Atland, el Encantandor de las Cumbres (Leyenda española)

Fue Atland un personaje misterioso, ser de otro mundo que en su

apariencia humana adoptaba la humilde figura de un barbado anciano. Para

los primitivos habitantes pirenáicos que habitaron su tiempo, Atland,

loco o mago, arrastraba su mísera existencia hundido en una pequeña

cabaña construida con sus manos, más parecidas a raices leñosas que

humanas, a base de piedra sin cantera y troncos enteros de abeto. "El

Viejo de las Cumbres", le llamaban, y en los poblados de las montañas,

el Viejo se convertía en protagonista de historias y chismes inventados

por los lugareños con el fin de entretener la mente y hacer más breves

los rigores del crudo invierno. Fue Atland en la imaginación de las

gentes un soldado renegado de las guerrillas combatientes contra los

invasores del Imperio Romano, que para alcanzar la vergonzosa libertad

hubo de segar el cuello al cabecilla del grupo y huyó a esconderse a las

faldas del ya entonces llamado Monte Perdido, sobre el que también se

decía que era tal su lejanía debido a un extraño encantamiento que le

permitía, a la montaña, cambiar de lugar entre las demás cimas de la

cordillera. Por supuesto, Atland se ganó entonces la fama de Encantador

de las Montañas. Verdad o no, lo cierto es que Atland, personaje que

también ha llegado hasta nosotros con el nombre de Asland, escondía más

de lo que enseñaba.

EL PALACIO MAGICO DE MONTE PERDIDO

Atland tenía una misión sobre la tierra: los dioses, su familia, le

habían encomendado la construcción mediante las artes mágicas, de un

lugar maravilloso que sirviera de morada-puente entre los hijos de la

tierra y los hijos del misterio. El venerable encantandor, el más sabio

de entre los primeros pobladores de las brumas que cubrieron las

montañas en su génesis, se puso a trabajar con todas sus fuerzas. Reunió

todos los elementos conocidos. Para empezar, los primordiales: aire,

fuego, tierra y agua. Después, los esenciales: humo, viento, roca y

lluvia. Por último, los espirituales: palabra, lágrima, pétalo y música.

Hilos de luz de sol y de luna le sirvieron para tejer el hechizo. Por

fin, tras muchos siglos de empeño, el Palacio estuvo construido.

Sobre las nubes que permanecen eternamente cubriendo la cima del Monte

llamado Perdido, en uno de los macizos montañosos más antiguos del

planeta Tierra, se alza desde entonces un maravilloso palacio que sólo

algunos elegidos con el don de la Segunda Vista han podido contemplar.

Ninguna boca humana ha podido pronunciar las palabras que lo

describirían, ni ninguna mano de artista ha podido trazar siquiera un

bosquejo de su magnificencia. Aquellos que de el fastuoso prodigio han

tenido conocimiento, hablan de el brillo del cristal más puro,

magníficos jardines cuyos dibujos atrevidos han sido trazados por un

mágico compás; más cercanos a nuestros días, hay quien ha vuelto

insistir tratando de encontrar una certera descripción, sin conseguir

sino un reflejo como el que percibe en su mente el ciego que conoce un

cuadro con sus dedos: Maravillosas torres, resplandecientes almenas,

radiantes frontispicios y relucientes columnas.

Pero este celestial lugar tenía un fin. Debía acoger entre sus paredes

sin cemento un hogar, una acogedora morada para que floreciera el amor

entre las dos especies de seres más queridas de la Creación. Atland

previó lo que sucedería de dejar el acceso abierto a la curiosidad del

descubridor humano, y estableció que sólo a lomos de caballos alados o

dragones pudiera penetrarse en el recinto, guardado por pétreas fieras y

bestias que cobraban vida según los deseos expresado por Atland por

medio de un cetro de oro, tatuado de legendarias runas. La profecía

estaba escrita. Se grabó en el frontispicio de un viejo dolmen, hoy

desconocido y vergonzosamente cubierto por un vertedero de los humanos.

LA MUERTE DE ATLAND

Fue el mismo Encantador de las Cumbres quien talló con golpes de

palabras mágicas el texto de la profecía en la roca del dolmen, pero al

parecer, brotaron lágrimas de sus ojos mientras lo hacía, y por eso hoy

el dolmen se deshace bajo toneladas de escombros y deshechos. Lloraba

Atland porque a veces, conocer hace sufrir, y él escribía en una piedra

su propio final. Apiadados los dioses de la pena que embargaba el

corazón del viejo, fiel cumplidor de sus divinos deseos, ordenaron a las

tres Moiras que entretejieran una cruel venganza con los mismos hilos de

la muerte y del asesino de Atland, y así quedó escrito en el Tapiz del

Destino.

Silbán, el Gigante enamorado (Leyenda española)

El Gigante Silbán era famoso en la comarca por sus constantes robos de

ganado. Nadie podía trepar a su guarida, situada a gran altura en una

pared vertical de roca caliza. Tan sólo su agilidad, y sus enormes

piernas, le permitían subir rápidamente utilizando unas estacas de

madera clavadas a modo de escalas, pero estaban tan separadas unas de

otras que no servían para las personas de tamaño normal. Las que desde abajo

parecían estacas, no eran otra cosa que auténticos y enteros troncos de

enebro, algunos arrancados con raíz y todo. Silbán era aún más odiado

por otra razón además de los robos: raptaba doncellas, y nunca más se

sabía de las desafortunadas. Hasta que en una ocasión, el azar o el

destino hizo que se encariñara con Marieta la Pastora, una de las

secuestradas. Esta fue la causa que salvó a la muchacha del desconocido fin

al que el monstruo sometió a todas las que la precedieron. Superados los

primeros momentos de desesperación y los

segundos de profunda tristeza, que pasó Marieta

a la entrada de la gruta, mirando el precipicio a

sus pies, calibrando incluso la distancia que la

separaba de la libertad, si conseguía descolgarse

de uno a otro peldaño, o de la muerte, si no era

capaz, la sagaz aldeana planeó su plan. Contaría

para ello con lo único que tenía en aquel momento:

