Secretos de un Palo Borracho

Lo venían planeando desde primer grado, cuando empezaron las clases y la señorita las llevó a recorrer la escuela. El patio de las monjas era lo que más les había gustado. No tenía juegos ni arenero, pero estaba lleno de árboles con olor a té. Además, había un pequeño jardín de margaritas y, justo en el centro, un árbol altísimo con tronco de agujas puntiagudas.

—Ojo, nadie puede acercarse —había dicho la maestra—. Ni al palo borracho, ni a este patio. ¿Estamos?

Ahora que Violeta y Lucía estaban en segundo conocían mejor los recovecos de la escuela. Sabían cuáles eran los prohibidos. Y habían escuchado, también, un montón de rumores y secretos, en especial, sobre el palo borracho.

Después de la primera visita, sólo habían vuelto a ese patio dos veces, en primero y en segundo, para sacarse la foto grupal. Las monjas ponían una grada a la izquierda del árbol y el fotógrafo las acomodaba a todas: una pegada a la otra, prolijas, con las colitas tirantes y los flequillos parejos. La última vez Laurita se había puesto a llorar. No quería pararse al lado del árbol porque los de cuarto decían que al palo borracho no le gustaban los chicos. Y que, cuando alguno se acercaba, se zarandeaba con fuerza y lo pinchaba en la cola.

Ese día, en el recreo largo, Lucía y Violeta se alejaron con disimulo del arenero. Cuando llegaron a la puerta alta de madera que comunicaba los dos patios miraron hacia el sector de los juegos. Una nube de guardapolvos blancos subía y bajaba del tobogán, mientras la señorita Gaby charlaba con la maestra de tercero. Las chicas estaban seguras de que nadie las había visto.

—A la una, a las dos y a las… —dijo Lucía agarrando a su amiga de la mano. Y antes de que dijera “tres” el olor dulce de los tilos se les metió por la nariz.

Se miraron triunfantes. Sin decir nada corrieron hasta el jardín del palo borracho. Esta vez, las agujas verdes les parecieron más largas y filosas que aquel primer día.

—Mi hermana dice que el jardinero lo riega todas las mañanas con una botella de whisky —dijo Violeta.

—No, nena. Nada que ver —contestó Lucía—. La prima de Valeria que está en sexto me contó que, a la noche, las monjas cortan las agujitas y llenan jarras de vino tinto para la cena.

Lucía y Violeta se acercaron al árbol con cuidado. Se aseguraron de que no las fuera a pinchar y, después de unos cuantos intentos, lograron arrancar con fuerza tres agujas del tronco. Unas gotas de líquido pegajoso y blanquecino chorrearon apenas y se les pegotearon entre los dedos. Las chicas se miraron desconcertadas.

—Te juro, vino rojo dijo la prima de Vale —repetía Lucía sin entender lo que había pasado.

—Pero ¿no ves, nena? —contestó Violeta preocupada—. ¡Llora! ¡Mirá si lo lastimamos y ahora se muere!

—¡Ay, Viole! ¿Y ahora qué hacemos? ¿No tenés plasticola en ese bolsillo? A lo mejor podemos pegarle las espinitas otra vez…

Se sentaron al pie del árbol para buscar una solución. Estaban asustadas. Ellas no habían querido lastimarlo. Mientras pensaban qué hacer se dieron cuenta de que estaban muy cerca del palo borracho, casi recostadas sobre su tronco. Entonces, se pararon con cuidado. Apoyaron suavemente sus manos sobre las espinas del árbol y empezaron a acariciarlo, mientras en voz muy baja le contaban por qué estaban ahí. Después de un rato notaron que ya no había lágrimas pegajosas y que justo en el lugar del que habían arrancado las espinas el tronco mostraba un verde brillante y claro, como el de las peras cuando todavía no se pueden comer.

Las chicas sonrieron y volvieron corriendo al patio de los juegos. Llegaron justo antes de que sonara el timbre y se mezclaron con sus compañeras. Nadie había notado su ausencia.

Fue desde ese día que otro rumor empezó a correr por la escuela. Dicen, ahora, que el palo borracho es un llorón. Y que en cada una de sus espinas guarda muchos secretos. Unos que sólo descubren quienes se animan a acariciarlo.

Texto: Valeria Dotro

Imagen: Hebe Gardes