Después que los Reyes Católicos conquistaron Granada a los moros, esa hermosa ciudad fue durante muchos años residencia habitual de los soberanos españoles. Pero una serie de terremotos asoló la región, derribando muchos edificios, con lo cual cundió el pánico entre los habitantes y los monarcas decidieron abandonar aquel lugar que consideraban peligroso, seguidos, naturalmente, por toda la Corte.
Así transcurrieron muchos, muchos años, sin que ningún personaje real pisara la ciudad. La Alhambra, aquella maravilla mora, quedó sumida en el más completo abandono, y la famosísima Torre de las Infantas, que en otro tiempo habitaran las bellísima Zaida, Zoraida y Zorahaida, se convirtió en el refugio de arañas, murciélagos y lechuzas, y sus cámaras y aposentos perdieron todo su brillo, así como sus jardines todo su esplendor.
Claro que al abandono de la Torre contribuían sin duda las muchas leyendas que sobre ella se contaban, siempre al oído y en voz baja. Se decía que, a menudo, por las noches se encendía una luz en la que fue habitación de la más pequeña de las tres princesas, y el espíritu de la tímida y dulce Zorahaida se paseaba por los pasillos y por las escaleras, sentándose en ocasiones a llorar su soledad y pulsando en otras su laúd de plata, al que arrancaba dulces y nostálgicas notas.
El tiempo, sin embargo, hizo borrar todos los recuerdos. Y un buen día, el entonces rey de España, Felipe V, el primero de la dinastía de los Borbones, decidió pasar una temporada en Granada, en compañía de su joven y bella esposa la reina Isabel, princesa italiana de la casa de Parma, célebre no sólo por su hermosura, sino también por su elegancia y su espíritu cultivado y refinado.
Los obreros realizaron a toda prisa su trabajo y pronto la Alhambra volvió a resplandecer como en sus mejores tiempos, para dar la bienvenida a la real pareja. Y el redoble de os tambores y los sones de las trompetas anunciaron con alegría la llegada de la comitiva regia, mientras los aposentos y las estancias se llenaban con el rumor de las voces de los cortesanos, el crujir de las sedas de los trajes de las damas y las pisadas de los guardias, mientras en los patios se oía el ruido de las armas y el piafar de los caballos.
Entre el séquito real habla un paje que se llamaba Ruiz de Alarcón. Era joven, contaba sólo dieciocho años, y era de noble cuna, descendiente de una aristocrática y linajuda familia. Además, era muy inteligente y avispado, y a esas cualidades se unía también un físico muy agradable por todo lo cual se había convertido en el paje favorito de la reina Isabel.
¡Y grandes habían de ser en verdad su inteligencia, su gracia y su belleza, para merecer la particular atención de la soberana que, como ya dijimos, poseía un espíritu culto y refinado, y habiendo tantos otros pajes jóvenes y de noble cuna en la corte!
Una mañana, se hallaba el paje paseando por los alrededores de la Alhambra, adiestrando al halcón favorito de la reina, cuando vio a un pájaro que se elevaba hacia el cielo desde las ramas de un árbol próximo.
El paje lanzó el halcón en persecución de la avecilla, pero ésta, con gran astucia, consiguió escapar mientras el halcón, satisfecho sin duda de sentirse en libertad, siguió volando tranquilamente. Al fin se posó en las altas almenas de una torre que se levantaba en el extremo de las murallas de la Alhambra.
El paje experimentó un gran sobresalto, porque sabía que la reina le reprendería muy severamente si regresaba sin su halcón preferido. Incluso, por ese incidente, podía perder el favor real. Por eso se apresuró a llegar al pie de la torre, que no era otra que la famosísima Torre de las Infantas. Descendió al barranco y subió después por el otro lado, pero no vio ninguna puerta ni ventana lo suficientemente baja por la que poder penetrar.
Sin embargo, estaba decidido a penetrar en la torre, y dio un gran rodeo por el lado que daba al interior de las murallas.
En aquella parte descubrió un pequeño jardín, rodeado de un cerco de cañas, por las que subían deliciosas y frescas enredaderas.