encanto y paciencia, las dos, virtudes y armas de

mujer. Comenzó por engatusar al gigante, que

disfrutaba en la boca de la cueva, a la solana,

mientras ella le peinaba los larguísimos cabellos

otrora enmarañados por la vida silvestre. Tanto

se confío Silbán que, cuando dormía una mañana

en su regazo, no se enteró de que Marieta se había

apartado, dejando la cabeza del gigante apoyada

encima de su delantal y éste en la roca donde había estado

sentada. Bajo el mandil, la pastora había acumulado una buena cantidad

de lana, y el Gigante siguió dormido en esta "almohada". De la misma

lana de las ovejas robadas por el Gigante, Marieta había entrelazado

hebras hasta conseguir una larga soga, por la que pudo descolgarse de la

cueva, para correr después sin detenerse hasta su pueblo, Salinas de

Sin, aunque a sus espaldas escuchaba la voz de Silván, con tonos tristes

y desengañados más que airados, que la llamaba: "¡Marieta, Marieta,

torna a oscar la mandileta!". Después de eso, Silbán quedó hundido,

abatido, roto, como cualquier caballero humano desamorado. Cuentan que

durante mucho tiempo se oyó en la noche un lamento rimado en la antigua

lengua, que el viento arrastraba hasta los hogares de Tella, de Salinas,

de L'Anfortunada...

-"Marieta, Marieta, torna con yo,

que no te faré treballar

y te'n daré toz os diyas

leche y chullas pa zenar"

(-"Marieta, Marieta, vuelve conmigo, que no te haré trabajar y te daré

siempre leche y carne como cena").

Dicen también que otras voces, joviales y alegres, acompañadas de música

de gaitas, comenzaron a sonar en los montes y en las parideras donde se

recogían los ganados. Era la respuesta de los jóvenes pastores y

repatanes, dichosos por haber burlado al Gigante:

-"Mincha-las-te tú, carnuz,

que yo me'n boi ta o lugar

aunque no prebe la pizca

y tienga que treballar."

(-"Cometelas tú, carnuz, carroña humana, que yo me voy a mi casa, aunque

no pruebe ni pizca y tenga que trabajar").

Pasados algunos días, celebrado el regreso de Marieta con danzas y

festejos, los ancianos y los mayorales de las aldeas decidieron reunirse.

Era necesario librarse del Gigante Silbán. Si una cría había logrado

engañarle, era posible la empresa que hasta ahora solo habían imaginado.

Tras muchas horas de discusión en torno a la hoguera, llegaron a

prevalecer dos posturas. La que defendía Galíndez, apoyada por los más

jóvenes, consistía en llegarse hasta el pie de la cueva y prender un

inmenso fogón que carbonizara los troncos, para dificultar al gigante su

descenso y acribillarle en ese momento con hondas y tirachinas. El

mayoral Fertús Lo Biello, sin embargo, el más anciano de todo el valle,

era de la opinión de que si la sagacidad había vencido una vez, sólo en

ella había de pensarse para una segunda y definitiva victoria. Apenas

fue apoyada esta, su postura, entre otras cosas por la fama de bruxón que

habíanle dado al viejo en los últimos tiempos.

Ese mismo amanecer, regados los garganchones con abundante vino, los más

jóvenes, armados de gayatas, hondas y tirachinas, se aproximaron a la

Espluca de Silbán. Sólo tres osaron llegarse hasta la misma base de

la cueva, y apunto de encender el chisquero, oyeron despavoridos un

ruido como de tormenta: descomunales pedruscos rodaban pared abajo,

arrojados por el Gigante que rugía fuera de sí. Huyeron todos los

valientes. Y dejaron hacer a Lo Biello.

Conocedor de cuantas virtudes encierran

yerbas y yerbajos, frutos y flores,

preparó un ungüento macerando en noche

de luna llena los más poderosos benenos.

Acercóse una mañana a la cabaña de La

Marieta, con intención de preguntarle por

los gustos de Lo Silbán. Y ella, con la que

nadie había contado para una venganza

justa, no dudó en ofrecer a Lo Biello no

sólo atinada información, sino toda la

ayuda que estuvo en su mano. Era la leche

el manjar del Gigante, y Marieta casi secó

las ubres de las ovejas y cabras de su

casa. Con la leche en un pozal, y el espíritu

del veneno disimulado dentro, anciano y

niña llevaron entre los dos el bebedizo

hasta el mismo pie de la cueva. Alejáronse

y ocultáronse como sólo una zagala puede

hacerlo, y desde el escondrijo cantó Marieta con queda voz:

"Torna con yo Lo Silbán

que no pas deixaré-te'n marchar"

(-"Vuelve conmigo, Silbán, que no dejaré que te marches")

O la oyó Silbán, o la olió, el caso es que descendió raudo de su cueva.

Llegó abajo, como un perro cazador, husmeando a derecha y a izquierda.

Casi tropezó con el brebaje. Sin pensarlo, engulló su contenido sin

respirar ni una vez. Y tan sólo dos o tres estertores volvieron a salir

de sus pulmones. Los justos para regresar trepando a duras penas hasta

su agujero y dejar que la negrura de la boca lo tragara para nunca más

salir.

Puede que el Gigante Silbán muriera a causa del beneno, puede que no,

pero desapareció de la comarca desde que bebió este último. Años después

algunos consiguieron llegar hasta arriba, y se atrevieron a entrar. No

encontraron nada. Pero todos aseguran que la cueva tiene infinitos recovecos

en su interior, y algunos llegan a afirmar, cuando pocos los oyen, que se trata de la

misma entrada a los infiernos, a donde Silbán, el Gigante despechado que

se enamoró de una pastora, ha vuelto para llorar eternamente sus penas.

El quirquincho músico (Leyenda boliviana)

Aquel quirquincho viejo, nacido en un arenal de Oruro, acostumbraba pasarse horas de horas echado junto a una grieta de la peña donde el viento cantaba eternamente. El animalito tenía una afición musical innegable. ¡Cómo se deleitaba cuando oía cantar a las ranas en las noches de lluvia! Los pequeños ojos se le ponían húmedos de emoción y se acercaba, arrastrando su caparazón, hasta el charco, donde las verdes cantantes ofrecían su concierto.

-¡Oh, si yo pudiera cantar así, sería el animal más feliz del altiplano! - exclamaba el quirquincho, mientras las escuchaba extasiado.

