Era una casa muy, muy ordenada. Por la puerta entraban el sol y las sombras de la noche, la luz de las estrellas y los relámpagos y, casi siempre, por las ventanas entraban las personas. En el perchero de la sala se podía colgar el malhumor, cuando no había manera de dejarlo afuera. Y al entrar, de inmediato, se veían las sillas colocadas en fila, para poder caminar sobre ellas hasta los distintos cuartos. Nadie las usaba para sentarse porque, para eso, había una enorme mesa donde todos se acomodaban felizmente y si había invitados, se utilizaba el suelo.
En el centro de la sala, bastante grande por suerte, se había ubicado la bañadera y un pequeño trampolín, tan alto como el techo. Este era uno de los lugares favoritos de toda la familia.
Los dormitorios se reservaban para dormir, pero los colchones se ubicaban en el piso, de manera que si uno estaba muy cansado, se acomodaba fácilmente y podía estirarse con comodidad. Por eso era imposible caerse de las camas que servían para guardar la ropa. Las prendas se ordenaban según el estado de ánimo y así había pilas de camisas, pantalones, polleras y sacos para cuando se estaba alegre, tranquilo, triste, furioso y otras variantes.
Los múltiples armarios se empleaban para jugar a las escondidas y a veces, para albergar murciélagos o palomas que habían perdido su hogar.
Cosas valiosas como piedritas recogidas en la calle, semillas voladoras, caracoles traídos de distintas playas, pedazos de juguetes rotos, carozos de fruta, plumas y otros tesoros se colocaban en las macetas del patio, con la esperanza de que alguna vez crecieran y dieran frutos. Y ya que hablamos del patio, allí se veía una sombrilla invertida, abierta hacia arriba, para juntar el agua cuando llovía. De esta forma, cualquiera podía pararse abajo y empaparse con el agua que desbordaba.
Junto a la pared, las hormigas negras habían trazado un recto camino, que estaba protegido con un largo tronco, para que nadie las pisara. Cada dos o tres metros había platitos donde se les dejaba restos de fruta, hojitas y migas de pan. Estas hormigas eran tan amables que estaban siempre presentes en las fiestas y cuando terminaba la reunión, limpiaban prolijamente los restos, dejando todo brillante.
Cocinar se cocinaba en la cocina porque allí estaban los artefactos necesarios, pero también había una buena biblioteca donde se encontraban los libros favoritos de cada habitante de la casa. Así, cada uno podía sacarlo acompañado de galletitas, sándwiches, frutas o jugo de naranja. Debemos reconocer que los libros no estaban impecables, pero eran muy visitados.
Revistas y diarios había por todos lados y especialmente en el baño, como en muchas otras casas.
Para llegar a la terraza había una escalera, pero, estaba ocupada por una hermosa enredadera con flores color violeta, que trepaba por la pared y la invadía bellamente. Por eso se ascendía por una escala de cuerdas, muy práctica, porque no ocupaba lugar y además todos habían aprendido a subir por ella con admirable agilidad.
La terraza, ¡oh!, la terraza. Ese sí que era un precioso lugar. Servía de refugio cuando algún miembro de la familia no quería que lo encontraran y permitía disfrutar del frío en invierno y del espantoso calor en el verano.
Para que la casa fuera más linda y acogedora, todos sus ocupantes habían participado en la pintura. Las paredes eran de distintos colores y mostraban dibujos a veces maravillosos, a veces horribles, que no duraban mucho tiempo porque los autores los borraban cada tanto y creaban otros nuevos.
Había lámparas en los rincones, debajo de algunos mosaicos de vidrio, y hasta colgando del techo. Pero, de vez en cuando se celebraba un día a oscuras para poder jugar a los fantasmas. Entonces, apenas se iluminaban los cuartos con algunas velas colocadas en antiguos candelabros. Se ponía una música horripilante y todos recorrían la casa cubiertos con sábanas y arrastrando cadenas. Ganaba el que no se cansaba de asustar a los demás y cuentan que, alguna vez, el ganador fue un fantasma verdadero.
La casa siguió por muchos años con ese riguroso orden, hasta que un día sus ocupantes decidieron mudarse a otra vivienda más grande. Cerraron las puertas y las ventanas, se despidieron de las hormigas pidiéndoles que se cuidaran mucho, cargaron sus cosas en un viejo camión y se marcharon.
En el exterior se puso un cartel de venta y meses más tarde la casa fue comprada por otra familia. Los que la adquirieron tardaron bastante en ocuparla porque, según su opinión, la casa estaba inhabitable.
Pronto la pintaron toda de blanco, la llenaron de insecticidas, devolvieron la bañadera al baño, quitaron el trampolín, ahuyentaron a las pocas palomas que se habían quedado, podaron la enredadera de la escalera, dieron vuelta la sombrilla del patio, sacaron la biblioteca de la cocina y tomaron otras medidas que impusieron un orden diferente. Claro, la casa, ya nunca volvió a ser la misma.
Ana Arias