerta, cobrando por cada pack que llenamos con frutas.

Al principio yo no quería venir, pero al final vine. ¿Qué iba a hacer si me quedaba en Puerto Bidondo? ¿Irme a vivir con mis abuelos? ¿Vivir con mi tía y mis primos chiquitos? No tenía mucha opción: o me venía o me venía. Y me vine.

A veces extraño a mis amigos, sí, pero mi padre me dijo que en un año, después de que compremos la casa, iremos a pasar unas vacaciones al Delta, para ver a la familia y a los amigos. Así que es cuestión de esperar: hacer mucho pikin, mucho pack, ahorrar dinero, y esperar.

Mientras espero, además de ayudar en la huerta a mis padres, salgo de paseo por la isla. Casi todas las tardes, tomo la bicicleta y me voy a recorrer la costa.

Hay una zona alta donde la playa se corta como una rosca de chicharrones y se forma un gran acantilado. Me gusta ir ahí para sentarme a mirar el mar. Me gusta mirar cómo se forman esas nubes largas, blancas, que parecen dormir sobre la línea del horizonte, disputándole el color al cielo, que por aquí casi siempre está bien azul.

Días atrás, mientras estaba allí sentado, conocí a una niña maorí. Ella iba caminando por el borde rocoso del acantilado y llevaba a rastras, atado con una piola, a un animal que, primero, me pareció un pavo chiquito, pero después pude ver que no era, que era otro bicho distinto.

Cuando la niña se me acercó le pregunté qué animal era ese.

—¿Qué tienes ahí? —le dije, con un inglés bastante rudimentario.

—Un kiwi —contestó la niña, con otro inglés que, a mi oído, sonó tanto o más rudimentario que el que yo había traído del Delta.

Al principio pensé que la niña no había entendido la pregunta. Me quedó claro que ella había dicho “kiwi”. Pero para mí, un kiwi era una fruta; y yo le preguntaba por el animal. Luego iba a saber que los kiwis también son aves, pero en ese momento no lo sabía, y no entendí. Y como no entendí, quedé medio aturdido. Y así no supe cómo seguir charlando con ella.

La niña estuvo un rato dando vueltas con su kiwi, y se fue. En ese momento me quedé intrigado por saber qué animal era aquél, y por qué la niña lo llevaba atado.

Cuando volví a la huerta, les comenté a mis padres el encuentro. Sam escuchó la historia y me contó que los kiwis también eran aves. Dijo que en Nueva Zelanda primero existían las aves y después vinieron las plantas y las frutas. Hace unos cien años —contó Sam— los ingleses trajeron las primeras plantas de kiwi desde la China, y dieron a las frutas el mismo nombre que los maoríes daban a las aves, porque tienen algo parecido, ¿verdad?

Reparé en la forma oval de las frutas, y en su piel con pelos que parecen plumitas.

—¡Es cierto! —exclamé—. ¡Los kiwis se parecen a los kiwis!

Arriba de la mesa, sobre una servilleta de tela, había un kiwi de los del pikin de la tarde. Entonces tomé tres escarbadientes y los clavé en el fruto. Dos hacían las veces de patas, y uno quedaba como un pico. Lo paré sobre la mesa y le dije a Sam:

—Un kiwi haciendo de kiwi —. Y Sam se rió, y mis padres también festejaron la ocurrencia.

Esa noche, antes de dormirme, pensé en la niña maorí y en su kiwi. ¿Por qué lo llevaría atado como si fuera un perro? ¿Sería peligroso?

Días después, paseando por el acantilado, volví a encontrarme con la niña maorí. Tal como la vez anterior, la niña iba paseando su kiwi atado con una correa. La correa era una vistosa trenza tejida con hilos de muchos colores. Cuando se me acercó la saludé y ella me devolvió el saludo. Era la oportunidad para preguntarle por qué llevaba atado su kiwi.

—¿Cómo se llama tu kiwi? —le pregunté primero, porque pensé que era más cortés iniciar así la conversación.

