Hace cientos de años, en los tiempos heroicos, vivió un rey moro;
Aben Habuz se llamaba, que se sentó en el trono de Granada. Llevó en
sus mocedades una existencia de constantes correrías y disipaciones,
` y cuando se vio machucho y acabado no deseaba más que vivir en paz
con el mundo, para acariciar los laureles que había conquistado y
gozar tranquilamente las posesiones que supo arrebatar a sus vecinos.
Pero ocurrió que a este débil y pacífico anciano le salieron rivales
jóvenes, príncipes ansiosos de lucha y de gloria, que le pidieron
cuentas de los saqueos y pillajes con que castigó a sus padres.
Además se mostraban en rebelión contra Aben Habuz e intentaban
invadirle su capital, ciertas comarcas del territorio de su reino que
el soberano había tratado con mano dura en los buenos años de su
dorada juventud. El caso fue que Aben Habuz tenía enemigos por todas
las fronteras de su mando, y que esos enemigos eran fuertes y estaban
decididos a avasallarle; y como Granada aparece rodeada de agrestes
montañas que impiden observar los movimientos de un ejército que se
acerque a la ciudad, el infortunado rey se veía obligado a sostener
estado continuo de vigilancia y alarma, no sabiendo de donde iban a
venirle los ataques que le amenazaban.
En vano levantó atalayas en las alturas y estacionó centinelas en
todos los pasos, con órdenes terminantes de encender hogueras de
noche y de levantar de día humaredas apenas se aproximara un grupo
extraño cualquiera. Sus alertas enemigos; burlando toda precaución,
se mostraban dispuestos a cruzar el desfiladero menos conocido y más
difícil de salvar, para asolar las propiedades de Aben Habuz en sus
mismo ojos, hacer prisioneros y regresar con el botín a las montañas.
¿Se halló nunca en situación más desagradable y molesta ningún
monarca valetudinario y obligadamente pacífico?
Preocupado Aben Habuz con tales inquietudes y disgustos, acertó a
llegar a su corte un medico árabe, muy anciano: le llegaba la barba a
la cintura, blanca como la nieve, y presentaba evidentes señales de
ser de muy avanzada edad, pero no obstante el peso de los años, había
hecho a pie casi todo el viaje desde Egipto, sin más ayuda que un
báculo tallado en jeroglíficos. Se llamaba Ibrahim Ebn Abu Ayud y le
rodeaba gran fama. diciéndose de é1 que vivía nada menos que desde
los días de Mahoma, hijo de Abu Ayub, que fue él último de los
compañeros que siempre iban con el Profeta.
De niño,Ibrahim siguió a las tropas de Amru que entraron
conquistadoras en Egipto, donde se asentó y estudió las ciencias
ocultas, la demonología, la hechicería, la magia particularmente
entre los sacerdotes faraónicos. Se aseguraba, además, que había
descubierto el secreto de prolongar la vida, con cuya virtud logró
dilatar la suya de tal modo que ya pasaba de los dos siglos, y eso
que. según sus propias palabras, no dio con aquel secreto, sino
cuando la carga de los años le pesaba verdaderamente, razón por la
cual lo único que pudo hacer fue conservar perennes las arrugas y las
canas.
Este hombre maravilloso fue recibido con toda solemnidad por el rey,
que, al igual que la mayor parte de los monarcas que llegaban a la
senectud, dispensaba favor especial a los médicos. Le ofreció
habitación en el palacio, pero el astrólogo prefirió una cueva en la
ladera de la montaña que se yergue sobre la ciudad de Granada, la
misma donde después se edificó
cueva hasta formar una sala espaciosa de elevado techo. donde ordenó
abrir un agujero circular, como la de un pozo , a través del cual
podía ver el firmamento y contemplar los astros aun a mediodía.
Escribió jeroglíficos egipcios en las paredes cubriéndolas de
símbolos cabalísticos y de reproducciones de los planetas y de las
estrellas en sus constelaciones. En suma, llamó a su lado a los
artesanos granadinos más hábiles, a quienes dirigió en la
construcción de útiles y de artefactos, cuyas propiedades secretas
guardó.
En poco tiempo se convirtió el sabio Ibrahim en el consejero del rey,
que le pedía opinión en todas las dificultades. Clamaba una vez Aben
Habuz contra la injusta enemistad de sus vecinos y lamentaba la
desaso segada vigilancia que se veía obligado a desplegar para
protegerse de las incursiones de esos enemigos. Acabó el rey de
exponer su situación y quedó callado el astrólogo, para decir
transcurridos unos momentos: -Sabed,¡oh Rey!, que estando yo en
Egipto presencié una sublime maravilla, ideada por una sacerdotisa
pagana de la antigüedad. En la cumbre de una montaña elevada sobre la
ciudad de Borsa y que miraba al gran valle del Nilo había una figura
de morueco, y encima de un gallo, ambas fundidas en bronce, que
giraban sobre un eje. Cuando el país estaba amenazado de invasión, se
volvía la figura del carnero hacia la dirección del enemigo y cantaba
el gallo. Los moradores de Borsa conocían así, no sólo el peligro,
sino el lugar por donde se aproximaban, y adoptaban con oportunidad
las medidas para defenderse.
