El Caballito Jorobado

Más allá de los montes, los valles y los vastos mares, sobre la tierra y frente al cielo, vivía en una aldea un viejo. El viejo tenía tres hijos. El mayor era el más listo, el segundo así, así… pero el tercero era tonto, o al menos lo pensaba todo el mundo, que había llegado a llamarle "Vanka el imbécil".

Los tres hermanos sembraban trigo y lo llevaban a vender a la ciudad, capital próxima a la aldea. Vendían el trigo, cobraban el dinero y con la bolsa llena volvían a su casa.

Un día el viejo, visitando sus campos, descubrió que alguien había venido durante la noche y había pisoteado la siembra.

Para descubrir al culpable, ordenó a sus hijos que cada noche quedase uno de ellos en vela cerca del campo de trigo.

La primera noche le tocó al mayor quedarse velando, pero encontró más de su gusto pasearse cerca de la casa de su vecina. Sin embargo, al día siguiente declaró a su padre no haber pegado los ojos en toda la noche, sin por ello haber podido descubrir al ladrón. La segunda noche llovió a cántaros y el otro hermano se la pasó, en vez de velar, durmiendo a pierna suelta en una granja.

Regresó a su casa de mañana, malhumorado y diciéndose muerto de sueño después de una velada inútil, pues no había tenido mejor suerte que su hermano.

Al anochecer del tercer día, Vanka el imbécil hizo muy seriamente sus preparativos, en medio de las risas y burlas de sus hermanos, y se marchó al campo bien confiado en que aprehendería al malhechor.

La noche era muy clara, pero él se disimuló entre las altas espigas, y para no dormirse clavó en tierra unas varitas puntiagudas que le quedaban debajo de la barba, de modo que si cabeceaba el pinchazo volvía a despertarle.

Hacia la media noche Vanka oyó el ruido de unas pisadas, sacó la cabeza por entre las espigas y vio una maravillosa yegua dorada, cuya hermosísima crin rizada en pequeños bucles y cuya cola abundante que parecía un chorro de oro, resplandecía a la luz de la Luna.

Vanka dejó a la yegua acercársele, la atrapó por la cola y de un brinco montó sobre su lomo, pero en su precipitación quedó montado al revés, de cara a la cola del animal.

La yegua se sacudió y de un bote se desprendió de la tierra y se lanzó por los aires en vertiginosa carrera, tratando de hacer caer a Vanka.

Inútilmente. De nada le servía saltar por encima de montes y ríos; Vanka seguía agarrado desesperadamente a su cola y no se dejaba derribar. Agotada al fin, la yegua bajó de nuevo a la tierra y con gran sorpresa de Vanka, le habló con voz humana: "Vanka", le dijo, "veo que tú eres más fuerte que yo, pero si me devuelves mi libertad, te prometo que no volveré nunca a estropear tus campos de trigo. Además ,te regalaré dos caballos dorados, como yo, y un caballito jorobado. De los dos caballos dorados podrás hacer lo que quieras, pero nunca te separes del caballito jorobado. No lo cambies ni por todas las canicas del mundo, ni por un cinturón bordado, ni por el mejor de los sombreros. Pues sábete que él será para ti el más fiel servidor".

Vanka aceptó el trato y mientras la yegua desaparecía en el aire, él se dirigió hacia una caballeriza abandonada, en la que, según le había dicho la yegua, encontró los dos caballos dorados a cuyo lado caracoleaba un caballito jorobado.

En cuanto éste le vio entrar, le saludó relinchando alegremente y le habló con voz humana, perfectamente modulada: "Buenos días, amigo Vanka", le dijo, "soy muy feliz de tenerte por amo".

Vanka, muy emocionado, acarició afectuosamente el cuello del gracioso animalito y corrió a buscar pienso para sus tres caballos; después regresó a su casa, pero no contó nada de lo que le había sucedido, ni a su padre ni a sus hermanos. Dijo nada más: "Yo no he visto a ningún hombre entrar en nuestro campo de trigo", lo que era cierto. Los siguientes días Vanka se escapaba a cada momento para ir a cuidar sus tres caballos, con un aire tan misterioso que despertó la curiosidad de sus hermanos.