Las ranas no se conmovían por la devota admiración que les tenía el quirquincho sino que, más bien, se burlaban de él.

-Aunque nos vengas a escuchar todas las noches hasta el fin de tu vida, jamás aprenderás nuestro canto, porque eres muy tonto.

El pobre quirquincho, que era humilde y resignado, no se ofendía por tales palabras, dichas en un lenguaje tan musical, como suele ser el de las ranas. El sólo se deleitaba con la armonía de la voz y no comprendía el insulto que ella encerraba.

Un día creyó enloquecer de alegría, cuando unos canarios pasaron cantando en una jaula que conducía un hombre. ¡Qué deliciosos sonidos! Aquellos pajaritos amarillos y luminosos, como caídos del Sol, lo conmovieron hasta lo más hondo... Sin que el jaulero se diera cuenta, lo siguió, arrastrándose por la arena, durante leguas y leguas.

Las ranas que habían escuchado, embelesadas, el canto, salieron a orilla de la laguna y vieron pasar a los divinos prisioneros que revoloteaban en las jaulas.

-Estos cantores son de nuestra familia, pues los canarios son sólo sapos con alas -dijeron las muy vanidosas y agregaron- : Pero nosotras cantamos mucho mejor. -Y reanudaron su concierto interrumpido.

-¡Chist... Esperen! -dijo una de ellas-. Miren al tonto del quirquincho. Se va tras las jaulas. Ahora pensará aprender a trinar como un canario... ja... ja... ja...

El quirquincho siguió corriendo y corriendo tras el hombre de las jaulas, hasta que las patitas se le iban acabando, de tanto rasparlas en la arena.

-Qué desgracia! ¡No puedo caminar más y los músicos se van! -Allí se quedó tirado hasta que el último trino mágico se perdió a lo lejos... Ya era de noche cuando regresaba a su casa. Y al pasar cerca de la choza de Sebastián Mamani, el hechicero, tuvo la idea de visitarlo, para hacerle un extraño pedido.

-Compadre, tú que todo lo puedes, enséñame a cantar como los canarios -le dijo llorando.

Cualquier persona que no fuera el hechicero se hubiera reído a carcajadas del quirquincho, pero Sebastián Mamani puso la cara seria y repuso:

-Yo puedo enseñarte a cantar mejor que los canarios, que las ranas y que los grillos, pero tienes que pagar la enseñanza... con tu vida.

-Acepto todo, pero enséñame a cantar.

-Convenido. Cantarás desde mañana, pero esta noche perderás la vida.

-¡Cómo!... ¿Cantaré después de muerto?

-Así es.

Al día siguiente, el quirquincho amaneció cantando, con voz maravillosa, en las manos del mago. Cuando éste pasaba, poco más tarde, por el charco de las ranas, se quedaron mudas de asombro.

-¡Vengan todas! ¡Qué milagro! ¡El quirquincho aprendió a cantar!...

-¡Canta mejor que nosotras!...

-¡Y mejor que los pájaros!...

-¡Y mejor que los grillos!...

-¡Es el mejor del mundo!...

Y, muertas de envidia, siguieron a saltos tras del quirquincho que, convertido en charango se desgranaba en sonidos musicales. Lo que ellas ignoraban era que nuestro pobre amigo, como todo gran artista, había dado la vida por el arte.

La leyenda del irupe (Leyenda Guarani)

Esta hermosa leyenda guaraní viene de los vocablos “i” que significa (agua) “ru” que significa (el que trae) y “pe” que significa (plato). O sea Plato que lleva el agua.
Se la conoce con el nombre de Victoria Regia, y constituye una de las flores más curiosas de nuestra flora. Con los granos de su fruto, los indígenas elaboran un pan muy exquisito.
Yasí Ratá (estrella) había nacido con un pequeño mal incurable; amaba los astros.
Desde pequeña quería la Luna y vivía para ella. Cuando ésta no aparecía en el cielo, Yasí lloraba insomne las noches enteras.
Y cuando el pálido satélite surcaba raudo la inmensidad cubierta de estrellas, la enamorada se vestía con las mejores galas, y pasaba la noche entera en celeste idilio con el astro. Entonces era hermosísima y la Luna le daba a su rostro un halo sobrenatural.
Así los dos enfermos se amaron mucho tiempo. Hasta que un día Yasí desesperada de vivir tan lejos de su celestial amante, decidió ir en su busca.
Subió a uno de los árboles más altos y desde él tendió los brazos para que el astro la recogiera. Pero fue inútil. Entonces bajó y trepó a la cima más alta de la montaña y allí esperó el paso de la Luna, pero también fue en vano.
Descorazonada y vencida volvió al valle y allí camino largo tiempo, sus pies desgarrados por las piedras y las espinas, manaban abundante sangre.
En su marcha llegó a un lago de aguas límpidas. Se miró en ellas y vio su imagen reflejada al lado de la Luna. ¡Era el milagro!. Sin vacilar se arrojó a sus brazos, pero la imagen se desvaneció y las aguas se cerraron sobre ella cubriendo para siempre su imposible sueño.
Tupá, compadecido de aquel gran amor, la transformó en Irupé con hojas de forma de un disco lunar y que mira hacia lo alto en procura de su amado ideal. De noche cierra sus pétalos cubriendo las manchas de sangre de sus heridas, pero cuando la Luna aparece, las abre, y todavía platica con ella.

