Cuentan que no nació siendo vaquita, sino ternera.
Fue hace muchos años, cuando el pueblo de San Antonio de Areco era apenas una capilla rodeada de campo y río. Según narra la leyenda, la ternerita era igual a sus hermanas: tenía la piel blanca con algunas manchas negras, tomaba leche y hasta sabía decir “mu”.
Sin embargo, un día, la vaquita dejó de crecer.
¿Comía bien?
Y… arrimaba su cabeza al yuyo, sí. Se quedaba un rato buscando… y elegía siempre los pastos con pulgones. Raro. Después se metía todo en el buche y lo masticaba y lo masticaba por horas. Eso tan raro no, ya que comer así está bien visto entre rumiantes. Si lo tragara, claro.
Tiempo después, la vaquita empezó a achicarse.
Le recetaron de todo. Ponerse barro detrás de las orejas, saltar en dos patas aplastando moras verdes, refregarse el lomo con huevos de chingolo… pero nada. La vaca, cada día más comprimida. Y el ganado ya le estaba dedicando algunos versos:
Vaquita que no te veo.
Mu… ñequito de llavero.
Tenés todo el campo entero
pero entrás en un cantero.
“Chiquita sí, pero no tonta”, pensó ella, “Voy a encontrar a alguien que me quiera como soy”, y se echó a andar por el campo para el lado de los fresnos. Al rato vio seis liebres, tres cuises y un ratón.
—Hola —les dijo. Y fue un hola tan lindo que ahí nomás se consolidó la amistad.
Jugaron toda la tarde, desde “mancha sol” hasta “no pisar las sombras” sin que ninguno de ellos le preguntara qué clase de vaca era (¿vaca-pony, vaca-niche, mini-vaca, vaca-ciones…?), ni por qué, en vez de pasto, comía pulgones.
Desde entonces, la vaquita siempre cruzaba los fresnos para ir a jugar con ellos. Al principio tenía el tamaño de las liebres pero con el correr del tiempo y de los juegos, siguió encogiéndose. Primero fue como los cuises más grandes, después como los cuises medianos, como los cuises más chicos y al final como el ratón. Hasta que una mañana caminó un poco para un lado y vio verde; un poco para el otro y más verde. Todo era pasto verde. “Qué mala suerte, ahora estoy perdida”, lloró la vaquita. Lloró con chiflidos, estornuditos, lágrimas, moco y tos, hasta que su llanto fue grande como una gota.
O se inundaba en su llanto o buscaba una ramita: prefirió buscar una ramita. Se trepó a una inclinada, que terminaba por encima de los yuyos y, cuando llegó arriba vio, de un lado, a su familia; del otro, las liebres y los cuises. Y demasiado cerca la manada, que ya le tenía lista otra canción.
Vaquita que nada ocupa,
mu… gidito que no preocupa.
Aunque te lleven a upa,
no te encuentran ni con lupa.
Cuentan que la vaquita se puso toda colorada. (¿De vergüenza?)
Y que se hinchó como un globo. (¿De rabia?)
Las manchitas le quedaron. Pero le salieron alas, y eso sí que, en San Antonio de Areco, nadie sabe explicar por qué.
Cuentan que recorrió el campo entero y fue suyo el horizonte. Y ésa debió ser su suerte —su buena suerte—, porque, a partir de entonces, la primera vaquita de San Antonio pudo empezar a crecer.
María Laura Díaz Domínguez