No tardaron éstos en descubrir el secreto de Vanka. Espiaron un momento propicio, le robaron los dos caballos dorados y fueron a venderlos a la próxima ciudad. Cuando descubrió el robo Vanka se puso a llorar, y al verlo así el caballito jorobado le consoló diciéndole que él sabía quiénes eran los ladrones y que le ayudaría a echarles la mano.

"Sube sobre mi lomo", le dijo, "agárrate bien a mi joroba y no tardaremos en atraparlos".

En seguida, de un salto, se lanzó al aire y echo a correr como si fuera sobre la tierra firme. Pasando por encima de un bosque, divisaron ladrones y caballos.

Al instante el caballito bajó a la tierra junto con su jinete cerca de los dos ladrones, que no tuvieron más remedio que confesar su pecado.

Vanka, sin enfadarse, decidió seguir con ellos el camino hasta la ciudad, donde venderían los dos caballos para el común provecho.

En cuanto anocheció, vieron a lo lejos una luz que brillaba entre los árboles.

Los hermanos de Vanka, que no deseaban sino deshacerse de él, lo mandaron a averiguar si aquella luz era de alguna casa donde pudieran pasar la noche.

Sin protestar, Vanka montó sobre su caballito y en un abrir y cerrar de ojos se encontró en un claro del bosque iluminado como en pleno día.

La luz provenía de unos pájaros de fuego, que revoloteaban en todos los sentidos. Vanka logró agarrar a uno por la cola, pero el pájaro se le escapó, dejando en sus manos una pluma resplandeciente.

"Amigo Vanka", le dijo el caballito, "créeme, deja esa pluma, pues si la guardas te va a traer mala suerte". Pero la pluma era demasiado bella para que Vanka se resignara a seguir el consejo del caballito.

Guardóse, pues, la pluma dentro de la blusa. El caballito movió tristemente la cabeza, y sin decir más volvió con su jinete adonde habían dejado a los hermanos.

Así prosiguió la caravana su camino hacia la ciudad, a la cual llegaron a la salida del sol.

Como era día de feria las calles estaban llenas de gente y todo el mundo, lleno de admiración, abrió paso a los dos hermosos caballos dorados. El rey, que se paseaba en esos momentos por la feria, seguido de sus guardias y de la corte, se paró también delante de los maravillosos animales.

"¿Quién es el dueño de esos caballos?", preguntó.

Vanka se adelantó y dijo: "Rey, estos caballos son míos y su dueño soy yo."

Tanto gustaron al rey los caballos que se quedó un buen rato acariciándolos y al fin propuso a Vanka que se los vendiese, lo que Vanka aceptó, con la condición de entrar también al servicio del rey, para ser él mismo quien los cuidase.

En tales condiciones quedó el trato cerrado. Vanka regaló el dinero de la venta a sus hermanos y les recomendó mucho que llevasen sus saludos a su padre.

Así entró Vanka al servicio del rey, quien le dejaba toda libertad.

Nadie le veía nunca limpiar sus caballos, y sin embargo, éstos siempre estaban relucientes como el oro, y sus crines y colas siempre rizadas.

Un palafrenero, celoso del favor del rey hacia Vanka, le espió una noche y descubrió cómo, sacando de su blusa una pluma resplandeciente, la fijaba en el muro, y a la luz que ella proyectaba Vanka podía hacer su trabajo.

Muy de mañana el envidioso palafrenero, decidido a perder a Vanka, corrió en busca del rey, se prosternó a sus pies y le dijo:

"Rey, tu nuevo servidor Vanka tiene en su poder una pluma encantada, que él se vanagloria de haber arrancado a un pájaro de fuego, diciéndose capaz de capturar otro semejante para su majestad."

El rey mandó inmediatamente buscar a Vanka y le ordenó que partiese sin tardanza en busca del pájaro de fuego, negándose a escuchar sus protestas.

"Si dentro de tres días", le dijo, "tú no me traes ese pájaro, te haré ahorcar en el patio de mi castillo."