-¡Dios en grande! -exclamó el pacífico Aben Habuz-. ¡Qué preciado
tesoro sería para mí poseer un morueco como ese. alerta. sobre estas
montañas que me rodean. y otro gallo igual que lanzara su canto ante
la vecindad del peligro! ¡Allah Akbah, cuán descansadamente dormiría
yo en mi palacio con semejantes centinelas en lo alto!
Esperó el astrólogo que se apaciguara el entusiasmo del rey, y
continuó con estas palabras:
-Después -que victorioso Amru -¡descanse en paz!- hubo concluido su
conquista de Egipto, me uní yo a los sacerdotes del país, estudiando
los ritos y las ceremonias de su fe idolátrica, esperanzado en
convertirme en maestro de los conocimientos ocultos que tanto
renombre les han procurado. Sentado un día sobre las riberas del
Nilo, en conversación con un sacerdote anciano, me señaló las
poderosas pirámides que se levantan como montañas en el desierto, y
me dijo: "Todo cuanto pudiéramos enseñarte es nada comparado con la
sabiduría que encierran esas enormes moles. En medio de la pirámide
central hay una cámara sepulcral que guarda la momia del sacerdote
supremo que ayudó a erigir esa formidable construcción, y con él está
enterrado un maravilloso libro de erudición con. los secretos de la
magia y del artificio. Este libro le fue entregado a Adán después de
su caída, y llegó. generación tras generación. a las manos del rey
Salomón el Sabio con cuya ayuda edificó el Templo de Jerusalén. ¡Sólo
Aquél, conocedor de todas las cosas. sabe cómo poseyó ese libro el
arquitecto de las pirámides!"
-Ardió mi corazón en anhelos de hacerme dueño del libro cuando oí
estas palabras del anciano sacerdote.
Podía disponer a mi mando de muchos soldados de nuestro ejército
conquistador y de los servicios de buen número de egipcios. y
utilizándolos, me dediqué al empeño. Taladramos la sólida masa, y no
sin trabajo fatigoso y dificilísimo quedó horadada hasta una estrecha
galería que parecía paso interior y secreto. Lo penetre, y llegué a
un intrincado laberinto, que me puso en el corazón de aquella
pirámide, y en seguida en la cámara sepulcral donde yacía siglos y
siglos la momia del gran sacerdote. Dispuesto a todo, abrí las arcas
exteriores de la momia, desdoble muchas de sus fajas y de sus vendas,
y, al fin, encontré en su pecho el preciado libro. Con mano
temblorosa lo cogí, y a tientas busque la salida de la pirámide,
dejando la momia en su tenebroso sepulcro esperando la resurrección
en el día del juicio final.
-¡Hijo de Abu Ayub, gran viajero has sido y maravillosas cosas has
visto! ¿Pero de qué me vale a mí el secreto de la pirámide, ese libro
de los conocimientos del sabio Salomón? -repuso Aben Habuz.
Le contestó el astrólogo:
-¡Oh Rey! Hojeando y estudiando este libro he aprendido todas las
artes mágicas, y me es dable conjurar los genios para llevar a cabo
mis planes. Mi saber domina el misterio del talismán de Borsa, y
puedo convertir ese talismán en una de las mayores gracias.
-¡Vale más para mí ese talismán que todas las atalayas en las
montañas y todos los centinelas en los límites de mi territorio! -
prorrumpió Aben Habuz-. ¡Dadme, oh sabio hijo de Abu Ayub, esa
salvaguardia, y disponed de las riquezas de mi tesoro!
Para satisfacer los deseos del monarca se entregó inmediatamente
Ibrahim a su arte. Ordenó que se erigiera una gran torre sobre el
palacio real, levantado en lo alto de la montaña del Albaicín. Se
construyo la torre con las piedras egipcias extraídas de una de las
pirámides. En la parte superior de la torre se dispuso una glorieta
con cuatro ventanas que miraban hacia los cuatro puntos cardinales, y
delante de ellas había sendas mesas que presentaban, lo mismo que un
tablero de ajedrez, un ejército mímico de jinetes y de infantes, con
la efigie, tallada en madera, del príncipe que gobernaba en el
territorio hacia cuya dirección caían dichas ventanas. En cada una de
esas mesas se erguía una lanza, no mayor que una daga, en la cual
aparecían esculpidos ciertos caracteres caldeos. Esta glorieta se
conservaba constantemente cerrada por una puerta de bronce, con gran
cerradura de acero, cuya llave guardaba el rey. En la cúspide de la
torre había una figura de bronce de un lancero moro a caballo, fija a
un eje, el escudo al brazo y la lanza elevada perpendicularmente.
Miraba el jinete a la ciudad como si estuviera vigilándola; pero si
se acercaba algún enemigo, se volvía el moro hacia la parte por donde
el enemigo asomaba y preparaba lista la lanza cual si se hallara
totalmente dispuesto a entrar en acción.
Cuando quedó concluido este artificio, todo era impaciencia en Aben
Habuz para probar las virtudes del talismán, y suspiraba por la
amenaza efectiva de una invasión tan ardientemente como había deseado
hasta entonces tranquilidad y reposo. Pronto vio satisfechos estos
deseos. Una mañana hizo su presencia el guardián destinado a vigilar
la torre, manifestando todo impresionado, que el rostro del jinete de
bronce se había vuelto hacia las montañas de Elvira y que su lanza
apuntaba directamente al Paso de Lope.