Decidido, cruzó un portillo y llegó hasta la puerta, pasando entre macizos de rosas y otras flores, que llenaban el aire con sus perfumes. Comprobó que la puerta estaba cerrada, pero, por una hendidura en la madera, pudo ver el interior, que le asombró por lo bien cuidado y por el encanto que de él se desprendía.
La puerta se abría sobre un saloncito de estilo moro, de paredes muy blancas y adornadas con finas columnas. En el centro había una hermosísima fuente de alabastro, rodeada de flores; a un lado se veía una jaula en la que se hallaba encerrado un pájaro, mientras, en una silla, dormitaba un gato que llevaba un primoroso lazo rosa atado al cuello, junto a un cesto de labor femenina. Allí podían verse ovillos de seda de distintos colores; y, apoyada en el respaldo de la silla, una guitarra.
Al punto acordóse Ruiz de Alarcón de las muchas leyendas que, desde que estaba en Granada, le habían contado acerca de princesas moras y otros cuentos maravillosos. ¿Sería quizá aquel gato una princesa hechizada por un mago envidioso de su belleza...? Pero al punto se rió de sus pensamientos y llamó suavemente a la puerta.
Nadie contestó a la llamada. Sólo, por un instante, le pareció que un rostro de mujer se asomaba a una de las ventanas que se abrían encima de la puerta. Pero fue tan corto ese instante, que casi no podía asegurar si la fugaz visión había sido fruto de su imaginación.
Por eso, viendo que transcurría el tiempo sin que ningún rumor llegase del interior, repitió la llamada, esta vez con mayor fuerza. Y de nuevo apareció el rostro de mujer en aquella ventana, y esta vez el paje pudo convencerse de que era realidad, y que pertenecía a una joven que apenas tendría quince años y de belleza excepcional.
El paje Ruiz de Alarcón, sobreponiéndose a la impresión que la hermosura de la joven le había hecho, se quitó el gorro de plumas que llevaba y, con él en la mano, hizo una graciosa reverencia.
- Perdonadme si os molesto, bella doncella, pero necesito que me permitáis entrar en la torre, para recoger un halcón que se ha posado en sus almenas.
- Imposible, señor -contestó la muchacha con dulce y encantadora voz-. Mi tía, con quien vivo, me tiene prohibido que abra la puerta a desconocidos.
- Por favor, os lo suplico, no desentendáis mi ruego. Soy uno de los pajes reales y ese halcón que se me ha escapado es el favorito de la reina. ¡No me atrevo a regresar a palacio sin llevarlo conmigo!
- ¡Oh, señor! Si sois uno de esos caballeros de la corte, aún menos puedo permitiros la entrada. Mi tía me ha advertido especialmente en contra de ellos.
- Y lo comprendo, porque existen malos caballeros, por desgracia. Pero yo no soy de esos, fijaos en mí: soy un sencillo paje, que perderá el favor de la reina y puede verse sumido en la desventura, si vos seguís negándome ese pequeño favor que con tanta humildad os solicito.
Por fin, el bondadoso corazón de la muchacha, se conmovió ante tantas súplicas y terminó abriendo la puerta al paje. ¡Eran tan amables sus palabras, tan educado su gesto, que no podía creer que fuese uno de los caballeros contra los que su tía la había prevenido! ¡No, imposible! ¿Cómo podía ser malo un muchacho tan gentil, tan amable...?
Cuando Ruiz de Alarcón vio a la muchacha ante él, después qué ella le hubo abierto la puerta, quedó todavía más admirado ante su belleza. Porque si perfecto y encantador era su rostro, aún más lo era su figura, y su andar grácil y suave le añadía un nuevo encanto.
«¡Es más hermosa que la más hermosa dama de la corte!», pensó el paje.
Y en efecto, el traje andaluz que llevaba la muchacha le prestaba una, gracia que no podían igualar las mejores telas ni los brocados más valiosos, así como su pelo, cuidadosamente peinado y adornado con una rosa fresca y fragante, resultaba mucho más encantador que con los tocados más complicados o ricos.
