Atland, el Encantandor de las Cumbres (Leyenda española)

Fue Atland un personaje misterioso, ser de otro mundo que en su

apariencia humana adoptaba la humilde figura de un barbado anciano. Para

los primitivos habitantes pirenáicos que habitaron su tiempo, Atland,

loco o mago, arrastraba su mísera existencia hundido en una pequeña

cabaña construida con sus manos, más parecidas a raices leñosas que

humanas, a base de piedra sin cantera y troncos enteros de abeto. "El

Viejo de las Cumbres", le llamaban, y en los poblados de las montañas,

el Viejo se convertía en protagonista de historias y chismes inventados

por los lugareños con el fin de entretener la mente y hacer más breves

los rigores del crudo invierno. Fue Atland en la imaginación de las

gentes un soldado renegado de las guerrillas combatientes contra los

invasores del Imperio Romano, que para alcanzar la vergonzosa libertad

hubo de segar el cuello al cabecilla del grupo y huyó a esconderse a las

faldas del ya entonces llamado Monte Perdido, sobre el que también se

decía que era tal su lejanía debido a un extraño encantamiento que le

permitía, a la montaña, cambiar de lugar entre las demás cimas de la

cordillera. Por supuesto, Atland se ganó entonces la fama de Encantador

de las Montañas. Verdad o no, lo cierto es que Atland, personaje que

también ha llegado hasta nosotros con el nombre de Asland, escondía más

de lo que enseñaba.

EL PALACIO MAGICO DE MONTE PERDIDO

Atland tenía una misión sobre la tierra: los dioses, su familia, le

habían encomendado la construcción mediante las artes mágicas, de un

lugar maravilloso que sirviera de morada-puente entre los hijos de la

tierra y los hijos del misterio. El venerable encantandor, el más sabio

de entre los primeros pobladores de las brumas que cubrieron las

montañas en su génesis, se puso a trabajar con todas sus fuerzas. Reunió

todos los elementos conocidos. Para empezar, los primordiales: aire,

fuego, tierra y agua. Después, los esenciales: humo, viento, roca y

lluvia. Por último, los espirituales: palabra, lágrima, pétalo y música.

Hilos de luz de sol y de luna le sirvieron para tejer el hechizo. Por

fin, tras muchos siglos de empeño, el Palacio estuvo construido.

Sobre las nubes que permanecen eternamente cubriendo la cima del Monte

llamado Perdido, en uno de los macizos montañosos más antiguos del

planeta Tierra, se alza desde entonces un maravilloso palacio que sólo

algunos elegidos con el don de la Segunda Vista han podido contemplar.

Ninguna boca humana ha podido pronunciar las palabras que lo

describirían, ni ninguna mano de artista ha podido trazar siquiera un

bosquejo de su magnificencia. Aquellos que de el fastuoso prodigio han

tenido conocimiento, hablan de el brillo del cristal más puro,

magníficos jardines cuyos dibujos atrevidos han sido trazados por un

mágico compás; más cercanos a nuestros días, hay quien ha vuelto

insistir tratando de encontrar una certera descripción, sin conseguir

sino un reflejo como el que percibe en su mente el ciego que conoce un

cuadro con sus dedos: Maravillosas torres, resplandecientes almenas,

radiantes frontispicios y relucientes columnas.

Pero este celestial lugar tenía un fin. Debía acoger entre sus paredes

sin cemento un hogar, una acogedora morada para que floreciera el amor

entre las dos especies de seres más queridas de la Creación. Atland

previó lo que sucedería de dejar el acceso abierto a la curiosidad del

descubridor humano, y estableció que sólo a lomos de caballos alados o

dragones pudiera penetrarse en el recinto, guardado por pétreas fieras y

bestias que cobraban vida según los deseos expresado por Atland por

medio de un cetro de oro, tatuado de legendarias runas. La profecía

estaba escrita. Se grabó en el frontispicio de un viejo dolmen, hoy

desconocido y vergonzosamente cubierto por un vertedero de los humanos.

LA MUERTE DE ATLAND

Fue el mismo Encantador de las Cumbres quien talló con golpes de

palabras mágicas el texto de la profecía en la roca del dolmen, pero al

parecer, brotaron lágrimas de sus ojos mientras lo hacía, y por eso hoy

el dolmen se deshace bajo toneladas de escombros y deshechos. Lloraba

Atland porque a veces, conocer hace sufrir, y él escribía en una piedra

su propio final. Apiadados los dioses de la pena que embargaba el

corazón del viejo, fiel cumplidor de sus divinos deseos, ordenaron a las

tres Moiras que entretejieran una cruel venganza con los mismos hilos de

la muerte y del asesino de Atland, y así quedó escrito en el Tapiz del

Destino.