Vanka, desesperado, volvió a la caballeriza llorando amargamente.

Al verlo, el caballito jorobado le preguntó lleno de solicitud cuál era la causa de sus lágrimas.

"¿Estás enfermo, amigo Vanka", dijo, "o caíste en las manos de algún malhechor?"

Vanka echó los brazos al cuello de su amigo y le contó lo que le había sucedido.

"¿Lo ves, amigo Vanka? Ya te había dicho yo que esa pluma te iba a traer mala suerte. Ahora hay que buscar un remedio; por esta vez yo procuraré ayudarte. Vuelve inmediatamente delante del rey y pídele que ordene te den una porción de granos de los más finos, una bebida dulce y, además, un par de artesas, y apresurémonos a partir cuanto antes."

A los pocos minutos cargó Vanka sobre el lomo de su amigo las provisiones pedidas, montando a su vez sobre el caballito, que según su costumbre echó a correr por entre las nubes.

Pronto aterrizaron en el claro donde vieron la primera vez a los famosos pájaros. Llenaron las artesas con los granos y la bebida y esperaron escondidos la venida de los pájaros.

Cuando éstos llegaron uno de ellos se acercó tanto, que Vanka logró atraparlo, sin que esta vez se le pudiera escapar. Lo metió en un saco y antes que expirase el plazo fijado volvió al palacio del rey con su presa en el saco.

Delante del rey rodeado de su corte, en la sala del trono, Vanka abrió el saco dejando escapar el pájaro. Su resplandor era tan fuerte que todo el mundo creyó que el palacio estaba ardiendo.

Pero Vanka logró tranquilizarlos, explicándoles que era sólo el pájaro el que ardía como el fuego.

El rey, que había quedado muy satisfecho de Vanka, lo colmó de nuevos favores.

Después de tal hazaña, la vida de Vanka volvió a deslizarse tranquila y feliz. Pero esta felicidad no debía durar.

Una noche, todos los servidores del palacio charlaban reunidos a la luz de la luna. Cada uno a su vez contaba una historia. Un viejo cocinero contó que él había oído decir cierta vez a su abuelo que en una región lejana, más allá de los mares, existía una princesa hija de la luna y hermana del sol.

Esa princesa era bella como el día y llevaba en su frente una estrella y una media luna bajo las largas trenzas de sus cabellos. Nadie quiso creer al viejo cocinero. Sólo el palafrenero, que estaba más que nunca celoso de Vanka, quiso aprovechar tal historia para perjudicar a su rival. Muy de mañana pidió al rey que le recibiese, se echó a sus pies y le contó la historia, añadiendo que Vanka se había declarado capaz de descubrir el lugar donde vivía tan bella princesa.

Al instante el rey, que no era casado, tuvo la idea de ordenar a Vanka el rapto de la bella princesa, a la que deseaba proponer hacerla su esposa.

Llamó, pues, a Vanka, y bajo la amenaza de la horca, le intimó para que fuese a buscarla y volviese con ella a los tres días.

Todo lloroso corrió Vanka en busca del caballito jorobado, para contarle su nueva desgracia.

"Vanka, Vanka", le dijo su amigo, "esta vez el servicio que me pides es muy importante y el lograrlo será más difícil. Acuérdate de la maldita pluma. Corre a pedirle al rey que dé órdenes para que te entreguen una tienda de tela toda bordada en oro, manjares de los más delicados y golosinas de toda especie."

Cuando Vanka tuvo todo esto, lo colocó sobre el lomo de su fiel caballito y montó él mismo a la grupa con tal facilidad como si este no llevase nada encima; el caballito se remontó en los aires y empezó a volar más de prisa que las golondrinas de vuelo rápido.

Después de haber dejado atrás montes y valles, se encontró al fin a la vista del inmenso mar océano, depositó a Vanka en la orilla, donde venían a morir las olas, y le dijo que instalara la tienda y dispusiera dentro una mesa con todos los manjares y golosinas.

"Ahora, amigo Vanka, escóndete detrás de la tienda; yo espero que la princesa no tardará en venir."

