Piolín recordaba su larga vida en la ferretería: ordenadas en estantes, en prolijos rollos, las familias de los hilos permanecían quietas hasta que alguien las compraba.
Había hilos amarillos, crema, de colores, hechos con fibra, algodón, plástico, había hilotes gordotes y también hilitos delgaditos…
Él era un piolín blanco.
Cada vez que entraba un cliente, se asomaba, con muchas ganas de emprender aventuras por el mundo, y escuchaba:
—Déme hilo sisal…
—¿Tiene hilo de pita?
¿Nunca, nunca pedirían piolín?
Pero… ¡Sí! ¡Sí¡ ¡Sucedió!
Cierto día, entró Gabriel. Y, con una voz finita, le dijo a Don Jaime, el ferretero:
—¿Me puede vender una bobina de piolín?
—¡Cómo no!—contestó amable—. En seguida te la daré. ¿Para qué la querés?
—La necesito para el barrilete que hicimos con mis amigos.
—¡Ah! ¿Sí? ¡Qué lindo! ¿Cómo es tu barrilete?
—Es… es… como los vidrios de todos los colores de la iglesia, tiene una cola larguísima, hecha con los vestidos viejos de mi hermanita…y el papel es suave, tan suave… como una nube lila.
—¿Dónde lo remontarán?
—En el campito que está detrás de casa.
Don Jaime agregó:
—Creo que más útil sería el hilo de pita…
(A Piolín se le hizo chiquito, chiquito el corazón.)
Gabriel explicó:
—Este es más barato, y como no tenemos mucha plata…
(A Piolín el corazón le dio un brinco.)
Y se fue de la mano del chico.
Armar el barrilete resultó toda una aventura. Después, la barra salió al campito y Gabriel comenzó a desenrollar la bobina. Piolín reía y reía… En el aire, se balanceaba celeste de alegría, ondulaba, se estiraba, feliz.
Al rato, descansaba al lado del papel brillante, mientras esperaba la hora de subir nuevamente al viento.
Pasó un tiempo, y… no lo sacaron más. Quedó en la noche del garaje, olvidado y tan solo como en la ferretería…
Después de algunos días, Gabriel y su mamá entraron.
—¿Y si usáramos este hilo para atar los paquetes?
—¡Buena idea!
Lo llevaron al salón, que estaba lleno de paquetes envueltos en papel madera, y comenzaron a atarlos. ¡Por fin Piolín veía otra vez el sol!
Viajaron en un camión enorme, bajaron, desataron el hilo, abrieron los paquetes. Piolín quedó sobre el piso. Lo levantó Gabriel, y lo puso en el bolsillo del vaquero. Allí se encontró acompañado por pelusitas, monedas, tapas de gaseosas, un corcho y varias canicas.
En el kiosco de la esquina, brillaba un trompo pintado. El chico lo compró, y, durante el recreo, sacó a Piolín y lo ató. ¡Qué mareos sentía cuando se enroscaba al cuello del trompo! Y, al desatarse bruscamente, quedaba pegado al suelo, sin aliento, preparándose para la próxima vez. El trompo le gustaba mucho, y fue su compañero constante pero… lo cambiaron por unas figuritas para el álbum. ¿Qué podía hacer Piolín en el bolsillo, mezclado con figuritas? ¡Cómo se aburría!
Pensaba en los lugares recorridos, cuando oyó un llanto desconsolado. Era Gustavo, el hermanito de Gabriel.
—¿Qué te pasa, Gusti?
—Uh, hermano, uh… no puedo… uh… arrastrar el volcador…
—¡No llorés por eso! Vení… Pensaré algo…
—Uh… ¿cómo?… uh… uh…
—Si no dejás de llorar, me voy.
—No, no te vayás. Ayudame.
—Bueno… Mirá…
Buscó en su bolsillo, y encontró a Piolín.
—¡Listo! ¿Ves qué fácil?
Gusti ya corría por el jardín hasta la vereda, con su camión volcador detrás. Piolín estaba muy contento. Por las noches, conversaba con el camión rojo y plateado, que se quejaba por los malos tratos.
Por las mañanas, empezaba la tarea en el patio: a veces, el camión se cargaba con piedras o arena, y Piolín se esforzaba para arrastrarlo. Se alargaba, hasta hacerse delgado. Suspiraba…
Era feliz: no cambiaría por nada del mundo su trabajo actual.
Un poco cansado, se enroscó para dormir…y soñar sueños redondos… de piolín.
Texto: Lidia María Formiga de Tosco
Imagen: Eduardo Abel Gimenez