Como si hubiera entendido que hablaban de él, el kiwi estiró la cabeza desde la bola de plumillas que formaba su cuerpo. Con un gesto tímido pero orgulloso, me enseñó su pico largo y curvado.

—Se llama Apterix —respondió la niña.

—¡Como el galo de las historietas! —repuse.

—¿Como quién?

—Asterix, el galo que lucha contra los romanos. Es el héroe de una historieta.

—No lo conozco —dijo ella—. No importa. Pero déjame aclararte que mi kiwi tiene una pe en lugar de una ese… Ap-te-rix —repitió, chasqueando los labios para adentro, haciendo sonar la pe, y recortando la palabra, como para que no hubiera dudas.

—Ap-te-rix —repetí yo, para que ella se diera cuenta de que había entendido y había aprendido el nombre de su mascota.

Todo esto lo hablábamos en inglés. Quizás no fuimos tan claros como ahora te lo cuento, pero palabras más, palabras menos, eso nos dijimos. Después nos quedamos un rato callados.

Yo observaba al kiwi tratando de descubrir por debajo de su cáscara de plumitas las formas de las alas. Pero no pude casi adivinarlas, y es que las alas —luego lo descubrí, cuando ella me las enseñó de cerca—, parecían dos pequeños muñones.

—¿Qué le ha sucedido en sus alas? —la había interrogado.

—Son así —respondió la niña. Tomó al kiwi en brazos y, mostrándomelo de cerca, dijo—. Los kiwi tienen unas alas tan chiquitas que ni se notan. Por eso no pueden volar.

—¿Y corre muy rápido? —le pregunté.

—Ni tanto.

—Y entonces, si no corre ni vuela, ¿por qué lo llevas atado?

La pregunta hizo que la niña me contara una larga historia. Así me enteré de que ella vive desde hace poco en esta zona de la isla. Sus padres abandonaron la aldea donde habitaban buscando un futuro mejor para ellos y para la pequeña. Así dijo: un futuro mejor. Ella no entendía eso de mejorar el futuro alejándose de su tierra y sus amigos, y por eso no quería salir de su aldea. Para convencerla, su padre le prometió que podría llevar un kiwi como mascota. La niña siempre había querido tener un kiwi, pues era su animal preferido. Así que, tras pensárselo un poco, aceptó la propuesta. El día de la partida, su abuelo le trajo a la niña el kiwi prometido.

Cuando el abuelo le entregó el kiwi a la niña, le advirtió que lo cuidara mucho. Que tuviera presente que los kiwis intentan volar aunque no puedan hacerlo, y que muy a menudo eso les cuesta la vida, pues suelen saltar desde las alturas y se estrellan contra el piso. También le dijo que su kiwi era un macho, y le explicó que son ellos los que empollan los huevos que ponen las hembras, así que, si en algún momento lo juntaba con una hembra, tenía que prepararle un nido para empollar. Entonces la niña le preguntó a su abuelo si en el lugar al que iba con sus padres había hembras de kiwi. El abuelo no supo qué responder, y la niña no preguntó más.

Desde que vive en esta zona de la isla, no encontró ninguna hembra de kiwi, así que nunca tuvo que construir un nido para Apterix. Pero como ahí está el acantilado, me dijo, y señaló hacia abajo, hacia el mar, ella tiene que cuidar que el kiwi no intente volar. Por eso —terminó de explicarme— cuando sale de su casa le pone al kiwi la correa de trenza, pues le da miedo que vaya a tirarse para abajo, intentando un vuelo para el que no está preparado.