Vanka hizo según su consejo, pero las emociones de la aventura le habían cansado tanto que se durmió. Cuando despertó, el sol ya se ponía y dentro de la tienda la mitad de los manjares había desaparecido.

He aquí al pobre Vanka otra vez desesperado.

"Indudablemente la princesa ha venido durante tu sueño; ¿por qué te has dormido?… Pero consuélate, que seguramente ella volverá mañana, pues quedan aún bastantes golosinas."

Al día siguiente, en efecto, Vanka vio desde su escondite deslizarse sobre el mar una hermosa barca que venía hacía la playa, empujada por una ligera brisa. Al tocar tierra la barca, descendió de ella una princesa maravillosamente bella y que ostentaba una estrella en la frente y una media luna debajo de su larga trenza.

Se encaminó directamente hacia la tienda y en ella se instaló, dedicándose a saborear las golosinas.

Saltó Vanka de su escondite y atrapó por la trenza a la princesa, gritando: "¡Ya la tengo, ya la tengo! ¡Ven pronto, mi caballito!"

El caballito acudió lleno de alegría. Vanka saltó sobre su lomo, sujetando fuertemente entre sus brazos a la princesa, a pesar de sus lágrimas y súplicas.

Después de un rápido viaje por los aires, el caballito depositó al jinete con su presa en los jardines del palacio, en medio de la corte reunida, que se extasió contemplando la maravillosa hermosura de la princesa.

El viejo rey se enamoró de ella al instante y le rogó sin más tardar que le aceptase por esposo. La princesa le contempló un momento y le contestó que ella no podía casarse sin el permiso de su madre la Luna y de su hermano el Sol. "Además," añadió, "no me puedo casar sin haber recuperado una sortija que se me cayó en el fondo del mar."

El rey, desconcertado, reflexionó un momento y mandó una vez más llamar a Vanka.

"Vanka," le dijo, "he aquí una nueva ocasión de lucirte: tienes que subir hasta el palacio de la Luna y del Sol y obtener para la princesa su hija y hermana, el permiso de casarse conmigo. Luego has de encontrar en el fondo del mar una sortija perdida. No pierdas, pues, el tiempo, que estoy impaciente por casarme en seguida."

"Mi señor," balbuceó el pobre Vanka, "¿cómo crees que puedo yo, tan humilde, presentarle delante de la Luna y el Sol y que llegue después a encontrar en el fondo del mar una cosa tan pequeñita como es una sortija?"

"Haz lo que te ordeno," replicó el rey, "y si dentro de tres días no logras tener buen éxito en tu empresa, te haré morir en medio de los peores tormentos."

En el colmo de la desesperación volvió Vanka espantadísimo a la caballeriza y le confió su desgracia al caballito, vertiendo amargamente todas las lágrimas de sus ojos.

"¿Cómo no recordarte otra vez aquella pluma?," dijo el caballito, "pero ante todo es necesario encontrar la manera de salir adelante. Ve a pedir al rey que te otorgue ricos presentes, capaces de atraer los favores de la Luna y del Sol."

Vanka obtuvo del rey —demasiado enamorado para negárselos— los ricos presentes que le pidió: lujosas telas bordadas y cofres llenos de piedras preciosas. Todo ello lo sujetó al lomo de su caballito, montóse a la grupa y de nuevo se lanzaron ambos por el aire.

El caballito volaba más rápido que nunca por sobre montes, bosques, pueblos, valles, ríos, lagos y mares… Al cabo de unas horas, los viajeros descubrieron al fin el inmenso mar océano.

Sobre la superficie de este mar y atravesándolo de parte a parte, hallábase inmóvil una ballena. Esta ballena era tan vieja y hacía tanto tiempo que se encontraba inmóvil, que sobre su lomo se habían formado pueblos y existían campos cultivados por los hombres que en ellos vivían. Había hasta bosques espesos, a los que las muchachas iban a pasear en busca de hongos.

En el momento en que el caballito se acercó a la ballena, ésta le habló a Vanka, llorando amargamente.