Claro está que el paje apreció todos esos detalles en una sola ojeada. Le convenía apresurarse si quería coger el halcón. Y así, tras una breve inclinación ante la muchacha, subió a toda velocidad las escaleras de la torre.
Cuando bajó, con el pájaro en la mano, encontró a la joven sentada en el saloncito de estilo moro, devanando una madeja de seda azul. Pero en su turbación al verle de nuevo ante ella, el ovillo se le escapó de las manos, yendo a caer a los pies del paje.
Ruiz de Alarcón se apresuró a recogerlo, y doblando una rodilla en tierra, como si de una reina o de una princesa hija de reyes se tratara, se lo ofreció con una sonrisa.
Al punto aumentó la turbación de la muchacha, turbación que se convirtió en enojo cuando el paje depositó un beso en la mano que ella le tendía para recoger el ovillo.
- ¡Por favor, señor, os creía un caballero de bien! -exclamó.
- No os molestéis, hermosa doncella. En la corte, todos los caballeros bien nacidos besan la mano de las damas, como testimonio de su más profundo respeto y homenaje -se apresuró a explicar el joven Ruiz de Alarcón.
Así se tranquilizó de nuevo la muchacha, aunque seguía mostrándose turbada por la presencia del paje. Y ese, a su vez, a pesar de lo acostumbrado que estaba a los galanteos de la corte y a pesar de ser inteligente y avispado, se sentía también turbado ante el juvenil, fresco e inocente encanto de aquella hermosa jovencita.
Entonces, de pronto, cuando ya ambos comenzaban a hablar con menos cortedad, se oyó a lo lejos una voz que sobresaltó a la joven.
- Apresuraos, marchad enseguida, señor -exclamó-. ¡Marchad, os lo ruego, lo más rápidamente que podáis! Mi tía vuelve de misa, y se enojaría y me reñiría mucho si os encontrase aquí.
- Entregadme, os lo ruego, ésa flor que lleváis en el pelo. No quiero marcharme sin llevarme un recuerdo de vos. De lo contrario, quizá mañana pensara que vuestra hermosa imagen fue sólo un sueño, fruto de mi imaginación.
Separó ella la flor que adornaba sus negras trenzas y se la entregó.
- Tomadla -dijo-. Pero no os entretengáis, por favor.
Y el paje se apresuró a partir, después de haber prendido la rosa en su cinto y no sin antes volver a besar la mano de la encantadora Jacinta, que así se llamaba la muchacha.
Cuando la tía llegó a la torre, advirtió que su sobrina estaba agitada, y se apresuró a preguntarle qué le sucedía.
- Durante vuestra ausencia, tía, penetró un halcón en la torre -dijo Jacinta.
- ¡Qué atrevido! ¿Es que nuestro pobre pajarito no podrá estar tranquilo, ni aun dentro de su propia jaula...?
Fredegunda, la tía de Jacinta, era una solterona que, por sus muchos años y por haber vivido sola durante mucho tiempo, sentía una gran desconfianza y animadversión hacia todas las personas desconocidas, en especial si eran hombres, y más aún si eran caballeros de la corte, porque acerca de ellos había oído contar muchas historias.
Y ahora su desconfianza y sus continuos temores habían aumentado, al tener en su casa a su sobrina, huérfana de un noble oficial que murió en la guerra. Jacinta se había educado en un convento, y siendo huérfana también de madre, terminada su educación había pasado a vivir con su tía, la cual, precisamente por lo mucho que la quería, se sentía responsable de cuanto pudiera sucederle. ¡Apenas si le permitía salir de la casa una o dos veces a la semana, y siempre en su compañía, naturalmente, y aun para ir a la iglesia!
Pero las buenas gentes de los alrededores, al verla, habían quedado prendadas de su gracia y hermosura, hasta el punto que los campesinos, con esa imaginación poética tan generalizada entre los andaluces, le habían dado el sobrenombre de «La rosa de la Alhambra», y acerca de su belleza y encanto se hablaba en varias leguas a la redonda.