Yayael y el nacimiento de Mar (Leyenda)

Cuando el mundo era joven es­taba poblado por los antiguos dioses, entre ellos estaba Yaya, que era el origen de la vida, el creador.
Yaya vivía con su esposa y su pequeño hijo Yayael, que era obedien­te y hacía todo lo que se le pedía. Pero Yayael fue creciendo y al llegar a la adolescencia a menudo no esta­ba de acuerdo con lo que su padre, el gran espíritu, le decía. Se convirtió en un insolente y egoísta que sólo quería hacer su voluntad y que enceguecido por hacer su voluntad, llegaba a faltarle el respeto a su padre.
Yaya acabó por enfurecerse: -Márchate de casa inmediatamente y no regreses hasta que pasen cuatro lunas -le ordenó, afligido.
Pasaron cuatro meses de su partida cuando, Yayael regresó a su hogar. La furia de Yaya no se había aplacado en este tiempo y, en un estallido de cólera, mató al revoltoso joven.
Arrepentido y lleno de remordimientos, recogió los huesos de su hijo y los metió dentro de una calabaza hueca que colgó del techo de su cabaña.
El tiempo pasaba y Yaya no encontraba consuelo. Tuvo tantos deseos de ver de nue­vo a su hijo que descolgó la calabaza en presencia de su esposa. Los huesos habían desaparecido y, en su lugar, había mu­chos peces multicolores de todos los tamaños. Les parecieron tan apetitosos y abundantes que decidieron comérselos. Pero no se acababan nunca: cuantos más comían, más aparecían.
Una noche, cerca de la cabaña de Yaya, se oyó un alarido se­guido de otros tres. Itiba Cahubaba, la Madre Tierra, acababa de parir cuatro criaturas, cuatro gemelos sagrados.
El primero era de piel muy áspera, al que ella llamó Demi­nán Caracaracol. Era un niño curioso y temerario, al que sus hermanos imitaban y seguían a todas partes. Como Deminán había oído hablar desde muy pequeño del miste­rioso Yaya, quiso conocer mejor su pode­roso espíritu y en cierta ocasión decidió seguirlo.
Deminán Caracaracol seguido de sus hermanos llegó a la cabaña, en la que se encontraba la calabaza mágica.
Al bajarla vieron que nadaban en ella peces de todas for­mas, tamaños y colores. Por supuesto que no pudieron resistir la tentación y se los comieron. En eso estaban, cuando Deminán escuchó un ruido y presintiendo que Yaya se acercaba quiso acomodar la calabaza en su lugar rápidamente; pero… como eran niños y estaban asustados, la calabaza se les cayó y se hizo añicos.
Un inmenso manantial de agua brotó de la calabaza rota y cubrió la Tierra de ríos y lagos, de océanos y mares. En el agua dulce y en el agua salada nadaban peces de muy diferentes ta­maños y colores; peces multicolores, como el arco iris. Y así fue como de los huesos de Yayael nació el mar.

El hornero (Leyenda)

Frente a la entrada de su choza el indio transformaba el barro en hermosas vasijas y pulidos platos. No en vano era el mejor alfarero de su pueblo.

Su alegría era grande, al día siguiente iba a casarse con la joven más hermosa de la tribu, también alfarera.

Esa noche, como todas las noches previas a un matrimonio, se reunieron en consejo las familias de los novios con el cacique y el hechicero para la ceremonia de presagios.

El hechicero bailó, como siempre lo hacía, cantó… como siempre lo hacía y luego… arrojó al fuego un puñado de bayas como siempre. Y fue entonces… cuando sucedió lo que nunca ocurría… el fuego se apagó, un viento muy fuerte tiñó con cenizas a los concurrentes y cuando todos miraban horrorizados lo ocurrido, el hechicero presagió grandes desgracias derivadas de aquel matrimonio.

Bajo tal influencia el cacique prohibió su realización.

Los enamorados convinieron fugarse a la selva donde establecerían su hogar.

A la noche siguiente huyeron, pero los indios los persiguieron lanzando flechas con agudas y e envenenadas puntas. Cuenta la vieja leyenda que cuando los jóvenes caían mortalmente heridos, un revuelo de plumas y trinos surgió en el lugar. Cuenta la vieja leyenda que ambos se transformaron en esas hermosas y simpáticas avecillas que empleando su habilidad para modelar hacen, cantando, su nido de barro.

Cuenta esa vieja leyenda que así nació el hornero, pájaro laborioso de los campos argentinos.

El dorado (Leyenda)

Conquistadores, exploradores y aventureros buscaron incansablemente El Dorado por toda Sudamérica. En su afán por llegar a esa fabulosa ciudad pletórica de oro y plata realizaron esfuerzos tan colosales como vanos. Algunos descubrieron recovecos insospechados de una geografía formidable y bebieron un sorbo de gloria, a pesar del fracaso en sus expectativas. Otros no hallaron más que penurias, muerte y olvido. Si bien su emplazamiento no correspondía exactamente al territorio de la Argentina, su leyenda estuvo ampliamente difundida en estas tierras, y no faltaron quienes la buscaron infructuosamente en el norte de nuestro país. Buscaron Riquezas y estaban llenos de ilusiones por el mundo nuevo que estaban por descubrir.

El sortilegio del oro y la presunción de que era fácil obtenerlo encandilaban a quienes oían las noticias que cruzaban del Nuevo al Viejo Mundo. Muchas se referían a hechos reales, como el saqueo de los dos mayores imperios de la América precolombina: el azteca y el inca. Para muchos, la verdadera emoción fue al conocerse el episodio en que el conquistador del Perú, Francisco Pizarro, exigió para liberar al rebelde Atahualpa su propia altura en oro dentro de un recinto de seis metros de ancho por ocho de largo (Nueva 277). Realmente fueron muy ambiciosos los comentarios que hablaban del oro. Pero desde antes circulaban alusiones a inmensas riquezas que se ocultaban en sitios extraordinarios esparcidos por doquier, se tejieron leyendas e historias que hablaban del fabuloso oro. ¿Eran espejismos, memorias de esplendores extinguidos, eran historias inventadas? Hasta el día de hoy todavía son una incógnita.

Entre esas historias maravillosas entre la tradición y la fantasía, brillaba con singular fulgor la de un cacique tan rico que todos los días revestía su cuerpo con oro y después se bañaba en un lago para quitárselo, no sabía que hacer con tanto oro... En realidad el relato correspondía a la ceremonia de entronización de los jefes entre los indios chibchas, en el norte de Colombia. Para que cada nuevo cacique se consagrara al Sol lo desnudaban, untaban su cuerpo con resina o barro y lo espolvoreaban de pies a cabeza con un fino polvillo de oro. Así engalanado, subía a una balsa cargada de ofrendas preciosas que en el centro del lago Guatavita se arrojaban a las aguas, donde además se lavaba el cacique para entregar a los dioses el oro que lo cubría. El cacique era reverenciado como el Dios máximo para los aborígenes de la región.