-¡Que toquen alarma los tambores y clarines, para que toda Granada se
halle alerta! -ordenó Aben Habuz.
-¡Oh Rey! dijo el astrólogo-. Que no se turbe la calma de vuestra
ciudad, ni tampoco llaméis a las armas a vuestros guerreros: no
necesitamos el auxilio de la fuerza para libraros de vuestros
enemigos. Haced que se retiren vuestros servidores, y dirijámonos
solos a la glorieta secreta.
Subió el anciano Aben Habuz la escalera de la torre apoyándose en el
brazo del más anciano aún Ibrahim Ebn Abu Ayub. Corrieron la puerta
de bronce y entraron. Vieron abierta la ventana que miraba al Paso de
Lope. Dijo el astrólogo:
-En esta dirección está el peligro. Acercaos, ¡oh Rey!, y observad el
misterio de la mesa.
El soberano se aproximó al tablero sobre el cual se hallaban
dispuestas las figurillas de madera, y con gran sorpresa vio que
todas estaban en movimiento. Los caballos hacían cabriolas y
corcovos, los guerreros blandían las armas, resonaban en confuso
clamor tambores y trompetas. el rechinar de las armas y el relinchar
de los corceles; pero todo este fragor de batalla no producían mayor
ruido ni se percibía más que el zumbido de la abeja o de la cigarra
en los oídos del que descansa, adormecido en la sombra, del calor del
mediodía.
-Aquí tenéis, ¡oh Rey!, la prueba de que vuestros enemigos están en
movimiento: avanzando a través de lejanas montañas, deben hallarse ya
en el Paso de Lope. Produciréis en ellos el pánico y la confusión y
les obligaréis a retirarse sin pérdidas de vidas, con sólo golpear
las figuras del tablero con el puño de esta lanza mágica. Pero si
queréis derramar sangre y causarles mortandad, tocad las figuras con
la punta.
-¡Hijo de Abu Ayub -dijo, irguiéndose y centelleándole la mirada de
satisfacción-, habrá derramamiento de sangre!
Sin acabar de decirlo, acometió con la lanza mágica algunas de las
figuras pigmeas que se movían sobre la mesa y luego golpeó con el
puño de la misma lanza las demás figurillas, sobre las cuales cayeron
las primeras como muertas, volviéndose todas unas contra otras en
lucha desordenada.
Difícilmente logró el astrólogo calmar la mano del más pacífico de
los monarcas y evitar que exterminara totalmente a sus enemigos. Al
cabo, hizo que abandonase la torre, para que sin dilación enviara
avanzadas a las montañas que explorasen el Paso de Lope. Volvieron
dando cuenta que un ejercito cristiano había llegado casi a la vista
de Granada atravesando el corazón de la sierra: súbitamente estalló
en sus filas tremenda disensión que les hizo volver las armas en
terrible agresión fraticida, habiéndose retirado a sus límites
después de fiera carnicería.
Aben Habuz quedó transportado de jubilo al ver probada la eficacia
del talismán.
-¡Al fin -exclamó-. gozaré vida reposada teniendo a todos mis
enemigos en las riendas de mi poderío! ¡Oh sabio hijo de Abu Ayub!, ¿
qué puedo darte en recompensa por esta bendición que derramas sobre
mí?
-Poco, y es muy fácil de conceder lo que necesita un anciano y un
filósofo. Otorgadme los medios para convertir mi cueva en una ermita
y me daré por contento.
-¡Cuán elevada es la moderación del hombre verdaderamente sabio!
respondió Aben Habuz. secretamente complacido de la cortedad del
premio.
Y llamó a su tesorero ordenándole que pusiera a la disposición del
astrólogo las sumas que requiriese para erigir y adornar su ermita.
Dispuso Ibrahim que se horadaran diversos aposentos en la sólida
roca, de manera que formasen una serie de habitaciones unidas a su
laboratorio astrológico, y las amuebló con lujosas otomanas y ricos
divanes. colgando de las paredes las mejores sedas de Damasco.
-Soy ya muy viejo y no puedo descansar mis huesos sobre lechos de
piedra, y estas húmedas paredes piden a gritos ser cubiertas -decía.
También mandó construir baños. que utilizaba con toda clase de
perfumes y de esencias aromáticas.
-El baño -afirmaba es necesario para contrarrestar la rigidez de la
edad y para devolver a la mente la frescura, la flexibilidad gastadas
y ajadas por el estudio.
Hizo Ibrahim colgar de las habitaciones innumerables lámparas de
plata y de cristal, que llenaba de fragante aceite preparado según
una receta que descubrió en las tumbas egipcias. Este aceite era
perdurable, y difundía tenue resplandor, como la suave luz del alba.
-La claridad del sol resulta demasiado deslumbrante y violenta para
los cansados ojos de un anciano, mientras que la luz de la lámpara se
aviene mejor a los estudios del filósofo -alegaba.
El tesorero del monarca gruñía ante las exigencias de oro que diaria
mente le hacia el astrólogo para su solitario retiro, y protestó ante
el rey. Aben Habuz se encogió de hombros y respondió:
-La palabra real está dada... Tengamos paciencia. Este anciano ha
tomado idea en el interior de las pirámides de Egipto y en las
inmensas ruinas de aquel país para su retiro filosófico; pero todas
las cosas tienen su fin, y así tendrán el suyo el arreglo y el adorno
de su caverna.
