Silbán, el Gigante enamorado (Leyenda española)

El Gigante Silbán era famoso en la comarca por sus constantes robos de

ganado. Nadie podía trepar a su guarida, situada a gran altura en una

pared vertical de roca caliza. Tan sólo su agilidad, y sus enormes

piernas, le permitían subir rápidamente utilizando unas estacas de

madera clavadas a modo de escalas, pero estaban tan separadas unas de

otras que no servían para las personas de tamaño normal. Las que desde abajo

parecían estacas, no eran otra cosa que auténticos y enteros troncos de

enebro, algunos arrancados con raíz y todo. Silbán era aún más odiado

por otra razón además de los robos: raptaba doncellas, y nunca más se

sabía de las desafortunadas. Hasta que en una ocasión, el azar o el

destino hizo que se encariñara con Marieta la Pastora, una de las

secuestradas. Esta fue la causa que salvó a la muchacha del desconocido fin

al que el monstruo sometió a todas las que la precedieron. Superados los

primeros momentos de desesperación y los

segundos de profunda tristeza, que pasó Marieta

a la entrada de la gruta, mirando el precipicio a

sus pies, calibrando incluso la distancia que la

separaba de la libertad, si conseguía descolgarse

de uno a otro peldaño, o de la muerte, si no era

capaz, la sagaz aldeana planeó su plan. Contaría

para ello con lo único que tenía en aquel momento:

encanto y paciencia, las dos, virtudes y armas de

mujer. Comenzó por engatusar al gigante, que

disfrutaba en la boca de la cueva, a la solana,

mientras ella le peinaba los larguísimos cabellos

otrora enmarañados por la vida silvestre. Tanto

se confío Silbán que, cuando dormía una mañana

en su regazo, no se enteró de que Marieta se había

apartado, dejando la cabeza del gigante apoyada

encima de su delantal y éste en la roca donde había estado

sentada. Bajo el mandil, la pastora había acumulado una buena cantidad

de lana, y el Gigante siguió dormido en esta "almohada". De la misma

lana de las ovejas robadas por el Gigante, Marieta había entrelazado

hebras hasta conseguir una larga soga, por la que pudo descolgarse de la

cueva, para correr después sin detenerse hasta su pueblo, Salinas de

Sin, aunque a sus espaldas escuchaba la voz de Silván, con tonos tristes

y desengañados más que airados, que la llamaba: "¡Marieta, Marieta,

torna a oscar la mandileta!". Después de eso, Silbán quedó hundido,

abatido, roto, como cualquier caballero humano desamorado. Cuentan que

durante mucho tiempo se oyó en la noche un lamento rimado en la antigua

lengua, que el viento arrastraba hasta los hogares de Tella, de Salinas,

de L'Anfortunada...

-"Marieta, Marieta, torna con yo,

que no te faré treballar

y te'n daré toz os diyas

leche y chullas pa zenar"

(-"Marieta, Marieta, vuelve conmigo, que no te haré trabajar y te daré

siempre leche y carne como cena").

Dicen también que otras voces, joviales y alegres, acompañadas de música

de gaitas, comenzaron a sonar en los montes y en las parideras donde se

recogían los ganados. Era la respuesta de los jóvenes pastores y

repatanes, dichosos por haber burlado al Gigante:

-"Mincha-las-te tú, carnuz,

que yo me'n boi ta o lugar

aunque no prebe la pizca

y tienga que treballar."

(-"Cometelas tú, carnuz, carroña humana, que yo me voy a mi casa, aunque

no pruebe ni pizca y tenga que trabajar").

Pasados algunos días, celebrado el regreso de Marieta con danzas y

festejos, los ancianos y los mayorales de las aldeas decidieron reunirse.

Era necesario librarse del Gigante Silbán. Si una cría había logrado

engañarle, era posible la empresa que hasta ahora solo habían imaginado.

Tras muchas horas de discusión en torno a la hoguera, llegaron a

prevalecer dos posturas. La que defendía Galíndez, apoyada por los más

jóvenes, consistía en llegarse hasta el pie de la cueva y prender un

inmenso fogón que carbonizara los troncos, para dificultar al gigante su

descenso y acribillarle en ese momento con hondas y tirachinas. El

mayoral Fertús Lo Biello, sin embargo, el más anciano de todo el valle,

era de la opinión de que si la sagacidad había vencido una vez, sólo en

ella había de pensarse para una segunda y definitiva victoria. Apenas

fue apoyada esta, su postura, entre otras cosas por la fama de bruxón que

habíanle dado al viejo en los últimos tiempos.

Ese mismo amanecer, regados los garganchones con abundante vino, los más

jóvenes, armados de gayatas, hondas y tirachinas, se aproximaron a la

Espluca de Silbán. Sólo tres osaron llegarse hasta la misma base de

la cueva, y apunto de encender el chisquero, oyeron despavoridos un

ruido como de tormenta: descomunales pedruscos rodaban pared abajo,

arrojados por el Gigante que rugía fuera de sí. Huyeron todos los

valientes. Y dejaron hacer a Lo Biello.

Conocedor de cuantas virtudes encierran

yerbas y yerbajos, frutos y flores,

preparó un ungüento macerando en noche

de luna llena los más poderosos benenos.

Acercóse una mañana a la cabaña de La

Marieta, con intención de preguntarle por

los gustos de Lo Silbán. Y ella, con la que

nadie había contado para una venganza

justa, no dudó en ofrecer a Lo Biello no

sólo atinada información, sino toda la

ayuda que estuvo en su mano. Era la leche

el manjar del Gigante, y Marieta casi secó

las ubres de las ovejas y cabras de su

casa. Con la leche en un pozal, y el espíritu

del veneno disimulado dentro, anciano y

niña llevaron entre los dos el bebedizo

hasta el mismo pie de la cueva. Alejáronse

y ocultáronse como sólo una zagala puede

hacerlo, y desde el escondrijo cantó Marieta con queda voz:

"Torna con yo Lo Silbán

que no pas deixaré-te'n marchar"

(-"Vuelve conmigo, Silbán, que no dejaré que te marches")

O la oyó Silbán, o la olió, el caso es que descendió raudo de su cueva.

Llegó abajo, como un perro cazador, husmeando a derecha y a izquierda.

Casi tropezó con el brebaje. Sin pensarlo, engulló su contenido sin

respirar ni una vez. Y tan sólo dos o tres estertores volvieron a salir

de sus pulmones. Los justos para regresar trepando a duras penas hasta

su agujero y dejar que la negrura de la boca lo tragara para nunca más

salir.

Puede que el Gigante Silbán muriera a causa del beneno, puede que no,

pero desapareció de la comarca desde que bebió este último. Años después

algunos consiguieron llegar hasta arriba, y se atrevieron a entrar. No

encontraron nada. Pero todos aseguran que la cueva tiene infinitos recovecos

en su interior, y algunos llegan a afirmar, cuando pocos los oyen, que se trata de la

misma entrada a los infiernos, a donde Silbán, el Gigante despechado que

se enamoró de una pastora, ha vuelto para llorar eternamente sus penas.