Un Día para Celebrar

El extraño de turbante y chaquetón plagado de estrellitas llegó con el amanecer. Los del pueblo salieron a hacer sus cosas y se lo toparon en medio de la plaza, de pie en lo alto de su baúl. Los miraba como si los hubiera estado esperando. De hecho, los había estado esperando y cuando todos se acercaron, comenzó a vociferar:

—Soy el famoso Doctor Benjamín Visionario, un iluminado, un oráculo viviente —. Y como su presentación no causó ninguna reacción, agregó:— Recorro el planeta respondiendo las preguntas y consultas de todos. De todos los que tienen algo que preguntar y consultar.

Sólo entonces, los ojos del público que se había duplicado, triplicado, se abrieron como huevos fritos. Pero aún quedaba más por oír:

—Mis respuestas han acallado las dudas de reyes, gobernantes, astrónomos, sabios, hechiceros, religiosos, pastores y sirvientes. Así salvé vidas y curé males incurables, guié hasta tesoros y astros desconocidos, até corazones y arreglé amores, evité guerras e inspiré victorias, espanté fantasmas y exorcicé demonios… Todo y mucho, mucho más, por lo que el cliente considere pagarme.

No quedó nadie que, convencido hasta el tuétano por la oferta, revisara sus bolsillos o fueran hasta sus casas a conseguir las monedas para contratar el servicio. Como en todo el mundo, en ese pueblo rodeado por altas montañas hasta los niños de pecho tenían preguntas que hacer, dudas que consultar, respuestas que nadie les había dado.

Y ya el Doctor Benjamín Visionario tenía delante una larga fila de pueblerinos. Sentado sobre el baúl que antes había sido su estrado, escuchaba interrogantes. De todo calibre y tenor: ¿Cómo hago que ella me quiera? ¿Es redonda la Tierra? ¿Qué pasa si no le pongo levadura a las medialunas? ¿Planto papa o maíz esta temporada? ¿Cuál nombre elijo para mi séptimo hijo? ¿Cómo evito que me roben las flores del jardín en las noches? Todos hallaron contestación.

Así se pasó la jornada, tan llena de signos de interrogación, a los que el autoproclamado iluminado calmaba con sus respuestas. Y mientras se iban calmando los picores de las dudas, algunas históricas, su bolsillo se fue llenando de monedas. Cuando la noche se adueñó de esa parte del universo, aún seguía respondiendo, pero ahora lo que recibía a cambio se apilaba a sus pies en decenas de bolsas.

Ya quedaban pocos clientes cuando se produjo la tragedia que condenó a todos. Fue el turno de preguntar de una niña. Acababa de salir de misa y luego de oír una encendida prédica del párroco, con angustia le consultó al Doctor Benjamín Visionario:

—¿Cuándo será el fin del mundo?

El oráculo viviente la miró. No se esperaba semejante cuestionamiento. Pero para que no quedaran dudas de que ninguna consulta podía apabullarlo, le respondió:

—Será al final de una de fiesta.

Los que lo oyeron se horrorizaron. Muchos perdieron las ganas de hacer su pregunta y, en cambio, se fueron casa por casa a comunicar aquellas palabras. Y cuando el Doctor Benjamín Visionario partió con su baúl sonando por el entrechocar de las monedas recaudadas, el pueblo era presa de un miedo espantoso.

Esa noche hubo junta de vecinos. No faltó nadie. Si el mundo terminaría luego de una fiesta, entonces la solución era sencilla: prohibir festejar. Y luego de que todos votaron unánimemente por esa moción, el concejo de ancianos e ilustres la ratificó por ley. So pena de muerte para el que no la cumpliera.

Los efectos de la medida no se notaron en lo inmediato. Pero con el paso de los meses algo había cambiado y, con el de los años, aquella gente se volvió gris, silenciosa, parca, triste… porque el temor al fin del mundo fue reemplazado por un miedo ancestral a celebrar.

***

Pasaron siglos. El Doctor Benjamín Visionario y quienes aquel día fueron sus clientes en ese pueblo eran cenizas en sus tumbas.

María Nieves llegó siguiendo un mapa que no había trazado: era una trotamundos que, en su constante ir y venir, había oído de ese rincón hundido en un valle y de sus extraños habitantes. Quería confirmar con sus ojos si era un mito. Pero no.

Aquella gente, que ni la notó, hacía mucho que había dejado de cantar y bailar al final de cada cosecha. De brindar por la memoria de los muertos. De honrar a sus héroes. De esperar en familia el inicio de cada año. De saltar de alegría por la fortuna, la propia y la ajena.

Nacimientos y casamientos eran recibidos como algo que simplemente ocurría, sin que nadie osara siquiera exclamar un deseo de buena suerte, larga vida, felicidad. Nadie celebraba cumpleaños, por lo cual ninguno sabía qué edad tenía. Sin navidades, desconocían el sabor del pan dulce y el turrón. El carnaval se consideraba algo pecaminoso, sin sentido y encima, peligroso para la creación.

