Esa tarde, los tres hermanos fueron a la casa de la abuela.
—¡Vayan a jugar afuera, que está lindo! —sugirió ella apenas llegaron, porque tenía un patio inundado de malvones. Sin embargo, a los hermanos les pareció mejor ir a la última habitación y revolver, en secreto, los cajones del armario.
En cada cajón encontraron algo diferente: una cinta, un control remoto, una agenda usada y en el de abajo, atrás de todo, una linterna.
—¡Es mía! —gritó el hermano más grande.
—¡No, mía! —chilló la nena del medio.
—¡No, mía! —lloró el que todavía iba al jardín.
Linterna va, linterna viene, tocaron el botón. Se encendió.
Se iluminaron las molduras, la cama, unos cuadros con paisajes. La luz, al principio era suave como el sol que había en el patio; después fue espesa. A lo último le crecieron brazos y dos puntos como ojos, un pelo y una boca que les dijo:
—Soy el genio de la linterna —y tosió un poco—. Bueno, eso es obvio. En fin, ¿quién es mi amo?
—¡Yo! —gritó el hermano más grande.
—¡No, yo! —chilló la del medio.
—¡No, yo! —lloró el que todavía iba al jardín.
El genio se rascó la cabezota amarilla y le preguntó al más grande:
—Bueno, decime, a vos, ¿qué te gustaría tener?
El hermano más grande enseguida se decidió.
—Quiero tener un mono —dijo—. Que se trepe a las cortinas, sepa pelar bananas y que les cambie las cosas de lugar a mis hermanos.
—Y vos, ¿qué querés tener? —le preguntó después a la nena.
Ella pensó un poco y respondió:
—Un patín.
—¿Uno solo?
—Sí, porque el izquierdo me lo rompieron ellos jugando a los autitos —gimió apuntando a sus hermanos con el dedo.
—¡Pero vos le pusiste mi camiseta de Racing a tu bailarina! —gritó el más grande.
—¡Y a mí me usaste el tigre de perrito! —lloró el que todavía iba al jardín.
El genio quiso meterse otra vez en la linterna, pero tomó fuerzas. Moldeó un poco su esférico cuerpo, se chupó el dedo y con ese dedo se peinó el pelo. Entonces miró al hermano que iba al jardín:
—Y vos, ¿qué querés?
—Un gigante.
El genio se sentó en el cajón del armario que había quedado abierto y se enruló el pelo para pensar mejor.
—Ajá —masculló. Pero como era un genio, en seguida encontró la solución.
—Un mono, un patín y un gigante, hacen… ¡un monopatín gigante!
En ese momento, abrió la puerta la abuela:
—¡Chicos! ¿no quieren ir al patio, que está lin…?
No hacía falta insistir. Los tres hermanos, subidos al monopatín gigante, habían salido volando por la ventana.
María Laura Díaz Domínguez