"Hace siglos," le dijo, "que en castigo de mis pecados fui condenada por el Sol a quedarme inmóvil, atravesada como me ves, en este mar océano, hasta que alguien quiera ir a pedir al Sol que me perdone."

"Yo puedo hacerlo," dijo Vanka, "pero he de pedirte en cambio que me ayudes a encontrar una sortija perdida en el fondo del mar."

El trato fue aceptado y el caballito voló vertiginosamente, acercándose al fin al palacio de la Luna y del Sol.

"Mira, caballito," dijo Vanka, "cómo aquí la tierra no es negra sino azul".

"Es que ya no está lejos el palacio del Sol," respondió el caballito jorobado, "y las nubes que tú ves son los velos en los que el Sol se ha envuelto por la tristeza que le causa estar separado de su hermana."

El Sol y la Luna recibieron llenos de alegría las buenas noticias que Vanka y el caballito les traían, a uno de su hermana y a otra de su hija. Otorgaron a Vanka el permiso de casamiento para la princesa y el perdón para la ballena.

Y en seguida el caballito, con Vanka a cuestas, emprendió el regreso a la tierra, hacia la región donde se encontraba prisionera la ballena. En cuanto estuvieron junto a ella, Vanka le dio la noticia de su perdón, pero le advirtió que había de esperar hasta que todos sus habitantes se hubiesen mudado a tierra firme.

Entonces el caballito echó a correr por entre los pueblos, anunciando a las gentes la liberación de la ballena.

"En consecuencia," añadió, "dense prisa a ganar tierra firme, si no quieren ustedes morir ahogados."

Apresuradamente, los aldeanos cargaron sobre sus carros los muebles y útiles de trabajo, y arreando sus vacas y sus borregos pasaron a tierra firme.

En cuanto el último perrito pasó a la tierra, la ballena se sacudió y se hundió en el mar para ir en busca de la sortija.

Pero héte aquí que la sortija estaba en un cofrecito, y el cofrecito enterrado en la arena del fondo del mar océano. Y sólo un pez pequeñito llamado "espinoso" conocía el sitio donde se encontraba el cofre.

Por orden de la ballena, reina de todos los peces, dos toninas —sus cortesanos más próximos— comisionaron a toda una banda de arenques para buscar al "espinoso".

A pesar de todos los esfuerzos, los arenques no lograban encontrarlo. La ballena se impacientaba y el pobre Vanka comenzó a creer que su última hora había sonado. Por fin, encontraron al "espinoso" trabado en furiosa pelea con otro pececito. Tuvieron que venir las mismas toninas a impedir la continuación de la batalla, y mientras ellas tiraban por las aletas para llevarle ante la ballena, el "espinoso" se puso a gritar desesperadamente. "Sean ustedes clementes, mis hermanitas," decía, "déjenme infligirle un buen correctivo a este maldito pescado, que ayer me ha cubierto de los peores insultos ante toda la mejor sociedad del gran mar océano." Pero las toninas, sin escucharle, le llevaron a rastras ante la ballena.

"¿Qué significa esa conducta?," dijo severamente la ballena, "mereces un castigo ejemplar y no te perdonaré sino a condición de que me traigas ese cofrecito, que tú conoces bien."

El "espinoso" se lanzó en el acto a ejecutar la orden de la reina de los peces, seguido de toda la banda de arenques, quienes volvieron a poco, presentándole el cofrecito a la ballena. Mientras tanto, el "espinoso", ya cumplida su misión, se escapó nadando con toda la rapidez de sus aletas a proseguir con su enemigo la batalla interrumpida.

Vanka, en su desesperación, estaba ya por tirarse al agua, cuando apareció la ballena y lanzó a sus pies el precioso cofrecito, saludó, dándole una vez más las gracias, y desapareció definitivamente en el fondo del gran mar océano.

Vanka quiso colocar sobre el lomo del caballito el precioso cofre, pero éste era tan pesado que no logró siquiera levantarlo del suelo.