No se equivocó el rey. No tardó en quedar terminada la disposición de
la cueva, que constituyó al cabo un suntuoso palacio subterráneo. Se
mostró totalmente satisfecho el sabio, y se encerró durante tres
días, entregado en alma y vida al estudio. Salió, para presentarse de
nuevo ante el tesorero, pidiéndole:
-Una cosa más es necesaria, un ligero recreo para los intervalos de
la labor mental.
-¡Oh poderoso Ibrahim, cuanto tu soledad apetezca estoy dispuesto a
darte !¿Que deseas ahora?
-Desearía unas cuantas bailarinas.
-¡Bailarinas ! -lleno de asombro repitió como un eco el tesorero.
-Bailarinas -insistió gravemente el sabio-. Y jóvenes y hermosas,
para que la vista se goce en ellas, porque la presencia de la
juventud y de la hermosura alivia el ánimo. No es preciso que sean
muchas: con pocas basta, porque soy filósofo contentadizo y de
hábitos sencillos.
Mientras Ibrahim Ebn Abu Ayub pasaba de este modo sabiamente el
tiempo en su caverna, el pacífico Aben Habuz desarrollaba furiosas
campañas contra las figuras de su torre: gran gloria era para un
hombre valetudinario como él y de costumbres tranquilas disponer de
la guerra a placer y comodidad, barriendo desde la glorieta encantada
los ejércitos, más fácilmente que si hubiera tratado de librarse de
enjambres de moscardones. Se gozaba en esta diversión. y hasta
acuciaba a la batalla a sus vecinos insultándoles para que se
entregaran a incursiones; pero los continuos desastres que sufrían
les hicieron desesperar y no se aventuraron más en invadir los
territorios del viejo monarca. Meses transcurrieron en los cuales
descansó en paz y en quietud completa el jinete de bronce, con la
lanza elevada al aire; pero el insigne Aben Habuz, complacido al
principio, sintió después la nostalgia de su gloria y llegó a
demostrar impertinencia y malhumor ante la monótona tranquilidad que
gozaba.
Un día el jinete de bronce giró rápidamente y bajando la lanza apuntó
hacia las montañas de Guadix. Aben Habuz se apresuró a dirigirse a su
glorieta. Se sorprendió al ver que las figuras del tablero mágico que
había en aquella dirección permanecían inmóviles. Aturdido y
perplejo, mando que sus mejores tropas explorasen las montañas.
Volvieron al cabo de tres días.
- Hemos hecho -dijeron- un detenido reconocimiento sin ver un solo
yelmo ni una sola lanza. Lo único que hemos hallado en nuestra corre
ría ha sido una doncella cristiana, de asombrosa hermosura, que
dormía al lado de una fuente, reparando sus fuerzas sin duda, del
calor bochornoso del mediodía. Cautiva vuestra es, soberano señor.
-¡Una doncella de asombrosa belleza! - repuso Aben Habuz brillándole
los ojos -. Conducidla a mi presencia.
Le obedecieron al instante. Era, en verdad, mujer de sobresaliente
hermosura la cautiva. Estaba ataviada con el lujo y los adornos que
prevalecieron entre los hispanogóticos en los años de la conquista
árabe. Entretejidas en sus trenzas negras y relucientes, brillaban
blanquísimas perlas, y lucia en la frente joyas que rivalizaban con
el centelleo de su mirada. Le rodeaba el cuello una cadena de oro, de
la que colgaba una lira de plata que descansaba en su seno.
Los relámpagos que brotaban de los negros refulgentes ojos de la
cautiva actuaron como viva llama en el corazón, apagado, pero pronto
a enardecerse, de Aben Habuz, que sintió vacilantes sus sentidos ante
el vértigo de voluptuosidad que emanaba del porte de aquella
criatura.
- Mujer, la más hermosa entre todas las mujeres, ¿quién eres y qué
eres? -preguntó, transportado de arrobamiento.
-La hija de un príncipe godo que hace poco reinó en esta tierra. Las
tropas de mi padre han quedado destruidas como por arte de magia
entre esas montañas; y mientras él está derrotado y desterrado, su
hija sufre cautiverio.
En voz baja, dijo Ibrahim Ibn Ayub al rey:
-¡Guardaos, oh Aben Habuz, de esta mujer, que puede ser una de esas
hechiceras del norte de quienes tanto hemos oído hablar en nuestros
países, que adoptan las formas más seductoras para engañar a los
incautos! Me parece leer la brujería en su mirada y adivinar el arte
de los conjuros en sus movimientos. Indudablemente a este enemigo
señalaba el talismán.
-Hijo de Abu Ayub, eres un sabio, lo aseguro, y, por lo que he visto
un gran mago. Pero nada sabes de las mujeres. En este aspecto de la
vida no cederé en mis conocimientos ante hombre alguno, ¡ni ante el
propio Salomón el Sabio, a pesar del número de sus esposas y
concubinas ! En cuanto a esta doncella no creo que envuelva peligro
ni daño: su hermosura merece que se la admire, y mis ojos se deleiten
contemplándola.
