El Libro de Piedritas

Esta historia es verídica. Ya sé que así comienzan siempre las historias fantásticas. La diferencia es que esta es verídica de verdad.

Vivo con otros veinte gatos en la buhardilla de un edificio muy viejo de la calle Gaitán, en el barrio porteño de Parque Avellaneda. Hace más o menos bastante tiempo, pero no mucho, escuchamos golpes en la puerta. Los gatos no tenemos la costumbre de acudir haciendo alboroto como hacen los perros. Así que no hicimos nada. Después, como los golpes se hicieron cada vez más insistentes y más estruendosos, nos escondimos.

El extraño que golpeaba la puerta se cansó de golpear, pero en vez de irse, como hubiera hecho cualquier extraño, entró sin que nadie lo invite a pasar.

Escuchamos sus pasos en el zaguán, después escuchamos el rechinar de la puerta cancel. Oímos sus pasos más claramente cuando cruzó el vestíbulo y más todavía cuando avanzó por la sala. Pero cuando empezó a subir por las escaleras, se nos erizó el pelo de la cola a la cabeza. Ninguno de nosotros se movió un solo milímetro de su escondite. Nos quedamos silenciosos, con los pelos parados, los bigotes parados, las orejas paradas y los ojos parados… ¡no, los ojos los teníamos abiertos! Bien abiertos. Por desgracia, nuestras colas estaban totalmente fuera de control. A los gatos siempre se nos descontrola la cola.

Cuando el desconocido llegó a la buhardilla, descubrimos que era un hombre alto, con la cara borroneada y sucia… Bueno, estábamos muy seguros de que era alto, pero no tan seguros de que tenía la cara borroneada y sucia, porque lo espiábamos a través de unos lienzos llenos de polvo y telarañas.

El señor alto tenía el pelo gris, la ropa gris y una valija gris. Era todo gris, igual que cinco de los gatos que viven aquí. Enseguida presentimos que era extranjero. Cuando me descubrió y me habló, supe que venía de alguna región pantanosa de Australia: traía una cucaburra sobre su hombro izquierdo. Esto provocó gran interés felino. Muchos salieron de sus escondites para observarla de cerca. La cucaburra se espantó al verse rodeada de gatos y voló hasta el lugar más alto de la buhardilla. No quiso bajar por nada del mundo. Finalmente, se fue por la ventana.

Cinco de nosotros saltamos sobre un sillón para que el extraño viera que había lugar donde sentarse. Notamos que era una persona triste y melancólica. Cuando suspiraba, toda la habitación se llenaba de moho. Su traje despedía algo invisible que nos hacía estornudar.

—Vendo biblioratos —nos dijo.

Reconozco que no fui muy amable cuando empiné el hocico y le dije:

—¿Y para qué queremos nosotros más biblioratos? En este lugar tenemos montañas de biblioratos, con papeles de todos los colores y de todos los olores, llenos de datos olvidados hace rato. Como usted ve, no son biblioratos lo que nos falta a los gatos.

El hombre observó en silencio los ojos encendidos de los demás gatos que iban asomando las cabezas por detrás de las pilas de biblioratos. Luego, me miró fijo y me contestó:

—No sólo vendo biblioratos. Puedo mostrarle un libro engrasado que tal vez le interese. Lo cambié por un daiquiri en La Floridita.

Abrió la valija gris y lo puso sobre la mesa. Era un mamotreto antiguo, encuadernado en tela acolchonada. Yo no pude resistir la tentación. Salté sobre él y me afilé las uñas hasta dejarle unos cuantos enganches y agujeritos. El señor no me retó. Eso me pareció muy raro.

Se notaba que el libro había estado en muchos lados y lo habían toqueteado muchas manos. Tenía olores de casi todos los rincones del mundo: olor a tierra, a arena, a musgo, a sal, a río, a nieve, a rocas, a coníferas, a palmeras, a juncos, a papiros, a manos negras, amarillas, rojas, rosas, aceitunadas, pálidas, peladas, peludas, bronceadas, a uva, a damasco, a vainilla, a azafrán, a pimienta, a monos babuinos, a oso polar, a cebra, a canguro, a camello marroquí, a elefante de Sri Lanka (que antes se llamaba Ceilán y mucho antes, Heladiva).

En el lomo, el libro decía: Escritos Grasosos y debajo, Estambul.

—Me parece que es del siglo quince —opiné.

—No tengo la menor idea. Nunca lo averigüé —me contestó el hombre gris y lo abrió en una página elegida al azar. El papel estaba muy gastado y los números de las páginas impares no coincidían con las pares. Por ejemplo, después de la página cinco mil uno venía la página ciento cuarenta y seis y cosas así. Era un libro terriblemente desordenado. Fue en ese momento que el extraño señor me dijo:

—Mírelo muy bien ahora, porque después no volverá a ver lo mismo jamás.

—¡A la pucha! —dije y miré de reojo a mis compañeros que estaban locos de curiosidad. Ellos no tenían cara de entender mejor que yo eso que había dicho el hombre acerca del libro.

—Ya miré muy bien estas dos páginas, señor —le dije—, ahora cierre el libro, si quiere. Estoy seguro de que podré encontrarlas sin su ayuda.