Nadie se saludaba por miedo a que un “buenos días” demasiado exclamado fuera tomado como un festejo. Nunca se contaba un chiste, por los efectos destructivos que podrían acarrear la risa o el buen humor. Silbar o tararear una canción podría tentar a la alegría y por eso, las casas, calles y campos eran silenciosos cementerios.

Eso le produjo pena y lástima. Sobre todo porque de su trotar mundo había conocido la risa, el baile, la música, el beso, la caricia, las lágrimas de felicidad, los abrazos de amistad y no de condolencias… Tantas manifestaciones comunes a los diferentes pueblos y que constituían la gran cosecha de su aventura.

Entonces, de pie en medio de la plaza, como alguna vez lo estuvo el Doctor Benjamín Visionario, comenzó a parar a los que pasaban para contarles que, fuera de ese valle, la gente se expresaba, celebraba y que el mundo no se les venía abajo.

Por supuesto que intentaron callarla y hasta amenazaron con encerrarla por incitar al incumplimiento de una ley. Hizo como que hacía caso y, cuando volvió a la casa donde se alojaba, se puso a organizar una fiesta para demostrarles en la práctica lo que les había dicho.

Pero antes, hizo correr el comentario de que algo importante sucedería esa noche en medio de la plaza. Entonces, se encerró en la cocina a preparar todo tipo de comidas. Llenó decenas de jarras con bebidas. Mientras, ensayaba las muchas melodías que se le habían pegado de escucharlas en los pueblos y ciudades en los que estuvo.

Cuando se hizo la hora, la parte del pueblo que se sintió picada por la curiosidad se acercó a la plaza. Ahí, para su horror hallaron una larguísima mesa servida: en los platos había decenas de manjares salados, dulces, agridulces; las copas, rebosaban de jugos y espirituosas. Les dio pavor ver que de los postes colgaban guirnaldas y lamparitas de todos colores. Cundió el pánico frente al letal montón que a un lado formaban caretas, antifaces, serpentinas, bolsitas con papel picado, cornetas y matracas.

María Nieves los esperaba sentadita a la mesa. Y para repulsión general, los recibió con una sonrisa y los invitó a probar la comida y lo que había para beber. Como nadie se animó a hacerlo y mientras ya daban aviso a la autoridad, ella comenzó a comer. Entonces, levantó una copa y dijo:

—¡Salud!

Algunos se taparon los ojos, otros se cubrieron rostros y cabezas, muchos hasta gritaron muertos de susto. Y como entre ellos estaba el cura, a su orden terminaron rezando de rodillas, pidiendo clemencia mientras esperaban el fin.

Pero, nada, nada pasó.

Ya la autoridad estaba en el lugar, dispuesta a apresar a aquella rebelde. Pero María Nieves comenzó a canturrear una de sus melodías y los gendarmes se congelaron. Ellos también cayeron de rodillas cuando se puso a bailar.

Ya sin dudas se acercaba el acabose, cuando… nada, nada ocurrió.

Fueron los niños quienes se animaron. Comenzaron a moverse como lo hacía María Nieves y a copiar con sus voces aquel canto que les cosquilleaba las gargantas. Y mientras sus padres pasaban del reto a imitarlos, otros se sentaron a la mesa y antes de probar bocado se dieron el placer de entrechocar copas y brindar.

En un momento se quedaron quietos y en silencio, aguardando lo que en sus mentes creían sucedería al final de los tiempos. Y nada, nada malo sucedió.

María Nieves se lanzó a repartir caretas, antifaces, serpentinas, bolsitas con papel picado, cornetas y matracas. Contó uno, dos, tres y el ruiderío fue insoportablemente vivo, alegre, novedoso. Hasta el párroco se había sumado a la fiesta e invitaba a ser parte los que aún no se animaban.

Fue ahí cuando algo sucedió. Un viento sorpresivo y frío heló aquellas almas y, en lo alto, arrastró una nube negra y gorda hasta tapar la luna. La noche se tragó todo y se hizo el silencio. Si bien la miraron resignados, no le guardaban rencor: ellos también eran culpables de lo que estaba por ocurrir.

El silencio duró hasta que María Nieves lo rompió retomando su melodía. Y fue ahí que la nube siguió su camino y la Luna volvió a iluminar la plaza, el pueblo, aquella parte del planeta. Entonces, los demás se plegaron al canto, volvieron a comer, beber y bailar.. Con tanta pasión que ni notaron cuando ella dejaba el pueblo y retomaba su vagabundear.

Desde entonces, en aquel pueblo celebran sin temor. Nacimientos, casamientos, navidades, años cumplidos, cosechas, nuevos amores, viejos amigos, esperados triunfos, sorpresivos logros, la llegada del día, el término de la jornada… Festejan hasta cuando no hay excusa para hacerlo.

Y cuando alguien recuerda la amenaza del fin del mundo, siempre hay uno que retruca:

—Cuando llegue, si es que llega, nos encontrará aquí, felices y festejando.

Fabián Sevilla