En aquel momento, yo tenía seis años.
A pedido, mi madre me despertó a las tres de la mañana, que era —más o menos— la hora en que la radio había anunciado iba a suceder todo.
—¡Hijo, despertate! ¡Se va a ir y no lo vas a ver!
Recuerdo su voz en la oscuridad y el olor a lavandina de sus manos mientras me acariciaba. Parecía que vivía lavando ropa, qué cosa desagradable.
Rápidamente, me abrigué, fui al comedor y acerqué a la puerta mi banquito de mimbre para poder alcanzar la mirilla.
Y allá estaba. Como una pequeña luna, brillante, difusa, con una cola de luz salpicada sobre el azul intenso.
Si uno observaba con atención, podía ver que —muy, muy lentamente— el cometa se movía.
No sé cuánto tiempo me quedé mirando, hasta que fui eyectado del asiento y devuelto a la cama.
Cuando volví a despertar, ya era de día y mi madre estaba esperándome para ir a la feria. Otra cosa que me desagradaba, caminar tantas cuadras, llevando una manija de la bolsa de las compras.
Para colmo, recorríamos una mesa tras otra y los puesteros hablaban de mil cosas, del precio de esto y aquello, menos de lo más importante: ¡el cometa!
Pasaron muchos años.
A la distancia, la niñez parece haber durado apenas un poco más que aquella noche mágica. Y es curioso cómo la vida va acomodando los recuerdos y cambiando su importancia.
Todavía hoy, sigo mirando el cielo antes de ir a dormir. Pero ahora pienso que si una mañana me despertara oliendo a lavandina y encontrara a mi madre al pie de la cama, esperándome para ir al mercado… llevar —tan sólo una vez más— la otra manija de la bolsa y pasear cuadras y cuadras con ella, sería más maravilloso que ver tres cometas juntos atravesando el cielo.
Texto: Carlos Marianidis
Imagen: Paola Zakimi