- Escucha, ¡oh Rey! - indicó el astrólogo al soberano -. Os he
procurado gloriosas victorias por medio de mi talismán, y jamas he
participado en los gajes. Otorgadme, pues, esta cautiva perdida para
que su lira de plata me sirva de solaz en mis soledades. Y si
realmente es hechicera, poseo yo encantos tan poderosos que hacen
vanos sus hechizos.
-¡Más mujeres! ¿Qué pensáis? - se opuso, exaltado, Aben Habuz, a la
petición del astrólogo-. ¿No tenéis ya cuantas bailarinas deseásteis
para vuestro recreo y divertimiento?
- Bailarinas, vos lo decís, y es cierto ; pero cantarinas,¡ ninguna !
Y me gustaría oír una dulce voz que en armoniosas canciones levantara
mi ánimo del peso agobiador de las horas de estudio.
- Conceded tregua a vuestras insaciables peticiones de ermitaño
solitario - respondió el rey, mostrando inquietud -. Para mí he
elegido esta doncella, en quien veo placer y alegría, y tanto gozo y
tanto regalo como David, el padre del sabio Salomón, encontró en la
amistad de Abishag
Insistió el astrólogo alegando nuevas razones, que provocaron
impaciencia y disgusto en el monarca, separándose los dos ancianos
enojados y displicentes.
Se encerró el sabio en su caverna para estar a solas con la
desilusión que le había ocasionado la negativa de Aben Habuz. Pero al
cabo se arrepintió: quiso avisar nuevamente al soberano y aconsejarle
que observara cautela y vigilancia sobre su peligrosa cautiva.
¿Pero acaso hay enamorado en la senectud que preste oídos a consejos?
Aben Habuz solo atendía al influjo de su pasión, y no perseguía otro
afán que hacerse agradable a los ojos de la bella cristiana: quería
compensar la juventud que no tenía con las riquezas que contaba en
abundancia, y cuando un viejo se enamora es verdaderamente generoso.
No hubo en el Zacatín de Granada sedas riquísimas ni perfumes
exquisitos, joyas valiosas ni adornos caprichosos que el monarca no
desplegara pródigo en torno de la cautiva: cuantos objetos raros y de
valor llegaban de Asia y Africa eran para ella. Se idearon para su
entretenimiento toda clase de espectáculos y diversiones: torneos,
lidias de toros, canciones, bailes. Granada fue entonces la ciudad
regocijada que no encontraba fin a las fiestas y las alegrías.
Pero la hermosa mujer en cuyo honor se hacía tanto alarde era
princesa y aceptaba semejante ostentación con aire acostumbrado a la
magnificencia: consideraba debidos a su rango, y más aún a su
hermosura, porque la hermosura exige que se le rinda mayor tributo
que el rango, los homenajes con que se pretendía exaltar su vanidad o
su amor propio; y además parecía entregarse a secreto placer
excitando a Aben Habuz a gastar grandes sumas de dinero, que deberían
ir agotando su tesoro, para luego recibir como cosa corriente los
costosos agasajos sin darles la menor importancia. Con toda su
asiduidad y su munificencia el venerable enamorado no podía jactarse
de haber impresionado el corazón de la princesa: jamás le humilló la
cautiva con un gesto despectivo, pero jamas, tampoco, le halagó con
una sonrisa. Cada vez que el rey la exponía su pasión, hacia ella
sonar la lira de plata, que producía místicos encantadores arpegios:
se apoderaba la indolencia del soberano, quedaba adormilado un
instante, hasta que se rendía a un sueño profundo, del que despertaba
vigorizado, aunque con el arrebato de pasión desaparecido. Sufría con
esto su galanteo, pero acompañaban a sus letargos sueños agradables,
que esclavizaban completamente los sentidos del anciano, y prefirió
continuar en esos sueños a pesar de que todo Granada se burlaba de su
ciego entontecimiento y censuraba duramente el oro que costaban los
melodiosos acordes de una lira de plata.
Se presentó inopinadamente a la seguridad del monarca un peligro, del
que el talismán de la glorieta no le avisó: estalló una insurrección
en su capital y rodeó su palacio una turba armada que amenazaba su
propia vida y la de su amor preciado. El corazón de Aben Habuz latió
con la fuerza de su espíritu guerrero de otros tiempos: hizo una
salida al frente de un puñado de sus más leales servidores, puso a
los armados en huida y no se lo pensó para aplastar la insurrección.
Restablecida la calma, llamó al astrólogo, que apuraba en su encierro
la copa amarga del resentimiento. En tono conciliador le habló Abe
Habuz :
-¡Oh sabio hijo de Abu Ayub, bien hicisteis en predecirme los
peligros que había de acarrearme esta hermosa cautiva! Decidme,
ahora, vos que tan certeramente adivináis las contrariedades, que he
de hacer para evitarlas.
-Alejad de vuestro lado la infiel cautiva, que es la causa de todo.
-¡Antes perdería mi reino ! -clamó el monarca.
-Es que os halláis en la difícil situación de perder la cautiva y el
reino, las dos cosas - hízole saber el sabio.