Esa explicación sobre el halcón, que su sobrina le dio, tranquilizó por completo a la buena señora. Y aunque desde aquel día oía a menudo rasgueo de guitarras en las frondas que rodeaban su casa, jamás pensó que las canciones, sentimentales en ocasiones, nostálgicas o románticas en otras, iban dedicadas a Jacinta. Pero así era en realidad.
El paje Ruiz de Alarcón no había olvidado a la muchacha. Y aunque ya no volvió a hablar con ella, se las ingeniaba para verla, aunque fuese desde lejos, y siempre que podía se acercaba a su casa para cantarle dulces canciones, que llenaban de ilusión y de felicidad el tímido corazón de Jacinta.
Los días pasaban sin que los dos jóvenes se dieran cuenta. Y el tiempo empezó a tejer ilusiones y esperanzas en sus corazones, que no querían reconocer el abismo social y jerárquico que les separaba.
Pero un día los monarcas decidieron dar por terminada su estancia en Granada. Y rápidamente se organizó la partida, que Fredegunda, curiosa, quiso ver, para lo cual dejó a su sobrina sola en la casa, no sin recomendarle, como siempre hacía, que no abriera la puerta a desconocidos.
Cuando ya todo el cortejo real hubo traspuesto las puertas de la ciudad, entre los aplausos de la multitud, que había colgado gallardetes y banderas en todos los balcones y ventanas, y entre redobles de tambores y sones de trompetas, la buena mujer regresó a su casa.
Pero, ¡cuál no fue su asombro al advertir que un hermoso caballo árabe piafaba inquieto, atado en el portillo de su propia casa, mientras en el jardín, un apuesto joven, vestido con el uniforme de los pajes reales, estaba arrodillado a los pies de su sobrina que, al parecer, le escuchaba con gran complacencia, encendidas de rubor las mejillas...
El alazán, como si quisiera advertir a su amo de la presencia de la tía, lanzó un fuerte relincho y al punto el paje se levantó y, no sin antes posar delicadamente sus labios sobre la blanca mano de Jacinta, saltó sobre su caballo desapareciendo velozmente entre los árboles.
Fredegunda se disponía a reñir severamente a su sobrina, pero la muchacha se adelantó a su reprimenda, refugiándose en sus brazos, lanzando profundos sollozos, mientras ardientes lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
- Se ha ido, tía, se ha ido. ¡Jamás, jamás volveré a verle y mi corazón se morirá! -exclamaba, acongojada.
- Pero, ¿qué dices...? ¿De quién hablas...? ¿Y qué noticias te trajo ese joven que hace un momento estaba arrodillado a tus pies, para que así te desconsueles y aflijas? Vamos, vamos, hijita, cálmate y cuéntamelo todo...
- ¡Es él quien se ha marchado! Ese paje que hace un momento visteis arrodillado a mis pies, pertenece al séquito real y por eso ha tenido que marcharse con los reyes...
- ¿Y de qué conoces tú a ese paje...?
Jacinta se ruborizó, pero contó a su tía cómo había llegado a la casa, persiguiendo al halcón.
- No existen halcones más peligrosos que los caballeros del rey. Igual que ese paje ha hecho contigo, hacen concebir ilusiones a las jóvenes cándidas y después, cuando se marchan, las olvidan en pocas horas. No sufras, Jacinta. Olvídale también tú.
- Me ha prometido volver para casarse conmigo. Pero antes necesita que su padre dé el consentimiento para la boda... -afirmó Jacinta, en cuyos oídos resonaban todavía las promesas que Ruiz de Alarcón acababa de pronunciar.
- ¡No sueñes, sobrina, no sueñes! Tú eres una pobre huérfana, y aunque desciendas de noble familia, el padre de ese joven se opondría sin duda a la boda..., aun en el caso de que él la deseara.
Jacinta no insistió, porque su corazón se aferraba a la esperanza. Sin embargo, al paso de los días, esa esperanza fue cada vez más y más débil. Después, los días se fueron transformando en semanas, y las semanas en meses... sin que recibiera ninguna noticia del paje.
