Lucrecia quería hacer algo para impresionar a su amiga Sofía, que vendría a tomar la leche el sábado por la tarde, a eso de las cinco. Así que el sábado, después de almorzar, se metió en la cocina y cerró las puertas. Sus padres dormían la siesta. Nadie la iba a interrumpir.
Pensaba en una torta. En una torta especial. No en una torta común y corriente de crema o chocolate con florcitas rosadas de mazapán. Lucrecia quería otra cosa. Pero no sabía qué.
Hojeó las revistas de recetas que su mamá guardaba en el estante que estaba sobre la heladera. En ellas encontró fotos de mujeres —un poco viejas y un poco gordas como sus tías— y siempre los mismos aburridos ingredientes. Que dos huevos acá… que medio kilo de harina allá… que batir esto, que tamizar lo otro. Todo muy, pero muy aburrido. Nada original, como lo que ella quería.
“Lo primero que necesito es un molde”, pensó, “para darle forma al proyecto y contener la fuerza expansiva de mi creatividad culinaria”. Lo de “creatividad culinaria” lo había leído en las revistas de su mamá, lo de “fuerza expansiva” lo había aprendido en el taller de ciencias de la escuela. Entonces recordó el neumático gordo, lleno de molduras en zigzag, que le quedaba de su primera bicicleta. Y la bocina roja de plástico; si la encontraba, sería el adorno que coronara su torta, como la cereza en la punta de un helado, pero con sonido.
Colocó el neumático—que estaba bastante limpio porque con aquella bicicleta sólo había andado por el interior de su casa— sobre el tablero de damas que le había regalado su primo dos cumpleaños atrás, y que jamás había usado —salvo un verano de mucho calor para apantallarse.
Ya tenía la base —una especie de piedra fundamental de goma y cartón cuadriculado— de su torta especial. La llamaría “torta sorpresa” porque en realidad ni ella misma sabía lo que iba a contener. Ahora sólo faltaba el resto.
Pensó que, como harina y arena suenan parecido, podía reemplazar una por otra y, del arenero del jardín, trajo un balde y tres cuartos. A Lucrecia le pareció que esa medida (uno y tres cuartos) le daba a la receta un toque sofisticado. Sería un buen tema de conversación cuando Sofía llegara el sábado, a eso de las cinco.
Pero el proyecto todavía estaba en pañales.
Como la torta se veía un poco seca decidió empaparla con miel. Los motivos eran varios:
1°) La miel era espesa y evitaría que la arena se desparramara.
2°) La miel era pegajosa y le serviría para pegar los adornos.
3°) La miel nunca se usaba y su madre no se daría cuenta de que faltaba hasta que llegaran de visita los tíos del campo que la habían traído de regalo.
4°) Había un cuarto motivo, pero no recordaba cuál era.
Ahora el aspecto había mejorado bastante. El color dorado de la miel combinaba bien con el color arena de la arena, y la torta ya no parecía tan seca.
Adornos: necesitaba adornos. Con unas plantas de lechuga —que su mamá había tirado a la basura mientras preparaba la ensalada del almuerzo porque estaban marchitas— trenzó un cordón alrededor del neumático. Aplastó las hojas de lechuga hasta que todas tuvieron el mismo color verde negruzco. Le daban un toque de distinción, como el que tenían las estatuitas de bronce del estudio de ese abogado amigo del abuelo.
La idea de decorarla con velitas no le gustaba nada. Era un sufrimiento tener que soplarlas una y otra vez para las fotos de su cumpleaños. Para la foto de papá, que nunca tenía el flash listo; para la foto de la tía Rosa, que quería que soplara con una sonrisa; y para las fotos de mamá, que siempre sacaba de más, por las dudas. ¡Y a esas velas que se vuelven a encender solas dan ganas de aplastarlas de un manotazo!
Pero hacía falta algo luminoso, y recordó la linterna de campamento. La colocó en el centro, hundiéndola un poco, lo que hizo que la torta se pusiera panzona (como las de los dibujos animados). Sólo sobresalían el foco y la perilla de encendido. Pensaba usar el efecto baliza, que hace que una luz roja se encienda y se apague intermitentemente.
Cubrió el foco con un papel celofán de color rosa, que estaba algo arrugado, y lo sujetó con escarbadientes a la arena.
Un par de moscas había comenzado a revolotear sobre su creación, así que roció todo con un líquido que su mamá le echaba a las plantas, y que decía “ECOLÓGICO” en la etiqueta. “Muy ecológico no debe ser si se usa para matar insectos”, pensó. El olor no era agradable pero al menos podía continuar trabajando en paz. De todos modos pensaba darle el toque final con unas gotas de perfume —aquél que venía en un frasco con forma de corazón.
Lo principal ya estaba: buena forma, buen color, luces y brillo. Sólo faltaban los detalles de terminación, aquellos que hacen que todo se vea “súper”. Pasta dental alrededor de la base —justo arriba de la trenza de lechuga— y una flor de la misma pasta mentolada al pie de cada uno de los escarbadientes que sostenían el papel celofán. Piedritas de colores brillantes del fondo de la pecera de su hermano mayor, que sacaría sin despertar a los pececitos de colores que —como sus padres— también dormían la siesta. Todo espolvoreado con el talco de fécula para la colita de su hermano menor.
Hmmm… la torta sorpresa se veía realmente especial. Había llegado el momento de tomar la decisión más importante: ¿horno o microondas?
Pensó en la goma del neumático, en el papel celofán y en el plástico de la linterna, y le pareció que iba a ser imposible lograr el punto de cocción justo para todo. Así que su decisión fue: en frío.
Sofía llegó puntualmente —a eso de las cinco. Prepararon dos vasos altos de leche muy chocolatada y llevaron la torta sorpresa a la habitación de Lucrecia —que era donde se reunían cada vez que Sofía venía a visitarla. Se sirvieron dos porciones generosas de torta en los platos de plástico del juego que le habían regalado para su cumpleaños, y se sentaron a comer. ¡Las galletitas dulces que había traído Sofía estaban riquísimas!
Texto e imagen: Douglas Wright