El hombre me hizo caso, pero yo nunca pude volver a encontrar esas páginas que había visto. Para disimular el papelón, me hice el gracioso:

—¡Ah!, por eso le pusieron ese título, ¿verdad? Se llama Escritos Grasosos porque se escurren del lector como un pan de jabón entre las manos, ¿no es cierto?

—¡No! —gritó el hombre gris. Todos los gatos nos espantamos. Yo retrocedí. Pero él se acercó a mí y me contó al oído —. Se lo compré a un turista que no sabía leer y les tenía miedo a los libros. Yo no entendía muy bien el idioma que hablaba ese turista, pero me dijo algo así como que este libro era muy secreto y que él ya no quería guardarlo, que el verdadero título de este volumen era EL LIBRO DE PIEDRITAS y que tanto el libro como las piedritas eran infinitos.

Al principio no le creí. En realidad, no le entendí y arañé el libro por todas partes. Lo abrí y lo cerré como mil veces. Pero siempre ocurría lo mismo: nunca volvía a encontrar las mismas páginas y las letras impresas comenzaban a despegarse y se inflaban hasta quedar del tamaño de un terrón de azúcar blanca. Después que todas hacían lo mismo, reventaban de una sola vez en millones de pedacitos y se quedaban quietas, como piedritas de sanitario para gatos. Yo las probé y tuve que reconocer que eran muy absorbentes. Eran excelentes piedritas para sanitario.

A partir de ahí, todo fue cambiando. Nosotros, que ya llevábamos tiempo en la buhardilla, de pronto recordamos las caricias y las comodidades a las que nos tenía acostumbrados nuestro viejo dueño. Nos dimos cuenta de que lo extrañábamos un horror. También recordamos su rostro, que casi habíamos olvidado. Volvimos a ver esa cara flaca y llena de risa y hasta lo escuchamos decir:

—¡Vengan mis chicos!, ¡aquí tienen su baño bien seco y limpito!

Quizás no lo sepan, pero un baño seco y limpio es un tesoro para un gato.

Todos ronroneamos de amor y nostalgia. Nos acordamos de aquella noche, cuando nuestro dueño se durmió en el sillón y se enfrió hasta helarse como el mismísimo invierno. También, recordamos cómo nos asustaron las sirenas y esas personas vestidas con piyamas verde esmeralda corriendo por las escaleras. Recordamos que tocaron la cara y las manos de nuestro dueño y que una de esas personas le puso sobre el pecho un objeto chistoso, que tenía un extremo de metal y otro con unas mangueritas de goma. Esa persona se colocó las mangueritas en las orejas, se quedó como oyendo un ratito y dijo “no” con la cabeza. Entonces, entre todos levantaron a nuestro querido papá humano y se lo llevaron. Nunca lo regresaron. Nos quedamos sorprendidos, esperándolo. No sabemos qué pasó. Nadie se molestó en explicarnos.

—Señor —le pregunté al hombre completamente gris—, ¿por qué un vendedor de biblioratos nos ofrece este libro tan raro a mí y a otros veinte gatos que nos quedamos sin dueño hace rato?

El humano todo gris comenzó a hablar de algo de lo que nunca antes nos habían hablado:

—Dicen que el espacio es infinito —dijo—. Eso quiere decir que no empieza ni termina en ningún lado, o que empieza y termina en cualquier parte.

—Me estoy mareando —maullé.

—Si el espacio es infinito, el tiempo también —siguió diciendo el hombre—, porque el tiempo y el espacio van siempre de la mano.

A medida que escuchábamos esas palabras, nuestros bigotes se iban poniendo tensos como antenas de radio.

El humano gris siguió explicando:

—Si el espacio es infinito, estamos en cualquier lugar y si el tiempo es infinito, estamos en cualquier momento, tanto para terminar como para comenzar.

—¿Entonces? —lo apuré con mi ansiedad felina.

—¡Ay, minino! —suspiró el hombre absolutamente gris—. El espacio es infinito, pero yo no tengo ningún lugar. El tiempo es infinito, pero yo estoy cansado de andar.

Todos los gatos nos miramos con preocupación. El extraño nos dijo:

—No vine a venderles nada. Entré porque los escuché maullar.

—¿Y el libro de piedritas infinitas? —le pregunté.

—Estaba seguro de que les iba a gustar.

—¿Por qué?, ¿cómo sabía que nos iba a gustar?

—Bueno, es que alguna vez yo tuve un hogar y muchos gatos, por eso los conozco bien.

—¿Y qué pasó con su hogar y sus gatos? —quise saber.

—Los perdí hace tanto, que ya no sé —respondió él, tan pero tan gris, que en ese instante me sentí valiente y le pregunté:

—¿A usted le gustaría vivir aquí, en nuestra buhardilla y ser nuestro nuevo papá humano y cuidarnos y mimarnos?

Los veinte gatos asomaron todo el cuerpo de entre los biblioratos. El extranjero sonrió y soltó un suspiro muy largo. Después, abrió el libro en cualquier página y lo apoyó sobre el piso de madera. El mamotreto repitió su encanto legendario. Las letras impresas se despegaron de las hojas, se inflaron y reventaron en un millón de piedritas blancas. El hombre se quitó el abrigo, se acomodó en el sillón y con una enorme sonrisa nos dijo:

—¡Vengan mis chicos!, ¡aquí tienen su baño bien seco y limpito!

Desde entonces, todo volvió a ser tibio y amoroso en nuestra vieja buhardilla de la calle Gaitán.

Alejandra Erbiti