Llegó el otoño, con todo su cortejo melancólico, y después el invierno, que hizo bajar casi hasta el valle las nieves de la Sierra. Y también pasó el invierno y se anunció con alegría la primavera en las flores, en los jardines, en el cielo, en la ciudad toda... mientras en el corazón de Jacinta seguía siendo invierno y la muchacha estaba cada día más pálida, cada día más triste...
Ya no la interesaban sus labores, ni la distraía el melodioso canto del pájaro en su jaula, ni la entretenían los jugueteos del gato que ronroneaba a sus pies. Y tampoco tañía nunca la guitarra, que era antes su pasatiempo favorito.
Una calurosa noche, cuando hacía ya rato que su tía dormía apaciblemente, la muchacha, desvelada, se sentó junto a la fuente y allí evocó una vez más el recuerdo de aquella inolvidable mañana, en la que hasta ella había llegado el paje Ruiz de Alarcón, en pos del halcón.
También evocó aquella otra mañana, tan triste, en la que se despidió, y las promesas que entonces le hizo. Promesas que no se habían visto cumplidas... Tan desdichada se sentía la pobre Jacinta, que las lágrimas brotaron de sus ojos y, corriendo por sus mejillas, cayeron sobre la fuente.
Poco a poco, las tranquilas aguas de la fuente comenzaron a agitarse y a burbujear, cada vez con mayor intensidad. Cuando Jacinta lo advirtió, se sintió presa de un extraño temor, que aumentó cuando, saliendo de entre las aguas, fue apareciendo ante su vista la figura de una joven de extraordinaria belleza y ricamente ataviada a la usanza mora.
Desconcertada ante aquella aparición, echó a correr y se encerró en su habitación, muy nerviosa y agitada. Y a la mañana siguiente se lo contó a su tía. Pero Fredegunda lo juzgó simple imaginación.
- Seguro que te quedaste dormida mientras pensabas en la historia de las tres princesas moras que antaño habitaron esa torre -le dijo.
- ¿De qué historia habláis, tía? No recuerdo ninguna historia de tres princesas moras... -afirmó Jacinta.
- Pues estoy segura de habértela contado hace ya tiempo. Es la historia de las tres princesas Zaida, Zoraida y Zorahaida, hijas del rey moro de Granada, Mohamed. Su padre las mantuvo durante mucho tiempo encerradas en esa torre hasta que al fin, un día, ellas decidieron fugarse con tres caballeros cristianos, pues cristiana habla sido también su madre. Pero en el último instante, la menor, que era extraordinariamente tímida y apocada, sintió miedo y se quedó en la torre, donde murió de nostalgia poco tiempo después. Durante muchos años las gentes afirmaron que su espíritu seguía habitando la torre...
- Sí, ahora recuerdo perfectamente la historia -dijo Jacinta-. Y recuerdo también que cuando me la contasteis, tía, lloré pensando en la suerte de la pobre princesa Zorahaida.
-No me extraña que llorases -siguió diciendo Fredegunda-, porque el caballero cristiano con el que Zorahaida no llegó a fugarse, fue precisamente un antepasado tuyo, que ya de regreso, a su país, aunque muy acongojado al principio, fue poco a poco reponiéndose de su tristeza y terminó casándose con una noble dama española. Y de ellos desciendes tú.
Aquella conversación que habla mantenido con su tía, llevó a Jacinta al convencimiento de que no habla sufrido una alucinación, sino que realmente se le habla aparecido la figura de la princesa Zorahaida.
«Fue una muchacha dulce y tímida, y no he de temerla. Esta noche volveré a la fuente a medianoche y quizá se me aparezca de nuevo», se dijo.
Y así lo hizo.
Hacia la medianoche, cuando, como el día anterior, su tía dormía ya profunda y tranquilamente, se sentó en el saloncito de estilo moro, junto a la fuente.
Y en efecto, apenas acababan de sonar las doce en el reloj más próximo, cuando de nuevo burbujearon las aguas y se abrieron, para que de entre ellas surgiera la figura de la hermosa princesa mora, ricamente ataviada, luciendo joyas valiosísimas y llevando entre las manos un laúd de plata.
Jacinta sintió, como la noche anterior, un primer impulso de echar a correr y refugiarse en su habitación. Pero se dominó, al ver cuán triste era la mirada de sus bellos ojos y también al oír su voz dulce y lastimera.