Angustiado, dijo el rey:
-No os mostréis inflexible ni colérico, ¡oh vos, el más recóndito de
los filósofos! Considerad la doble angustia de un soberano y de un
enamorado, y disponed los medios de ampararme contra los males que me
amenazan. No me importa la gloria, menos aún el poderío. Unicamente
ambiciono la dulzura del reposo: ¡ojalá hallara asilo aislado del
mundo, de todas sus galas y pompas y de todos sus honores y cuidados,
dedicado el tiempo que me quede de vida al sosiego y al amor!
Le miró el astrólogo a través de sus pobladas cejas, para decirle:
-¿Y que me daréis, en cambio, si os proporciono el retiro a que
aspiráis?
-Sois vos quien ha de pedir la recompensa: si está al alcance de mi
mano y dentro de la esfera en que se desenvuelve mi poderío, cuanto
deseéis será vuestro... Os lo aseguro lo mismo que mi alma vive.
-¿Sabes, oh Rey, la historia del jardín de Irem, uno de los portentos
de
- De ese vergel algo he oído y algo sé. El Corán le dedica un
capítulo, que titula "El amanecer". Además labios de peregrinos que
han vuelto de
he considerado fábulas imaginadas por fantasías exuberantes, como son
los cuentos con que intentan entretenernos los viajeros que llegan de
países remotos y quieren impresionarnos con aventuras en que no han
tomado parte o con descripciones de lugares que en verdad no aciertan
a explicar.
-No echéis a mal, ¡oh Rey! los cuentos de los viajeros porque
envuelven conocimientos muy valiosos de los diversos confines de la
tierra. Sabed que casi todo lo que vulgarmente se refiere y se habla
del palacio y del jardín de Irem es cosa cierta: lo que he visto yo
con estos ojos míos. Oid mi aventura, y en ella encontraréis relación
con la petición que me hacéis. En mi pubertad, cuando no era yo más
que uno de tantos árabes del desierto, cuidaba los camellos de mi
padre. Al atravesar el desierto de Aden. se descarrió uno de ellos, y
lo perdí. En vano lo busqué días y días. Fatigado y sin fuerzas,
reposé mi cuerpo bajo una palmera, al lado de una fuentecilla, a la
hora del meridiano y quedé dormido. Al despertar, me hallé a las
puertas de una ciudad. Entré y recorrí sus grandes calles y plazas y
sus mercados, pero no vi un solo morador y encontré silenciosos todos
esos lugares. Seguí vagando por la ciudad, hasta que llegué a un
suntuoso palacio, con su jardín, adornado de fuentes y estanques, de
umbrías y flores y cargado de apetitosa fruta el huerto. ¡ Todavía ni
una sola alma ! Desanimado por la soledad tan singular, me apresuré a
partir de allí; y al llegar a la salida de la ciudad volví los ojos
para verla: ¡había desaparecido ! Lo único que divisé fue una
extensión ilimitada, el callado desierto. Anduve un poco y me crucé
con un anciano derviche, conocedor de las tradiciones y de los
secretos de aquellos parajes. Le conté lo que me acababa de ocurrir.
"Ese es - me explicó el derviche- el tan renombrado jardín de Irem,
una de las maravillas del desierto: sólo se aparece, de cuando en
cuando, a algún vagabundo como tú para alegrarle con la vista de sus
torres y de sus palacios, y de sus huertos llenos con el tesoro de
sus frutas, y desvanecerse en seguida, no dejando ver nada sino el
abandonado desierto. En tiempos antiquísimos, cuando los aditas
habitaban este país,el rey Sheddad, hijo de Ad, bisnieto de Noé,
fundó aquí una magnífica ciudad. Cuando la terminó y admiró su
esplendor, se le hinchó de orgullo y de arrogancia el corazón, y así
envanecido, determinó edificar un palacio real, rodeado de frondosos
vergeles que rivalizaran con cuanto dice el Corán del paraíso
celestial. Cayó sobre su engreimiento la maldición del cielo: Sheddad
y todos sus súbditos fueron barridos del haz de la tierra y puesta su
espléndida ciudad con el palacio y los jardines bajo hechizo perpetuo
que los oculta de los ojos de los humanos - excepto en intervalos
como la vista que tú has disfrutado- para castigo perdurable de
aquella soberbia".
Hizo una pausa Ibrahim, y en sosiego, pero ceremoniosamente, dijo por
su parte:
- Esta historia, ¡oh Rey!, y las maravillas que vi están siempre en
mi memoria. Después de muchos años, estando yo en Egipto y en
posesión del libro de los conocimientos de Salomón el Sabio,
determiné volver a visitar el jardín de Irem: lo encontré,
revelándose en toda su magnificencia a mis ojos. Tomé posesión del
palacio de Sheddad y pasé varios días en su fantástico paraíso
celestial. Los genios que custodian el lugar obedecieron mi poder
mágico y me descubrieron los hechizos a que ha quedado eternamente
conjurado el jardín y que lo hacen invisible. Para vos puedo hacer,
¡oh Rey!, otro palacio y otro jardín iguales, aquí sobre la montaña
que domina la ciudad. ¿ No soy dueño acaso, de los encantos ocultos?
¿No estoy en posesión del libro de la sabiduría de Salomón?
