Parados a la Orilla

Desde que Juan vio por primera vez a Camila, no dejó de pensar en ella. Pero no sabía cómo hablarle; cada vez que quería decirle algo se quedaba sin palabras.

Además de su timidez, lo separaba de ella un río. Para los adultos, no era más que un arroyo en medio del campo. Pero para Juan era caudaloso como el Nilo, que había visto en una foto de su libro de lectura.

Le habló a Palito de sus dudas, pero el perro negro y escuálido lo miró de reojo y siguió caminando a su lado. Pensó en contarle a su hermano mayor, pero tuvo miedo de sus burlas.

Una tarde se acercó a su madre que estaba sentada a la sombra del paraíso. Pero ella lo atajó:

—¿Me esperás un ratito, Juan? Estoy tratando de escribir una carta, y cuando no se tiene la costumbre es difícil encontrar las palabras.

¡Eso era algo que Juan podía entender!

—¿A quién le escribís?

—Al tío Benigno.

—¿Y se lo vas a dar cuando venga?

—Se lo voy a mandar por correo, zonzo. Ahora dejame. Andá a ver si puso la bataraza.

Juan salió al campo y fue hasta el sauce. Sus ramas bajas se hundían en el canal. Desde ahí veía la casa de Camila y a veces, con suerte, a ella cuando iba a buscar agua.

¿Cómo podría hacer para mandarle una carta, tan secreta que sólo la pudieran leer ellos dos?

Al rato se echó boca abajo y miró su reflejo deformado por el agua. La superficie, entre los remolinos barrosos, parecía un pizarrón que se movía. Siguió con los ojos el curso de una ramita; la corriente la llevó hacia la otra orilla y la acercó al muelle de Camila. Se quedó pensando. Una idea le daba vueltas y más vueltas en la cabeza, hasta que le bajó por el cuello, saltó sobre el hombro y se deslizó por el brazo hasta su mano. La mano se cerró. Un dedo solo se hundió en el agua y escribió lo que Juan pensaba.

El aprendizaje fue difícil, pero el tiempo y la práctica hicieron de Juan un maravilloso escritor de ríos. Nunca se olvidaba de lo que había escrito. Apenas movía la mano, las palabras le fluían. Juan contaba sobre las cosas que conocía; el paisaje, la gente del campo y sobre sus propios sentimientos. A veces, cuando el agua venía brava, la escritura se contagiaba y se hacía más atropellada.

Los pensamientos de Juan remolineaban entre ramitas y hojas marchitas. Rodeaban un meandro y se perdían de vista, hacia el pequeño muelle de la casa de Camila.

Juan fantaseaba que ella se sentaba en los tablones, leía en el agua lo que él le había escrito, y que un día se animaría a contestarle…

Una tarde, un ruido a sus espaldas detuvo su escritura. Entonces vio a su madre, con las manos en el delantal y leyendo sus palabras en el agua.

—Hoy mismo le voy a pedir a tu padre que te traiga hojas y lápices nuevos —dijo—. Esas palabras tan hermosas que le regalás al río merecen un mejor lector que este sauce viejo.

Juan no supo qué contestar. Antes de la interrupción acababa de escribir: “… y somos dos, vos y yo, a la orilla de un río de palabras”. Le parecía imposible que su mamá hubiera alcanzado a leer algo, pero no sabía cuanto tiempo llevaba ahí.

En su cuaderno nuevo descubrió que los renglones también eran como un río por donde podían correr las ideas. La diferencia era que allí podía leerlas cualquiera, una y otra vez. Las historias de Juan pasaron, de las manos de la madre, a los ojos sorprendidos del padre, al escritorio despintado del maestro, al despacho del intendente, y llegaron a los pasillos del Ministerio de Cultura. En algún momento alguien sugirió la idea de publicarlas, y se volvieron libros.

Las historias arrastraron a Juan y lo sentaron, al cabo de un tiempo, frente a una pila de ejemplares con olor a pegamento en medio de una presentación en Buenos Aires. Firmó cada libro variando apenas la dedicatoria. Para Ester, para Dalmiro, para Enrique… pero ninguno para Camila.

Y la madre de Juan contaba, a quien quisiera escucharla, o no:

—Yo lo descubrí. Me llamaba la atención verlo siempre con nueve dedos sucios y uno limpio. Un día lo seguí. Así me enteré que escribía en el agua…

Llegó el tiempo de volver. Mucha gente del pueblo fue a esperarlo a la estación, para felicitarlo. Juan, con timidez, les agradeció con medias palabras pero, apenas pudo, tomó el camino de su casa. El orgullo de sus padres era bueno; y saber que en la ciudad lo presentaron como una promesa literaria estaba bien. Pero tenía ganas de volver a hundir las manos en el río que se llevaba sus palabras.

Como siempre, fue a tirarse bajo el sauce, mirando la corriente. Tardó un rato en alzar la vista y mirar hacia el muelle. No había nadie. Sintió un dolorcito en el pecho. Trató de no darle importancia. Después de todo, lo único que él había hecho era mover el agua con un dedo…

Juan se quedó sentado un rato largo, mirando la corriente. Hasta que detrás de él alguien dijo:

—Quiero pedirte un favor…

Al principio no supo si darse vuelta o tirarse de cabeza al agua, porque reconoció la voz de Camila.

Se secó los ojos con la manga, tomó aire como pudo y giró.

Camila puso entre ellos un frasco grande, lleno hasta arriba con agua del río.

—Acá te traje tus cartas —le dijo—. Ahora me gustaría que las escribieras de nuevo en papel, para poder leerlas muchas veces…

Y le sonrió.

Texto: Enrique Melantoni

Imagen: Steel Vázquez