A los cinco años, Juan Andrés cargaba siempre los bolsillos llenos de piedras. Le encantaba recogerlas al borde del camino, de los montones que se acumulaban en las construcciones, en el patio del colegio, en las jardineras… En fin, no había lugar que se salvara de la incansable búsqueda de Juan Andrés. Su objetivo eran las piedras más lisas y con los más llamativos colores que pudiera encontrar.
La mamá de Juan Andrés conocía bien su costumbre, ya que cada vez que lavaba los pantalones aparecían las piedras en el depósito de la lavadora, y aunque a ella parecía no gustarle mucho dicho hábito, el chico siempre se defendía diciendo
—Mami, es que las necesito…
—Y ¿Para qué necesita piedras un niño de cinco años?
Era un misterio.
El lugar de juegos favorito de Juan Andrés era su cama, en ella podía navegar los extensos mares de su imaginación, o salir al espacio extraterrestre montando su nave espacial con cubrecamas nuevos, o construir una urbanización completa con suelo blando… Y, por supuesto, todos los juguetes de Juan Andrés iban a parar luego bajo su cama. Y bajo la cama, encontraba la mamá de Juan Andrés, la consabida colección de piedras…
—Pero, bueno, Juan Andrés aquí tienes un mundo paralelo —le decía la mamá cuando se agachaba y, con la escoba, sacaba las cosas que su hijo acumulaba bajo la cama.
Un buen día el misterio se reveló…
Un lunes en la mañana, la mamá de Juan Andrés fue a buscarlo más temprano al colegio y al verla, un chico llamado David, se le acercó y le preguntó:
—Señora, ¿es verdad que su hijo Juan Andrés tiene bajo su cama una cueva secreta?
La mamá no lo sabía, pero para no hacer quedar mal a su hijo frente a sus compañeros de clase, le respondió:
—Bueno, supongo que sí, pero como es secreta nadie puede verla.
—Y ¿Es verdad que la cueva está llena de oro? —insistió David.
—Debe estar llena, si él te lo ha dicho.
—¿Y es verdad que la cuida un dragón?
Entonces la mamá de Juan Andrés se quedó pensando y recordó la colección de piedras que el chico tanto se esmeraba en buscar…
—Bueno —le respondió la mamá a David—, yo creo que sí, porque Juan Andrés siempre le trae piedras a su dragón y eso es porque los dragones no pueden digerir su alimento por sí mismos, necesitan tragar piedras que muelan la comida en sus estómagos…
—¡Ohhhh! —contestó David y se fue corriendo a contarles a los otros chicos del colegio la historia real que acababa de escuchar.
La mamá de Juan Andrés aún sonreía cuando notó la cara luminosa de su hijo que corría a echarle los brazos al cuello.
Esa noche, en la casa de Juan Andrés se fue la luz, pero ni él ni sus hermanos tuvieron ningún problema porque le pidieron al Dragón, que vivía bajo la cama, que mantuviera su llamarada de fuego encendida mientras la mamá terminaba de leerles un cuento antes de ir a dormir, y el Dragón gustoso así lo hizo.
Desde aquella noche, el Dragón, ya no se esconde en su cueva, sino que duerme a los pies de la cama de Juan Andrés y enciende su flama cada vez que el chico se levanta asustado por la oscuridad.
Texto: María Iholanda Rondón
Imagen: Paula Fränkel