¿Por qué será que si los kiwis no pueden volar, igual lo intentan? Eso me quedé pensando luego que la niña me contó toda aquella historia. Pero no le pregunté nada, porque me pareció que hablar de su kiwi, su abuelo y su aldea, la había puesto un poco triste, así que cambié de tema y me puse a contarle de la huerta y del pikin. También le conté algo del Delta, y de unos animales parecidos al kiwi pero mucho más grandes, que se llaman ñandúes. Después le hablé de mi ciudad, Puerto Bidondo, que tiene un muelle viejo y un muelle nuevo sobre el río, que en realidad no es un río sino muchos ríos juntos que se desparraman entre un racimo de islas antes de llegar al mar. Quise decirle que eso se llama delta, pero no sabía la palabra en inglés, así que no lo dije, y creo que al final ella quedó confundida sobre qué demonios era El Delta donde yo vivía.

Cuando volví a la huerta les conté a mis padres la historia de la niña. Como Sam andaba por ahí, le pregunté si él sabía por qué los kiwis intentan volar cuando no pueden hacerlo.

Sam me explicó que eso, seguramente, es una cuestión de instintos. Los kiwi tienen unas alas que no les sirven para volar, dijo, pero que no dejan de ser alas… ¿verdad? Entonces, teniendo alas, deben tener el mismo instinto que todos los pájaros, y eso los lleva a querer volar. Cuando lo intentan, no pueden hacerlo. Pero igual no dejan de intentarlo, pues el instinto es como una necesidad… ¿verdad?… “Es como un sentimiento muy fuerte”, terminó diciendo Sam.

Aunque no podía contestarle si eso era verdad o no, creo que entendí algo de lo que Sam me explicó. Y creo que entendí por qué la niña maorí ataba a su kiwi como lo ataba. Seguro que si Apterix no encontraba una hembra con la que empollar, iba a querer volver a su aldea. Y para eso iba a intentar volar. Y si se tiraba por el acantilado terminaría aplastado contra las rocas de la playa, o ahogado en el mar. ¿Puede ser tan fuerte su deseo de volar como para que termine matándose? El deseo de mantenerse vivo, que, supongo, también es un instinto: ¿no debería evitar que el kiwi se mate intentando cumplir su otro anhelo, el de volar? Te lo pregunto para saber qué dices de esto, pues a mí me trae un poco confundido.

Y hablando de confusión, fíjate cómo termina esta historia.

Ayer de tarde volví a encontrarme con la niña maorí y su Apterix. Iba paseando con mi bici por el acantilado cuando la vi. Allí estaba ella, igual que las veces anteriores, llevando su kiwi a rastro, atado con la correa de trenza.

Como yo me había quedado pensando en eso de los instintos, y los deseos, y los anhelos de volar, le repetí a ella las preguntas que acabo de hacerte. La niña maorí se quedó callada un rato largo. Estaba como pensando, o recordando, o quizás soñando con los ojos abiertos… no sé.

Pero después hubo un momento, fue como un flash, fue como si la hubiera tocado un rayo: se levantó y me dijo que soltaría al kiwi. Que de última, a él le correspondía decidir si era mejor seguir vivo sin volar, o volar sin seguir vivo. Así dijo, tajante, definitiva.

Terminó de decir eso y desató la correa del cuello del animal.

El kiwi salió caminando, despacio, picoteando en el suelo aquí y allá. La niña se dio vuelta y se fue. Yo dudé qué hacer, si quedarme a vigilar que el kiwi no fuera para el lado del acantilado, o seguirla a ella, acompañarla adonde fuera que fuese.

Al final hice esto último. Me subí a la bicicleta y me le acerqué. Ella iba caminando con la cabeza agachada. Yo daba pedal despacito. Anduvimos un tramo así, en silencio, hasta que ella se echó a correr por un camino que arrancaba desde la carretera hacia arriba, para el otro lado del mar.

No quise seguirla. Tampoco quise mirar hacia atrás, hacia donde habíamos dejado al kiwi.

Hoy he vuelto a ir a esa zona del acantilado pero no encontré a la niña maorí. Lo que sí encontré, tirado al costado de la carretera, fue la trenza de colores. La recogí y la enrollé en el manubrio de la bicicleta, atándola con una moña que, cuando voy andando rápido, parece aletear como un pájaro.


Germán Machado Lens