Ese ritual había desaparecido antes de la llegada de los españoles y, transformado en leyenda, pasaba oralmente de generación en generación. Sin embargo, los conquistadores se negaron a admitir que semejante prodigalidad fuera cosa del pasado. La codicia confirió a la saga proporciones fabulosas, y desde 1530 se organizaron expediciones para buscar la ciudad del cacique dorado.

A pesar de los años transcurridos, los españoles pensaban que estas ceremonias todavía se hacían en la América que estaban conquistando, por eso buscaban con mucha ambición el oro.

El nombre de El Dorado se atribuye a Sebastián Belalcázar, conquistador de Nicaragua y fundador de Quito, Guayaquil (en Ecuador), Popayán y Cali (en Colombia). Cambió su apellido, Moyano, para adoptar como tal el nombre de la villa de Extremadura donde había nacido. Lúcido y sagaz (a pesar de que nunca aprendió a leer), a los doce años vino a probar fortuna en América, donde acumuló considerable prestigio.

Fascinado por las narraciones marchó hasta la meseta de Cundinamarca (Colombia), donde en 1539 se encontró (en lo que parece ser un caso único en la historia) con otras dos expediciones: los hombres de Belalcázar, los de Gonzalo Jiménez de Quesada (fundador de Santa Fe de Bogotá) y los del alemán Nicolás de Federmann habían ido a parar al mismo sitio sin saber nada los unos de los otros. Cuentan que los primeros iban ataviados con finos trajes de Castilla, los segundos lucían ropajes indígenas y los terceros se cubrían con pieles de animales: todos se llevaron una sorpresa mayúscula.

En 1541, Gonzalo Pizarro, con cinco mil hombres, cuatro mil llamas, dos mil cerdos, novecientos perros y doscientos cincuenta caballos, partió desde Quito en pos de canela y oro. Desoyendo a quienes consideraban temeraria su decisión, Francisco de Orellana le dio alcance. Los agoreros tenían razón: después de tropezar con unos pocos canelos inexplotables, ambos obcecados debieron acordar que Orellana se adelantase con los cincuenta y siete hombres que estaban en condiciones menos deplorables (más de la mitad había muerto y los demás, famélicos y debilitados, no podían continuar). El curso del río Napo llevó a Orellana, no hasta la ansiada ayuda, sino hasta una corriente de agua tan grande que lo paralizó de estupor: había descubierto el río más caudaloso del planeta, y lo bautizó río de las Amazonas. La majestuosidad del río lo impactó y se quedó un tiempo con sus hombres en esa región.

En 1560 se incorporó a la lista de ambiciosos el sanguinario Lope de Aguirre. Integraba las filas del capitán Pedro de Ursúa, pero no vaciló en asesinarle para asumir el mando y proclamarse rey de la Amazonia. Era un hombre de pocos escrúpulos y sin límites en su conducta. Descubrió el Casiquiare (al sur de Venezuela) y se supone que navegó por el Orinoco en toda su extensión antes de que sus compañeros juntaran coraje para matarlo, había sido tan sanguinario, que así terminó sus días. (El directo alemán Wemer Herzog dio su propia versión de la aventura en su película Aguirre, la ira de Dios, protagonizad por Klaus Kinski.)

Mientras tanto, los intentos de encontrar oro en el fondo del Guatavita proseguían. Antonio de Sepúlveda se propuso secar el lago en 1580 e hizo perforar una de sus paredes de roca, hasta que un derrumbe sepultó a sus esclavos indios junto con sus ilusiones de grandeza.

Por otra parte, se decía que también en la Guayana reinaba un cacique dorado. El lago donde supuestamente se bañaba era tan enorme como inexistente... a pesar de que durante dos centurias figuró en los mapas. A sus orillas, decían, estaba la ciudad de Manoa, donde hasta las marmitas eran de oro. Atraído por estas noticias, en 1595 incursionó por la región Walter Raleigh, favorito de la reina Isabel 1 de Inglaterra. El fracaso de su misión y el feroz enfrentamiento ocasionado por la intervención inglesa en dominios españoles desembocaron en su ejecución, en 1618. Fue una muy mala experiencia , el haber ocupado los ingleses tierras conquistadas por los españoles.

Por otro lado Raleigh no encontró nada de lo que se había propuesto.

La búsqueda de El Dorado no terminó con la conquista. En este siglo aparecieron más aventureros que trataron de llegar a las tierras donde el reflejo del oro opacaba la luz del sol. El último fue el inglés Percy Fawcett; acompañado por su hijo, recorrió el Mato Grosso hasta que, en vez de fortuna, encontró la muerte.

La leyenda del dorado continuó por mucho tiempo , y a muchos hombres de distintas generaciones, lo atrajo la idea de encontrar el metal maravilloso en grandes cantidades.

Antes, desde 1921, el piloto estadounidense James Ángel buscó oro en las tierras altas de la Guayana venezolana y aseguró haber visto la ciudad de El Dorado en uno de sus vuelos. En 1935 descubrió la cascada más alta del mundo (el salto Ángel), de mil metros de altura.

Se tejieron muchas leyendas y se imaginaron de muchas formas la ciudad de El Dorado.

Hoy son historiadores, arqueólogos y antropólogos quienes tientan suerte. Se empeñan en hallar en esa leyenda significados que contribuyan a la comprensión del mundo indígena. Tratan de encontrar mensajes ocultos envueltos en la Leyenda.

Una exquisita pieza de oro, que reproduce la escena del cacique en la balsa, es considerada por muchos estudiosos prueba irrefutable de la existencia de El Dorado. Algunos sostienen que la leyenda encierra dos ideas simbólicas: un inmenso tesoro oculto (el conocimiento) y la fuente de la eterna juventud (la trascendencia). Se unen dos conceptos fundamentales de la vida de los indígenas, por un lado el conocimiento y por otro lado la trascendencia, que rea un valor tan importante para ellos.

El oro, que para los europeos poseía un atractivo exclusivamente material, pudo haber tenido un profundo sentido espiritual para los indígenas americanos. Se identificaba con el Sol y su resplandor, tenía carácter de sacrificio y ofrenda, era imagen de fecundidad, vitalidad y poder, también de fuerza y entereza. La plata representaba su opuesto complementario, la Luna.

