Los Domingos de Anacleto

Anacleto va muy apurado. Si tiene suerte, podrá llegar a su casa sin encuentros molestos. Ya está cerca. Pronto se sentará a leer su libro preferido, mientras toma un tecito de rocío lo más tranquilo. Pero está nervioso, y con cada ruido que suena por ahí le sucede eso que le sucede siempre que se asusta. Y hasta que no se tranquiliza un poco, no puede seguir caminando.

—¡Hola, Anacleto! —saluda el pulgón Tobías, descolgándose de una hoja.

—Hola, Tobías… —responde Anacleto sin mucho entusiasmo, tratando de alejarse del director técnico del Bichingo Sports.

Pero es tarde, porque ya están rodeándolo todos los jugadores del equipo.

—¡Hola, Anacleto! —exclaman a coro.

—Hola… —suspira él, que sabe lo que van a pedirle.

¡Todas las semanas lo mismo! Ya está cansado. Entiende que lo necesitan. Pero también sabe que a ninguno le importa mucho cómo se siente después.

—Mirá, Anacleto, vos sabés que el domingo tenemos que jugar con el Bichiclub… —empieza a decir Tobías, balanceándose en un pastito.

—Sí… —suspira él

—Y también que sin vos… no podemos jugar.

—Bueno, sí, pero…

—¡Dale, Anacleto! ¡Jugá! —corean los Bichingos —¡No seas egoísta!

—Dependemos de vos, ya sabés. No podés desilusionarnos… —añade Tobías.

—Es que… después, yo… me siento muy mal… Y nadie piensa más en mí cuando termina el partido.

De atrás de una margarita sale Sabrina, la bichita más linda de toda Bichovilla. Tiene puesta la camiseta del Bichingo Sports y agita cuatro banderines con el escudo del club. Como estuvo practicando saltos y cantitos para alentar a los jugadores, está un poco sofocada… Pero más bonita que nunca, piensa Anacleto.

—Hola, Anacletito… —suspira ella; le gusta hablar así, como si estuviera por desmayarse.

—Ho… ho… hola —tartamudea Anacleto, que si pudiera cambiar de color estaría réquetecolorado.

—¿Verdad que vas a estar con nosotros el domingo?

Anacleto sabe que está perdido.

—Sí, sí, claro —contesta antes de darse cuenta.

—¡Viva Anacleto! ¡Viva el Bichingo! ¡Viva Sabrina! —gritan todos, que saben muy bien quién lo convenció.

Cuando llega a su casa, Anacleto piensa que, de nuevo, está haciendo lo que no quiere hacer. Pero nunca puede decirle “no” a Sabrina. Por más que, después, ella ni lo mire hasta el otro domingo.

—¡Bicho tonto! —dice mirándose en su espejo de chapita.

—¡Bicho tonto! —repite al tomar su sopa de yuyos.

—¡Bicho tonto! —murmura mientras se tapa con su frazada de pétalos y se duerme.

Y así sigue tratándose el resto de la semana.

El estadio está llenísimo. De un lado, los fanáticos del Bichingo Sports. Del otro, los del Bichiclub. En las tribunas de pasto trenzado, Sabrina revolea el flequillo y las banderitas.

Arriba de un hongo se instalan los relatores, Tito Firulete y Pipo Enroscado, dos caracoles viejos y rezongones. Mientras esperan que empiece el partido, los del Bichiclub cantan:

Agarráte bien, Bichingo,

que vas a ver lo que es bueno…

Como todos los domingos,

vas a sonar como el trueno.

Y los del Bichingo les responden:

Hagan menos alboroto,

manga de bichos bandidos,

que van a salir todos rotos

cuando termine el partido…

Los capitanes de los equipos se saludan y el gusano Toribio Liso sopla el silbato, marcando el comienzo del partido.

Entonces Anacleto empieza a sentir el susto de siempre.

Y enseguida, ¡páfate!, le pasa eso que le pasa cada vez que se asusta.

Y por eso, justamente, es que lo buscan los del Bichingo.

El esqueleto se le frunce, se le juntan la cabeza y la colita, y queda réquetelisto para jugar.

O mejor dicho, para que jueguen con él.

Porque Anacleto, el bicho bolita, juega de pelota.

Y allá va el pobre, patada va, patada viene, de un arco al otro.

—¡¡¡GOOOOL!!! —gritan los de un lado.

—¡¡¡GOOOOL!!! —aúllan los del otro.

A Anacleto lo único que le importa es que termine el partido, y le da igual quién gane.

Nunca ha tenido alma de deportista. A él, lo que de verdad le gusta es pasear por lugares húmedos y oscuros, pensando versitos para decirle a Sabrina. Aunque nunca se anime a hacerlo.

También le gusta quedarse muy tranquilo en su casa, tomando rocío con pajita y leyendo.

Pero no le gusta nada que le digan “egoísta”, o que lo miren con cara de enojo, sobre todo si la enojada es Sabrina.

Pensando en ella se afloja un poquito. Uno de los jugadores se da cuenta, y creyendo que pueden quedarse sin pelota, le pega una patada bien, pero bien fuerte.

Anacleto sale disparado por encima de las tribunas y ¡pláfate!, cae a la orilla de un charco. ¡Cómo se embarra, el pobre! ¡Cuántas palabrotas piensa!

Los jugadores de los dos equipos vienen corriendo y se lo llevan de vuelta para la cancha. Mientras esperan que se reanude el partido, Tito y Pipo dicen que nunca han visto pelota más inútil, ni jugadores más lerdos. Les encanta criticar a todos, por más que solo saben jugar a las damas.

Al fin se termina el partido. El Bichingo gana por dos goles contra uno y todos los fanáticos cantan a grito pelado:

Les ganamos otra vez,

qué pena nos dan, queridos,

traigan mejor un ciempiés,

para ganar los partidos…

Sabrina se va a los saltos, muy apurada y sin despedirse. Y Anacleto se endereza como puede. Le duelen la espalda y la cabeza, está lleno de barro, con las antenas caídas, todo mojado y, para peor… ¡solo!

—¡Bicho tonto! —rezonga muy fastidiado— ¡Siempre lo mismo!

Y emprende el camino a su casa, un poco rengo y tristísimo.

De pronto, escucha algo y le agarra el susto de siempre. Pero medio segundo antes de hacerse bolita ve de dónde vino el ruido… ¡y el miedo se le va volando! Porque es Sabrina que llega, a los saltitos, con un botiquín de primeros auxilios.

—Hola, Anacletito… —le dice con su voz suavecita y mimosa— ¿Querés que te cure?

—¡Claro! —chilla Anacleto, enderezando las antenas y la espalda.

Mientras ella le pone curitas y le prepara un té de yuyos con aspirinas, Anacleto se siente mucho mejor… ¡y muy, pero muy feliz!

Y recita —para adentro— estos versitos:

Ya no quiero aspirinas,

ni una friega con alcohol,

quiero un beso de Sabrina

y pasear con ella al sol…

¡Seguro que un domingo de éstos se anima y se los dice en voz alta!

Texto: Olga Appiani de Linares

Imagen: Verónica Hachmann