-¡ Oh sabio hijo de Abu Ayub! -pronunció con voz trémula por la
emoción, el soberano-. Eres, en verdad, un viajero y has visto y
aprendido cosas maravillosas. Procura en tu erudición un paraíso
semejante para mí, y pídeme en premio lo que quieras, no importa que
sea la mitad de mi reino.
- Bien sabéis, ¡oh Rey!, que soy un anciano y un filosofo que con
poco se satisface. Sólo os pido que se me entregue la primera bestia
con su carga que entre por el mágico portal del palacio que he de
construir.
Aceptó contento el soberano tan parca condición, y comenzó su tarea
el astrólogo.
En la cúspide de la montaña que se elevaba sobre sus aposentos
subterráneos, erigió Ibrahim una gran barbacana que conducía al
centro de una poderosa torre. Dispuso un pórtico exterior con un arco
elevado, y dentro el umbral, guardado por macizas puertas. En la
clave del dintel esculpió una llave enorme el sabio, y en la clave
también del pórtico exterior, que estaba más alta que aquélla, grabó
una mano gigantesca: poderosos talismanes los dos símbolos, ante los
cuales pronunció frases y sentencias en lengua desconocida.
Cuando quedó terminado este vestíbulo, se encerró en su gabinete
astrológico, entregado a encantamientos ocultos. Salió al tercer día
para subir a la montaña, y en la cima estuvo, hasta que a hora bien
avanzada de la noche, descendió, dirigiéndose a la presencia de Aben
Habuz, a quien dijo:
-¡Al fin, oh Rey! , he terminado mi labor. Sobre el ápice de la
montaña se yergue uno de los palacios más deleitosos ideados por la
fantasía humana y que mejor puede halagar los latidos del corazón:
encierra suntuosos salones y galerías, vergeles primorosos, fuentes
de purísima agua, baños fragantes. Toda la montaña, en una palabra,
ha quedado convertida en paraíso; y, lo mismo que el jardín de Irem,
lo protege un encanto poderoso y eficaz que lo esconde de la mirada y
de la ambición de los mortales, excepto de los que poseen el secreto
de sus maravillosos talismanes.
-¡Cracias y mercedes! - contestó, regocijado en triunfo, Aben Habuz-.
Con la luz del alba subiremos al palacio y nos posesionaremos de él.
El afortunado monarca apenas durmió aquella noche. No había asomado
los rayos solares por la blanca cumbre de Sierra Nevada, y ya montaba
Aben Habuz su corcel, acompañándole contados de su séquito, elegidos
expresamente por el, ascendiendo la estrecha pendiente que llevaba a
lo más alto. A su lado derecho, sobre. blanco palafrén, montaba la
princesa goda, engalanada de joyas y colgando de su cuello la lira de
plata. El astrólogo iba al costado izquierdo del soberano, a pie,
porque nunca cabalgó, apoyando los pasos en el báculo labrado de
jeroglíficos.
Aben Habuz mostraba ansias, que no lograba satisfacer, de ver el
refulgente palacio y las primorosas umbrías de sus jardines
extendiéndose a lo largo de las alturas: nada vislumbraba su afán. Le
dijo el astrólogo a una pregunta:
- Ese es precisamente el misterio y esa es la salvaguardia del lugar:
no divisarlo hasta que, cruzada su hechizada puerta. nos haya puesto
en posesión del palacio.
Cuando estaban ya en el pórtico, se detuvo Ibrahim y señaló al rey la
mano y la llave esculpidas en el arco.
-Estos son -recalcó- los talismanes que guardan la entrada de nuestro
paraíso: hasta que la mano no alcance la llave y de ella se apodere,
no habrá poder terrenal ni artificio mágico que prevalezca contra el
señor de esta montaña.
Mientras Aben Habuz contemplaba embobado y maravillado los dos
talismanes emblemáticos, fue adelantando el palafrén de la princesa
cristiana, que cruzó el pórtico y la adentró en los umbrales.
Exclamó todo jubiloso y radiante, el astrólogo:
-¡Oh, la recompensa que me tenéis prometida! Hela aquí: la primera
bestia con su carga que ha traspasado la mágica puerta.
Sonrió Aben Habuz ante lo que creía ironía del venerable sabio; pero
al verle anhelante por el premio, le dominó una cólera tal que se le
erizaron las barbas. Dijo, en tono duro:
-Hijo de Abu Ayub, ¿qué pretendes? Comprendes de sobra el significado
de mi promesa: la primera bestia de carga que penetrara por ese
portal. Hazte dueño de la mula más recia de mis establos, cárgala con
lo más preciado de mi tesoro, y cruce ese pórtico: tuya será, con
cuanto lleve. Pero no te atrevas a elevar tus aspiraciones hasta la
mujer que es la alegría de mi corazón.
-¿Para qué quiero yo las riquezas? - clamó desdeñosamente, el
astrólogo -. ¿Es que no soy dueño del libro de la erudición de
Salomón el Sabio, y por él tengo a mi disposición los más escondidos
tesoros de la tierra? Dada está vuestra real palabra: por derecho me
pertenece la princesa cristiana, y como mía la reclamo.
Miró altivamente la cautiva desde su palafrén, dibujando sus
sonrosados labios una sonrisa desdeñosa ante la ardiente disputa que
empeñaba aquella delirante senectud por la posesión de la gracia y de
la belleza juveniles.