- ¿Cuál es la pena que te aflige, joven hija de los mortales? -le preguntó-. ¿Por qué lloras? Tus lágrimas turban las aguas, en las que descansa mi espíritu encantado, y tus suspiros y tus lamentaciones me impiden el reposo.
- Lloro y me aflijo por el abandono y el olvido de un joven paje.
- Tranquilízate y deja de llorar, hermosa niña. Tus penas todavía pueden tener remedio. Como sin duda ya sabes, yo soy una princesa mora que, como tú, lloró durante mucho tiempo la pérdida de su felicidad. Pero no por traición u olvido de mi caballero, sino porque me faltó el valor de abandonar esa torre. Se trataba de un antepasado tuyo, precisamente, y quería llevarme con él a su tierra, para que allí me bautizara y hacerme después su esposa. Y yo lo deseaba, ¡oh, sí! Deseaba ser su esposa, pero aún más deseaba convertirme a la religión cristiana, que había sido la religión de mi madre. Pero tuve miedo, ya te lo dije. Por eso ahora los genios maléficos tienen poder sobre mí y permaneceré encantada bajo esas aguas, en tanto una muchacha cristiana, joven como yo y de corazón puro, quiera romper el hechizo. Dime, ¿quieres tú ayudarme?
- Sí, sí, ¡claro que quiero! -respondió Jacinta, sin la menor vacilación.
- No te arrepentirás, porque yo a mi vez te ayudaré también con todas mis fuerzas. Ven, acércate, no temas. Coge agua de esa misma fuente y con ella bautízame según ordena tu religión. Así seré libre, por fin, del hechizo que me encadena desde hace siglos.
Jacinta obedeció las indicaciones que le daba la princesa mora y recogiendo un poco de agua de la fuente, la echó sobre el pálido y bellísimo rostro de aquella espectral figura, mientras pronunciaba las palabras sacramentales.
Al punto, aquel rostro pálido adquirió todavía una mayor belleza, porque se llenó de dulzura y paz. Dejando caer el laúd de plata a los pies de la muchacha andaluza, cruzó los brazos sobre el pecho y, lentamente, se fue difuminando en la noche.
Jacinta, trémula y llena de asombro, abandonó corriendo el saloncito y se encerró en su habitación. Pero aquella noche apenas pudo dormir. Sus sueños estaban poblados de pesadillas y de figuras que aparecían y desaparecían. Por fin, a la mañana siguiente, lucía de nuevo el sol en todo su esplendor y ella se apresuró a levantarse, para ir al salón y comprobar si realmente había podido salvar a la princesa mora de su encantamiento, o todo habla sido un sueño.
Al llegar, el laúd de plata, apoyado contra una de las columnas de la fuente de alabastro, le demostró la realidad de lo sucedido. Entonces fue en busca de su tía, apresurándose a contarle todo lo que había pasado y, como confirmación a sus palabras, le mostró el laúd de plata, con lo cual la buena señora tuvo que admitirlas como ciertas.
Entonces Jacinta pulsó con mano trémula aquel bellísimo instrumento y el asombro de ambas creció al advertir que la música que salía de sus cuerdas, era dulcísima y embriagadora.
- ¡Ese laúd es algo extraordinario! -exclamó Fredegunda, llena de admiración.
A partir de aquel día, Jacinta, aunque seguía recordando a su paje, sintió que su pena se suavizaba y la nostalgia huía de su corazón en cuanto pulsaba el laúd. Por eso lo tocaba muchas horas cada día, sin advertir que sus notas maravillosas hacían detenerse frente a la Torre a cuantas personas pasaban por las cercanías, hasta el punto de que la fama de la bella Jacinta y su extraordinario laúd de plata, fue extendiéndose por toda la comarca. ¡Incluso los pájaros cantores y de más armonioso trino, callaban para escucharla!
