Hace muchos años, había en una selva de África un león tan grande que su apariencia resultaba terrible, y aquellos hombres que lo veían, quedándose petrificados por el terror, no podían huir y eran devorados por el gran animal.
Aquellos seres vivos que no tenían suficiente prudencia y precaución caían en sus garras, aunque estuviesen apartados de él a varios kilómetros de distancia, pues su olfato era muy fino, y su vista se decía, penetraba en la maleza, como si se tratase de mirar a través de un cristal.
Era tan enorme que sus mismos congéneres, los leones, rehuían su trato, y ello hacía que el gran león sintiese en muchas ocasiones el peso de la terrible soledad, haciéndole todavía más salvaje y malvado.
Un día, cansado de cazar, y satisfecho de correr, yacía junto a un enorme árbol medio dormido, cuando un ruido extraño para él (era el de una avioneta) se hizo cada vez más cercano y amenazador terminando por fin en una explosión.
Se sobresaltó un poco, pero tenía sueño y se durmió.
Soñaba el león que alguien acariciaba su hermosa melena y sonreía en agradecimiento. Le gustaba aquella sensación de ser querido por alguien.
Se encontraba tan a gusto que se despertó y comprobó sorprendido que una niña de unos cuatro años de edad, le pasaba la manita por encima.
Las suaves pasadas sobre su pelo hacían que su corazón sintiese algo desconocido para él. Era un bienestar tan grande como la mejor cacería imaginada, y que estremecía todo su ser, hasta hacer sonar la cuerda mas profunda de su alma.
Durante varias horas juguetearon ambos, sin ser conscientes de cuánto tiempo había transcurrido.
La muchachita de repente comenzó a llorar, y si bien se dice que los animales no relacionan tan bien como los humanos, el enseguida intuyó que añoraba a sus padres.
Con mucho cuidado se tumbó al suelo y la niña montó encima de su lomo.
Caminó el rey de la selva hacia el lugar de la explosión, creyendo que tendría alguna relación, pero allí solo quedaban restos de una avioneta y ningún ser vivo o muerto. Durante un buen trecho inspeccionaron sin detectar nada anormal o que le diese alguna pista.
La niña sollozaba, el león avanzaba ligeramente por entre la maleza cuando muy lejanamente podía escucharse un clamor que era conocido en la selva como la danza de caníbales alrededor de su presa.
Rao se apresuró.
Rao y los caníbales eran eternos rivales, pues muchas veces el león se les había anticipado en las cacerías. Este, se acercó sigilosamente al poblado donde estaban prisioneros un hombre y una mujer, alrededor de los cuales no paraban de dar frenéticas vueltas los caníbales.
La niña reconoció a sus padres y tiró de las melenas del imponente animal, pero este agachándose obligó a la pequeñuela a bajar y con una mirada penetrante hizo comprender a esta que debía permanecer quieta entre los matorrales.
El terrible animal caminó hacia la tribu y rugió más fuertemente que el estremecedor trueno en la alta montaña. Los salvajes se sobresaltaron por un instante, pero no estaban dispuestos a dejarse robar su comida por muy poderosas que fuesen las zarpas de aquel bicho.
Como un solo hombre se abalanzaron hacia Rao, y este con una rápida carrera acometió contra ellos provocando una encarnizada contienda.
Pronto fueron abatidos varios negros, quienes a su vez habían conseguido clavar seis lanzas en los costados de Rao. Este no sentía dolor, no sentía nada, sino en lo más profundo de su corazón las caricias de la niña, y esto le mantenía erguido.
Todavía de varios zarpazos tumbó a cinco caníbales, quienes se dieron por vencidos y abandonaron la refriega aterrorizados por semejante monstruo.
Mientras tanto, los prisioneros observaban nerviosos las escenas dignas de leyenda. El león avanzó hacia ellos solamente sostenido por su fuerza de voluntad, y con los ojos entornados ahora por el dolor y tambaleándose llegó hasta el poste, y sirviéndose de sus largos colmillos rompió las cuerdas que sostenían a la pareja amarrada, cayendo seguidamente al suelo.
La niña, saludando preocupadamente a sus padres, quienes no daban crédito a sus ojos, corrió hacia su amigo y de nuevo acarició muy delicadamente entre los ojos y la nariz a Rao, y apoyando su cabecita en la del león lloró desconsoladamente sin comprender que para el león era el momento más hermoso y perfecto de su vida.
Rao sonrió amablemente y se fue al cielo de los hombres, pues su existencia como león había terminado en la rueda de la vida.
Para recorrer su nueva etapa en el mundo de los humanos debería abandonar momentáneamente sus maravillosas cualidades para la caza, se vería obligado a perder muchas virtudes conseguidas, y debería aprender otras nuevas que le llevarían desde del tercer reino de la naturaleza (el animal) al cuarto reino (el del hombre) .