Perdió toda prudencia el monarca. que rugió colérico:
-¡Hijo vil y ruin del desierto! Podrás dominar el encanto de muchos
artificios, pero no mi poderío: ¡no intentes burlar a tu señor y a tu
rey!
-¡Mi señor, mi rey! - repuso, mofándose, el astrólogo -. ¡ El
soberano de una maciza montaña reclamando imperio y autoridad sobre
el poseedor de los talismanes de Salomón! Bien te halles, Aben Habuz:
manda en tu despreciable reino y vive engañado entre las fingidas
esperanzas de que quieres rodearte como paraíso. Me gozaré en mi
retiro filosófico riéndome de tus necedades.
Diciendo esto, se apoderó de las bridas del palafrén, golpeó el suelo
con su cayado y se adentró con la princesa goda por el centro de la
barbacana. Se cerró la tierra tras el sabio, con la cautiva y su
caballo, como si los hubiera tragado, porque no quedó ni huella del
paraje que les sirvió de descenso.
Aben Habuz enmudeció de asombro. Repuesto, ordenó a mil cavadores que
no dieran paz al pico y a la azada ahondando el lugar por donde había
desaparecido el astrólogo. Vano fue el trabajo de aquellos hombres
que cavaban y cavaban. y no cesaban de cavar: el seno de pedernal de
la montaña resistía las herramientas y la energía humana; y cuando al
fin de dura fatiga lograron penetrar dos metros de roca, se cubrió de
nuevo la abertura más pronto de lo que había costado abrirla. Buscó
Aben Habuz en la falda de la montaña la boca de la cueva que dirigía
al palacio subterráneo del sabio:, fueron vanos también todos sus
deseos, porque no logro encontrarla: donde antes había estado
aparecía ahora sólida superficie de roca primaria.
Con la desaparición de Ibrahim Ebn Abu Ayub desapareció asimismo el
poder benéfico de sus talismanes. El caballero de bronce seguía fijo
a su caballo, pero tenía el rostro vuelto a la montaña, la lanza
apuntando al lugar por donde había desaparecido el astrólogo, como si
allí estuviese en acecho el enemigo más implacable del rey.
De vez en cuando subían débilmente del corazón de la montaña los
sones de armoniosa música unidos al suave tono de una voz femenina; y
un buen día llevó hasta Aben Habuz un montañés el cuento de que en la
noche anterior había descubierto una hendedura en la roca, y trepando
por ella logro ver una sala subterránea dentro de la cual reposaba
Ibrahim en magnifico diván, adormecido por la lira de plata de la
princesa cristiana, que parecía ejercer mágico influjo en los
sentidos del sabio.
Aben Habuz reanudó la búsqueda del astrólogo, esta vez valiéndose del
montañés como guía para las exploraciones. No logró desenterrar a su
rival: el hechizo de la mano y de la llave contrarrestó nuevamente
todo el poderío del hombre. En la cumbre de la montaña, el sitio del
palacio y del jardín prometidos continuaba en estéril desnudez; y
hasta el ameno campo florido que había ocultado de la vista como por
ensalmo, si es que no fue sólo fantasía de la calenturienta
imaginación de Ibrahim. Las gentes prefirieron pensar esto último, y
mientras unos dieron al lugar el apodo de "La locura del rey", otros
lo denominaron "El paraíso de los tontos".
Para mayor desventura de Aben Habuz, las vecindades que desafió y
menospreció y despojó a su placer cuando poseía el talismánico jinete
de bronce, al enterarse de que el anciano monarca ya no estaba
protegido por aquel mágico encantamiento, invadían constantemente los
territorios que antes les estuvieron vedados, haciendo que el resto
de la existencia del que pretendió ser el más pacífico de los
soberanos, se convirtiera en una urdimbre de revoluciones y de
inquietudes.
Murió, al fin Aben Habuz, y fue enterrado. Se han sucedido los siglos
y los acontecimientos. En la famosa montaña ha sido edificada la
Alhambra, que rememora en cierto grado los esplendores y las delicias
del fabuloso jardín del Irem. Se levanta aún en toda su integridad,
completa, la hechizada puerta, protegida sin duda por la mano y por
la llave misteriosas, y es hoy
entrada principal al castillo.
Bajo ella dormita en su magnifico palacio subterráneo el venerable
astrólogo, arrullado en su diván por la lira de plata de la princesa
goda.
Los achacosos centinelas inválidos que allí montan guardia oyen a
veces estas melodías en las claras y serenas noches estivales y,
rindiéndose a su fuerza ensoñadora, cabecean en sus puestos. Tan
somnífero es el ambiente del lugar que no se libran de la indolencia
los que vigilan de día esta parte del castillo, a quienes puede verse
adormecidos en los bancos de piedra o bajo los árboles. En realidad,
no sería exagerado decir que ésta es la fortaleza militar que más
invita al sopor del mundo.
Esto durará - así lo afirma la leyenda- centuria tras centuria. La
princesa de la hermosura sin par será cautiva eterna del astrólogo, y
el astrólogo estará encadenado a la argentada lira de la princesa y
por sus dones adormecido, hoy, y mañana, y siempre, hasta que la
simbólica mano empuñe la fatal llave y se desvanezca entonces todo el
encanto de la hechizada montaña.