Pronto no fueron sólo los habitantes de Granada los que se extasiaron con la música de Jacinta. Su fama llegó a muchas otras ciudades y de todas partes comenzaron a acudir caballeros y damas, que deseaban oírla y que incluso le rogaban que acudiera a sus palacios cuando celebraban alguna fiesta, para deleite de los invitados. Y así fue como Jacinta salió por fin de su retiro, aunque siempre acompañada por su tía y recorrió palacios y ciudades, aldeas y mansiones señoriales, siendo festejada y honrada por todos.
Málaga, Córdoba, Sevilla, Almería..., todas las ciudades la acogieron con alegría y la llenaron de elogios. Muchos caballeros principales la pidieron en matrimonio. Pero ella no hacía caso de ninguno. Aunque, como ya dijimos su tristeza y su melancolía habían desaparecido, gracias a la poderosa virtud de la música del laúd de plata, su corazón seguía fiel al paje que la había olvidado y no podía interesarse por nadie más.
Precisamente por aquellos tiempos, el rey Felipe V fue presa de una extraña enfermedad que los médicos se sentían incapaces de aliviar. El monarca sufría unas jaquecas muy extrañas, que le sumían en un profundo sopor, y se pasaba días enteros sin interesarse por los asuntos del reino ni por ninguna otra cosa. Sólo parecía experimentar algún alivio oyendo música y por eso la reina había contratado los servicios del mejor grupo instrumentista del mundo, así como también los del cantante italiano Farinelli.
Hasta que un día, después de una jaqueca, más fuerte que todas las anteriores, que le había tenido casi inconsciente durante largas horas, el rey fue presa de una manía que le hacía afirmar que se había muerto y reñía a sus cortesanos y a sus médicos, porque no se apresuraban a darle sepultura.
Lo mismo la reina que los ministros estaban desconcertados y no sabían qué hacer. ¡La autoridad del rey era máxima y todo el mundo le debía obediencia! Pero, ¿cómo podían ellos cumplir esa orden, si no estaba muerto, sino vivo...? La reina, sobre todo, que amaba entrañablemente a su regio esposo, se pasaba las noches en vela, tratando de encontrar una fórmula para solucionar tan delicado problema, mientras emisarios suyos recorrían todos los países, en busca de los mejores médicos, confiando siempre que alguno lograrla por fin curar al rey.
Hasta que alguien habló a la reina de las maravillosas virtudes de la música que ejecutaba una joven andaluza. Como es de suponer, al punto se enviaron emisarios en su busca, con el ruego de presentarse en la corte lo más rápidamente posible y así, pocos días después, la bella Jacinta, acompañada de su tía, traspasó la puerta real, siendo recibida por la soberana.
Isabel quedó muy sorprendida al comprobar personalmente la belleza y el encanto, así como también la juventud de la muchacha, y cuando Fredegunda le explicó que, aunque había vivido humildemente durante su infancia, sus antepasados fueron todos de noble cuna y su padre había muerto peleando valientemente en defensa del rey, se sintió muy complacida.
- Si la fama de que vienes precedida es cierta -dijo entonces la reina dirigiéndose a la muchacha- y si con tu música consigues aliviar al rey de sus extraños males, en adelante quedarás bajo mi protección y te colmaré de honores y riquezas.
Y ya sin perder más tiempo, deseosa de comprobar el efecto de la música de Jacinta sobre el espíritu del rey, se apresuro a conducirla personalmente hasta la cámara real.
La hermosa Jacinta se quedó muy impresionada al entrar en la cámara. Porque por orden expresa del rey, que nadie se había atrevido a desobedecer, su cámara había sido adornada con inmensos cortinajes negros y alumbrada con altos velones de cera amarilla, todo lo cual contribuía a darle un aspecto tétrico. En el centro, había una especie de lecho o catafalco, también completamente cubierto con colgaduras negras, y sobre el cual reposaba inmóvil y con las manos cruzadas sobre el pecho, el rey.
La reina, al entrar, hizo señas a los caballeros que había en la estancia de que no hicieran el menor ruido y después indicó a Jacinta un taburete bajo que había en un rincón, haciéndole comprender su deseo de que se sentara y comenzara en seguida a tocar su laúd de plata.