Viendo tal cosa, el caballito, de un solo golpe de su casco, lanzó al aire el cofrecito, que vino a caer justamente sobre su lomo. Allí también se colocó Vanka, sujetando vigorosamente el cofre entre sus brazos. Después de un viaje a toda prisa por encima de los campos, el caballito jorobado depositó de nuevo a su amo en los jardines del palacio.

La princesa se mostró muy satisfecha de la manera como Vanka había salido adelante en su empresa y estaba contentísima de haber recuperado al fin su querida sortija.

El rey creyó bueno aprovecharse de tal ocasión para insistir con la princesa, renovando la petición de mano. Entonces la princesa se decidió a confesar al rey que, la verdad, le parecía muy feo y demasiado viejo para ella.

"Probablemente aceptaría yo darle mi mano cuando usted consiguiera volverse joven y hermoso, y para que vea que soy buena, voy a decirle un modo de rejuvenecer y volverse hermoso al mismo tiempo… He aquí ese medio: haga usted instalar en el patio del palacio tres grandes peroles: el primero lleno de agua hirviente; el segundo, de agua fría, y el tercero, de leche, haciéndola hervir a borbotones. Ha de tirarse usted en cada uno de los peroles, empezando por el de agua hirviente, y cuando salga del tercer perol, el de la leche, estará usted joven y hermoso como el mismo Sol."

La receta dejó al rey perplejo, pero como tenía muchas ganas de casarse, imaginó hacer la prueba en otra persona, la cual no podía ser otra que Vanka, naturalmente, quien no brillaba por su belleza.

Llamó a Vanka y le explicó lo que esperaba de él, añadiendo: "Y como te niegues a obedecerme, te prometo ahorcarte sin remedio. Tienes hasta mañana para reflexionar."

Aterrorizado de verse en el caso de escoger entre los peroles y la horca, Vanka corrió en busca de su amigo el buen caballito, quien después de haberle escuchado pareció preocupadísimo.

"Esta vez, amigo Vanka," dijo, "no puedes negarme que tu idea de conservar la maldita pluma, te ha colocado en una bien fea posición, de la cual temo no poder sacarte sino a costa de enormes dificultades. Ante todo, he de exigir de ti que me otorgues una confianza ciega." Vanka se lo prometió lleno de efusión. Entonces el caballito agregó: "Ahora vete a dormir tranquilamente. Mañana yo te acompañaré hasta el andamio que habrá frente a los peroles. No me pierdas de vista, y en cuanto yo te haga seña con la cabeza, tírate sin vacilar en el perol de agua hirviendo, luego en el de la fría y en seguida en el de la leche."

Confiado en su fiel amigo, Vanka durmió hasta la mañana siguiente.

Muy temprano, el patio del palacio se vio lleno de damas y caballeros, de criados y soldados. Enormes hogueras ardían debajo de los peroles y Vanka sintió aumentar su angustia ante el espectáculo.

Desde su balcón la princesa asistía a éste, envuelta la cabeza en tupidos velos para salvaguardar su pudor. Vanka subió temblando sobre el andamio y dejó caer sus vestidos, sin perder de vista al caballito. Cuando le vio bajar la cabeza se persignó y valientemente saltó al perol del agua hirviendo.

Un gran grito escapóse de todas las bocas al surgir Vanka ileso, para arrojarse en seguida en el segundo perol y luego en el tercero.

Tras esta última prueba, Vanka reapareció hermoso como el mismo Sol.

Tranquilizado por la experiencia, el viejo rey saltó a su vez en el perol del agua hirviente... pero ya no salió más, pues quedóse completamente cocido.

La princesa bajó entonces de su balcón y propuso al pueblo la proclamación como rey del valiente Vanka, al que desde luego, dijo, aceptaría como marido.

El matrimonio se hizo en medio de espléndidas fiestas y el pueblo fué obsequiado con magnificencia.

Vanka llamó a la corte a su padre y a sus hermanos.

El caballito jorobado siguió siendo su mejor amigo y consejero, y sólo de vez en cuando, por bromear, le recordaba la pluma de sus desgracias.

Vanka fue muy buen rey para su pueblo y excelente esposo para la reina.

Los dos fueron dichosos hasta su vejez y tuvieron muchos hijos.