En la década del 60, el Instituto Nacional de Cultura del Perú organizó una expedición para localizar El Dorado en la floresta del río Urubamba, de acuerdo con referencias obtenidas de crónicas como las de Felipe Huamán Poma de Ayala, que datan del 1600. Ante la falta de contacto con el grupo que se había internado en la selva se inició un rastreo infructuoso. Cuando ya no quedaban esperanzas, a un año de la partida, cerca de Cuzco apareció desfalleciente Núñez de Arco, el arqueólogo que la encabezaba. Después de una larga convalecencia, el investigador sorprendió a todos diciendo que no recordaba nada de lo que había pasado, ni de los compañeros que lo habían acompañado.

Estas tierras australes de la América del Sur también fueron escenario de búsquedas impulsadas por la ambición. Se suponía que en algún lugar del actual territorio argentino se escondía la Ciudad de los Césares (Nueva 162).

Una crónica afirmaba que en ella el clima era tan sano que la gente era casi inmortal. Otra aludía a la magnificencia de sus templos, su mobiliario de oro, sus enseres de plata. Un viajero describió un cerro de plata y otro de oro en las cercanías de la urbe. También se dijo que estaba junto a una laguna donde abundaban las perlas, también habitaban los más maravillosos pájaros y plantas silvestres.

A principios del siglo dieciséis se la ubicaba en algún punto entre Córdoba, Santa Fe y Santiago del Estero. Testimonios posteriores fueron corriéndola cada vez más hacia el sur, junto a los ríos Colorado o Negro. Algunos la situaban en el centro de la Patagonia o en el lago Nahuel Huapi e, incluso, cerca del estrecho de Magallanes.

También cuando descubrieron las maravillas de Santa Cruz , la ubicaron allí.

El hechizo de la Ciudad de los Césares perduró hasta este siglo, cuando expediciones arqueológicas trataron de encontrar sus ruinas en una amplia región desde La Pampa hasta Santa Cruz.

Todavía hay arquélogos e historiadores que buscan la Ciudad de los Césares.

La historia de la Conquista Americana nos sorprende día a día con historias por descubrir , leyendas para comprender y una gran admiración por la cultura indígena.

El colibrí (Leyenda)

Painemilla y Painefilu, eran dos jóvenes y bellas hermanas que vivían en las proximidades del lago Paimún.

Un poderoso jefe Inca que se encontraba recorriendo la región, se enamoró de Painemilla.

Varios días duró la ceremonia de bodas luego de los cuales la pareja vivió feliz en un palacio de piedra. El tiempo pasaba y ambos se encontraban cada vez más enamorados.

Cuando Painemilla supo que esperaba un hijo, el Inca convocó a los sacerdotes para escuchar sus profecías. Vaticinaron mellizos. Que serían muy bellos. Que un hilo de oro adornaría sus cabelleras desde el momento del nacimiento. Vaticinaron que algo quebraría la felicidad de la pareja.

Al acercarse el momento del nacimiento, el gran jefe tuvo que viajar al norte y pidió a su cuñada Paineflú, que acompañara a Painemilla.

Cuando Paineflú y Painemilla volvieron a encontrarse, al ver a su hermana tan feliz, tan enamorada y tan mimada por su nueva familia, sentimientos de envidia se apoderaron de Paineflú. Cuando nacieron sus sobrinos, una nena y un varon, tan lindos, tan sanos, tan alegres y con una hebra de oro adornando su cabeza, enloqueció. Encerró a los mellizos en un cofre y lo tiró a las aguas del lago. Dijo a su hermana que sus hijos no eran humanos sino perros y le entregó un par de cachorros para criar y luego… se sumió en un profundo y oscuro silencio. Se llenó de miedos y empezó a temblar.

Painemilla no hacía sino llorar. Al llegar su amado esposo y ver los perros que tenía por hijos, la confinó a una cueva oscura. La desolación se apoderó de ambos.

Los mellizos en su cofre, navegaron por el lago y fueron hallados por un viejo mapuche que junto a su esposa los cuidó. Los niños crecían felices y saludables aunque jamás comían.

Un día, el inca entristecido salió a pasear por la orilla del lago, pensaba en su amada Painemilla, en la forma en que su felicidad se había perdido, en lo solo que estaba, cuando de pronto, unas risas infantiles llamaron su atención. Allí vio, un par de niños jugando, bellos como el trigo, con un hilo de oro en sus cabellos. Recordó la profecía y supo. Eran esos sus hijos. Los abrazó y los llevó a su hermosa casa de piedra. Buscó a Painemilla para reconstruir la felicidad perdida.

Paineflú había sido descubierta, sabía que le correspondía un cruel castigo por su traición.

El inca tomó entre sus manos una piedra mágica, la elevó al cielo y dijo: - Ayúdame señor a hacer justicia. Que todo tu calor traspase esta piedra y que en ella se ejecute el castigo a Paineflú.

La piedra se volvió transparente, se cargó de luz, se cargó de fuego, un rayo verde salió de la piedra y buscó a Paineflú. Donde ella estaba sólo quedaron cenizas… cenizas y un pequeño pajarillo, era el pinshá o colibrí que según las tradiciones mapuches presagia la muerte, vive inquieto y triste, como Paineflú, no se posa en ramas ni toca el follaje, tiembla de miedo como si esperase el castigo.

El atrapa sueños (Leyenda)

Hace mucho tiempo cuando el mundo era joven, un viejo líder espiritual Lakota estaba en una montaña alta y tuvo una visión. En esta visión Iktomi, el gran maestro bromista de la sabiduría apareció en la forma de una araña. Iktomi le hablo en un lenguaje sagrado, que solo los líderes espirituales de los Lakotas podían entender.

Mientras le hablaba Iktomi, la araña tomo un aro de sauce, el de mayor edad, también tenia plumas, pelo de caballo, cuentas y ofrendas y empezó a tejer una telaraña.

Él habla con el anciano acerca de los círculos de la vida, de como empezamos la vida como bebes y crecemos a la niñez y después a la edad adulta, finalmente nosotros vamos a la ancianidad, donde nosotros debemos ser cuidadosos como cuando éramos bebes completando el circulo.