La muchacha estaba tan nerviosa y emocionada, que al principio sus dedos se movieron vacilantes pero, poco a poco, su mano se fue afirmando y pronto arrancó de las cuerdas armonías tan suaves, tan perfectas y tan maravillosas, que todos los presentes se sintieron transportados al reino de la música. Al principio el rey no se movió. Aquella música suave y dulce, le hizo pensar quizá que se encontraba ya en el cielo y que eran los ángeles los que así tocaban. Sin embargo, una sonrisa plácida apareció en su rostro, lo cual llenó de esperanzas el corazón de la reina.
Después de haber tocado varias piezas melódicas y suaves, Jacinta inició la ejecución de una balada, que exaltaba las glorias de la Alhambra y las victorias de los valientes soldados españoles frente a los no menos valientes guerreros moros. Y el recuerdo de la Alhambra iba tan unido al del paje Ruiz de Alarcón, que la muchacha pulsó las cuerdas con toda su alma y las notas vibrantes, llenas de sentimiento, llenaron por completo la estancia, sobrecogiendo a todos los presentes..., ¡y el propio rey se levantó de un salto, ordenando impaciente que al punto le trajeran su espada y su escudo, y abrieran las ventanas de la habitación, para que por ellas entrara el sol y el aire!
¿Es preciso decir que aquella orden del monarca fue recibida con agrado por todos los presentes...? Mientras varios criados se apresuraban a ejecutarla, la reina, vivamente emocionada y con lágrimas en los ojos, abrazaba a su esposo quien, a su vez, la abrazó también con gran ternura, afirmando que se encontraba bien.
Después de ese primer momento de alegría, todos se volvieron hacia la artista que con su laúd de plata había hecho posible esa curación. Y entonces advirtieron que, llevada ella también de la emoción que había conseguido imprimir a su música, había sufrido un desvanecimiento y hubiese caído al suelo de no haberla recogido a tiempo los fuertes brazos del paje Ruiz de Alarcón.
Cuando se repuso por fin de su desmayo, el paje, en presencia de la propia reina, se apresuró a justificarse del aparente olvido en el que la había dejado.
- Mi padre se opuso terminantemente a la boda, apenas le hablé de ello -afirmó-. Durante meses y meses he insistido una y otra vez, pero todo es inútil. ¡Incluso llegó a prohibirme por completo que mantuviera ninguna relación contigo! También quería concertar mi matrimonio con una damisela de alta alcurnia, pero eso, ¡no! Como buen hijo puedo y debo obedecerle, ¡pero jamás me casará con otra muchacha!
A Jacinta todas aquellas palabras le parecían un sueño. Y su felicidad aumentó cuando la reina se decidió a intervenir.
- Ya te dije, hermosa Jacinta, que si lograbas curar al rey de su melancolía y de sus manías, te llenaría de honores y riquezas. Pues lo haré, no lo dudes. Y serán tantos y tan alto también el puesto que, a partir de ese mismo instante, ocuparás en la corte, que el noble padre de mi paje no sólo admitirá gustoso vuestra boda, sino que incluso la deseará con toda su alma.
Y así fue.
Poco tiempo después se celebró la boda, con gran esplendor y magnificencia y apadrinada por los propios reyes, con lo cual se inició para Jacinta y su esposo una vida llena de venturas y felicidades.
¿Y el laúd...? ¿Qué fue del laúd de plata...?
Durante algún tiempo el laúd permaneció en la morada de Jacinta y Ruiz de Alarcón, pero ellos, en su felicidad, llegaron a olvidarlo. En realidad, ¿para qué necesitaban música alguna, ni canciones, si sus corazones estaban siempre llenos de alegría...? Y según cuenta la tradición, un día, lo robó el cantante Farinelli, envidioso del poder de aquella música y se lo llevó con él a Italia, su patria. Pero a su muerte sus herederos, que ignoraban por completo el maravilloso poder, de aquel laúd, lo destruyeron, fundiendo la plata y entregando las cuerdas a un fabricante de violines de Cremona.
¡Y también se dice, aunque nadie pueda afirmarlo, que esas fueron las cuerdas que estaban en el violín que tanta fama dio al gran Paganini!