Pero Iktomi dijo mientras continuaba tejiendo su red, en cada tiempo de la vida hay muchas fuerzas, algunas buenas otras malas, si te encuentras en las buenas fuerzas ellas te guiaran en la dirección correcta. Pero si tu escuchas a las fuerzas malas, ellas te lastimaran y te guiaran en la dirección equivocada.

El continuo, ahí hay muchas fuerzas y diferentes direcciones y pueden ayudar a interferir con la armonía de la naturaleza.

También con el gran espíritu y sus maravillosas enseñanzas. Mientras la araña hablaba continuaba entretejiendo su telaraña, empezando de afuera y trabajando hacia el centro.

Cuando Iktomi termino de hablar, le dio al anciano Lakota, la red y le dijo: ve la telaraña es un circulo perfecto, pero en el centro hay un agujero, usa la telaraña para ayudarte a ti mismo y a tu gente, para alcanzar tus metas y hacer buen uso de las ideas de la gente, sueños y visiones.

Si tu crees en el gran espíritu, la telaraña atrapara tus buenas ideas y las malas se irán por el agujero.

El anciano Lakota, le paso su visión a su gente y ahora los indios Siux usan el atrapasueños como la red de su vida.

Este se cuelga arriba de sus camas, en su casa para escudriñar sus sueños y visiones.

Lo bueno de sus sueños es capturado en la telaraña de vida y enviado con ellos, lo malo de sus sueños escapa a través del agujero en el centro de la red y no será más parte de ellos.

Ellos creen que el atrapasueños sostiene el destino de su futuro.

El hombre de plata

El Juancho y su perra «Mariposa» hacían el camino de tres kilómetros a la escuela dos veces al día. Lloviera o nevara, hiciera frío o sol radiante, la pequeña figura de Juancho se recortaba en el camino con la «Mariposa» detrás. Juancho le había puesto ese nombre porque tenía unas grandes orejas voladoras que, miradas a contra luz, la hacían parecer una enorme y torpe mariposa morena. Y también por esa manía que tenía la perra de andar oliendo las flores como un insecto cualquiera.

La «Mariposa» acompañaba a su amo a la escuela, y se sentaba a esperar en la puerta hasta que sonara la campana. Cuando terminaba la clase y se abría la puerta, aparecía un tropel de niños desbandados como ganado despavorido, y la «Mariposa» se sacudía la modorra y comenzaba a buscar a su niño. Oliendo zapatos y piernas de escolares, daba al fin con su Juancho y entonces, moviendo la cola como un ventilador a retropropulsión, emprendía el camino de regreso.

Los días de invierno anochece muy temprano. Cuando hay nubes en la costa y el mar se pone negro, a las cinco de la tarde ya está casi oscuro. Ese era un día así: nublado, medio gris y medio frío, con la lluvia anunciándose y olas con espuma en la cresta.

—Mala se pone la cosa, Mariposa. Hay que apurarse o nos pesca el agua y se nos hace oscuro... A mí la noche por estas soledades me da miedo, Mariposa —decía Juancho, apurando el tranco con sus botas agujereadas y su poncho desteñido.

La perra estaba inquieta. Olía el aire y de repente se ponía a gemir despacito. Llevaba las orejas alertas y la cola tiesa.

—¿Qué te pasa? —le decía Juancho—. No te pongas a aullar, perra lesa, mira que vienen las ánimas a penar...

A la vuelta de la loma, cuando había que dejar la carretera y meterse por el sendero de tierra que llevaba cruzando los potreros hasta la casa, la Mariposa se puso insoportable, sentándose en el suelo a gemir como si le hubieran pisado la cola. Juancho era un niño campesino, y había aprendido desde niño a respetar los cambios de humor de los animales. Cuando vio la inquietud de su perra, se le pusieron los pelos de punta.

—¿Qué pasa, Mariposa? ¿Son bandidos o son aparecidos? Ay... ¡Tengo miedo, Mariposa!

El niño miraba a su alrededor asustado. No se veía a nadie. Potreros silenciosos en el gris espeso del atardecer invernal. El murmullo lejano del mar y esa soledad del campo chileno.

Temblando de miedo, pero apurado en vista que la noche se venía encima, Juancho echó a correr por el sendero, con el bolsón golpeándole las piernas y el poncho medio enredado. De mala gana, la Mariposa salió trotando detrás.

Y entonces, cuando iban llegando a la encina torcida, en la mitad del potrero grande, lo vieron.

Era un enorme plato metálico suspendido a dos metros del suelo, perfectamente inmóvil. No tenía puertas ni ventanas: solamente tres orificios brillantes que parecían focos, de donde salía un leve resplandor anaranjado. El campo estaba en silencio... no se oía el ruido de un motor ni se agitaba el viento alrededor de la extraña máquina.

El niño y la perra se detuvieron con los ojos desorbitados. Miraban el extraño artefacto circular detenido en el espacio, tan cerca y tan misterioso, sin comprender lo que veían.

El primer impulso, cuando se recuperaron, fue echar a correr a todo lo que daban. Pero la curiosidad de un niño y la lealtad de un perro son más fuertes que el miedo. Paso a paso, el niño y el perro se aproximaron, como hipnotizados, al platillo volador que descansaba junto a la copa de la encina.

Cuando estaban a quince metros del plato, uno de los rayos anaranjados cambió de color, tornándose de un azul muy intenso. Un silbido agudo cruzó el aire y quedó vibrando en las ramas de la encina. La Mariposa cayó al suelo como muerta, y el niño se tapó los oídos con las manos. Cuando el silbido se detuvo, Juancho quedó tambaleándose como borracho.

En la semi-oscuridad del anochecer, vio acercarse un objeto brillante. Sus ojos se abrieron como dos huevos fritos cuando vio lo que avanzaba: era un Hombre de Plata. Muy poco más grande que el niño, enteramente plateado, como si estuviera vestido en papel de aluminio, y una cabeza redonda sin boca, nariz ni orejas, pero con dos inmensos ojos que parecían anteojos de hombre-rana.

Juancho trató de huir, pero no pudo mover ni un músculo. Su cuerpo estaba paralizado, como si lo hubieran amarrado con hilos invisibles. Aterrorizado, cubierto de sudor frío y con un grito de pavor atascado en la garganta, Juancho vio acercarse al Hombre de Plata, que avanzaba muy lentamente, flotando a treinta centímetros del suelo.

Juancho no sintió la voz del Hombre de Plata, pero de alguna manera supo que él le estaba hablando. Era como si estuviera adivinando sus palabras, o como si las hubiera soñado y sólo las estuviera recordando.

—Amigo... Amigo... Soy amigo... no temas, no tengas miedo, soy tu amigo...

Poquito a poco el susto fue abandonando al niño. Vio acercarse al Hombre de Plata, lo vio agacharse y levantar con cuidado y sin esfuerzo a la inconsciente Mariposa, y llegar a su lado con la perra en vilo.

—Amigo... Soy tu amigo... No tengas miedo, no voy a hacerte daño... Soy tu amigo y quiero conocerte... Vengo de lejos, no soy de este planeta... Vengo del espacio... Quiero conocerte solamente...

Las palabras sin voz del Hombre de Plata se metieron sin ruido en la cabeza de Juancho y el niño perdió todo su temor. Haciendo un esfuerzo pudo mover las piernas. El extraño hombrecito plateado estiró una mano y tocó a Juancho en un brazo.

—Ven conmigo... Subamos a mi nave... Quiero conocerte... Soy tu amigo...

Y Juancho, por supuesto, aceptó la invitación. Dio un paso adelante, siempre con la mano del Hombre de Plata en su brazo, y su cuerpo quedó suspendido a unos centímetros del suelo. Estaba pisando el brillo azul que salía del platillo volador, y vio que sin ningún esfuerzo avanzaba con su nuevo amigo y la Mariposa por el rayo, hasta la nave.

Entró a la nave sin que se abrieran puertas. Sintió como si «pasara» a través de las paredes y se encontrara despertando de a poco en el interior de un túnel grande, silencioso, lleno de luz y tibieza.

Sus pies no tocaban el suelo, pero tampoco tenía la sensación de estar flotando.

—Soy de otro planeta... Vengo a conocer la Tierra... Descendí aquí porque parecía un lugar solitario... Pero estoy contento de haberte encontrado... Estoy contento de conocerte... Soy tu amigo...

Así sentía Juancho que le hablaba sin palabras el Hombre de Plata. La Mariposa seguía como muerta, flotando dulcemente en un colchón de luz.

—Soy Juancho Soto. Soy del Fundo La Ensenada. Mi papá es Juan Soto —dijo el niño en un murmullo, pero su voz se escuchó profunda y llena de eco, rebotando en el túnel brillante donde se encontraba.

El Hombre de Plata condujo al niño a través del túnel y pronto se encontró en una habitación circular, amplia y bien iluminada, casi sin muebles ni aparatos. Parecía vacía, aunque llena de misteriosos botones y minúsculas pantallas.

—Este es un platillo volador de verdad —dijo Juancho, mirando a su alrededor.

—Sí... Yo quiero conocerte para llevarme una imagen tuya a mi mundo... Pero no quiero asustarte... No quiero que los hombres nos conozcan, porque todavía no están preparados para recibirnos... —decía silenciosamente el Hombre de Plata.

—Yo quiero irme contigo a tu mundo, si quieres llevarme con la Mariposa —dijo Juancho, temblando un poco, pero lleno de curiosidad.

—No puedo llevarte conmigo... Tu cuerpo no resistiría el viaje... Pero quiero llevarme una imagen completa de ti... Déjame estudiarte y conocerte. No voy a hacerte daño. Duérmete tranquilo... No tengas miedo... Duérmete para que yo pueda conocerte...

Juancho sintió un sueño profundo y pesado subirle desde la planta de los pies y, sin esfuerzo alguno, cayó profundamente dormido.

El niño despertó cuando una gota de agua le mojaba la cara. Estaba oscuro y comenzaba a llover. La sombra de la encina se distinguía apenas en la noche, y tenía frío, a pesar del calor que le transmitía la Mariposa dormida debajo de su poncho. Vio que estaba descalzo.

—¡Mariposa! ¡Nos quedamos dormidos! Soñé con... ¡No! ¡No lo soñé! Es cierto, tiene que ser cierto que conocí al Hombre de Plata y estuve en el Platillo Volador —miró a su alrededor, buscando la sombra de la misteriosa nave, pero no vio más que nubes negras. La perra despertó también, se sacudió, miró a su alrededor espantada, y echó a correr en dirección a la luz lejana de la casa de los Soto. Juancho la siguió también, sin pararse a buscar sus viejas botas de agua, y chapoteando en el barro, corrió a potrero abierto hasta su casa.

—¡Cabro de moledera! ¡Adónde te habías metido! —gritó su madre cuando lo vio entrar, enarbolando la cuchara de palo de la cocina sobre la cabeza del niño. ¿Y tus zapatillas de goma? ¡A pata pelada y en la lluvia!

—Andaba en el potrero, cerca de la encina, cuando..., ¡Ay, no me pegue mamita!..., cuando vi al Hombre de Plata y el platillo flotando en el aire, sin alas...

—Ya mujer, déjalo. El cabro se durmió y estuvo soñando. Mañana buscará los zapatos. ¡A tomarse la sopa ahora y a la cama! Mañana hay que madrugar —dijo el padre.

Al día siguiente salieron Juancho y su padre a buscar leña.

—Mira hijo... ¿Quién habrá prendido fuego cerca de la encina? Está todo este pedazo quemado. ¡Qué raro! Yo no vi fuego ni sentí olor a humo... Hicieron una fogata redondita y pareja, como una rueda grande —dijo Juan Soto, examinando el suelo, extrañado.

El pasto se veía chamuscado y la tierra oscura, como si estuviera cubierta de ceniza. El lugar quemado estaba unos centímetros más bajo que el nivel del potrero, como si un peso enorme se hubiera posado sobre la tierra blanda.

Juancho y la Mariposa se acercaron cuidadosamente. El niño buscó en el suelo, escarbando la tierra con un palo.

—¿Qué buscas? —preguntó su padre.

—Mis botas, taita... Pero parece que se las llevó el Hombre de Plata.

El niño sonrió, la perra movió el rabo y Juan Soto se rascó la cabeza extrañado.


Isabel Allende