Había una vez un conejito llamado Piolín que vivía en una linda cuevita al pie de un árbol viejo del bosque.
Una tarde, cuando volvía saltando entre las flores de alelí después de dar un largo paseo, se acostó sobre las hierbas frescas a descansar. Dejó la bolsa que traía y rascándose la nariz se puso a pensar con cuántas cosas contaba para ser feliz: con ese bosque hermoso, fresco y florido; con el dulce canto de los pájaros; y, en su saco de arpillera ... ¡con un sabroso maní!
Pero, muy a su pesar, un montón de ganas y un poquitín de aburrimiento: ¡ y es que no tenía ningún amigo para jugar!
Cuando ya sus ojos comenzaban a ponerse más rojos que lo normal, y sus blancos dientes se perdían tras un gesto triste de sus labios, vio asomarse detrás del árbol de la izquierda, un hociquito con largos y gruesos bigotes: ¡era un hermoso gatito!
Se acercó al escondite y le dijo, moviendo la nariz con alegría ante la posibilidad de conocer a un amigo: "¡Hola gatito! . . . Ven conmigo. No te quedes allí".
El gato se animó y salió. Piolín, al verlo, abrió sus ojos cada vez más grandes, maravillado ante la vestimenta tan elegante que lucía. Sombrero de copa, amplia capa sobre los hombros, con mucho brillo la ropa, un flamante talego y unos zapatones charolados que le llegaban hasta las rodillas.
Mientras le sonreía, le preguntó: "¿Cómo te llamas?"
El gatito, mirándose a sí mismo y con un gesto amplio de los brazos le contestó entre molesto y asombrado: "¿No te das cuenta?" Piolín buscó y rebuscó en su memoria y . . . ¡Zas! Se acordó: ¡era el Gato con Botas!
-¡Oh! Perdón por mi olvido. Estoy seguro, segurísimo: eres el Gato con Botas.
-¡Miau! Me alegra que me reconozcas. -dijo el gato con un maullido de satisfacción. - Y tu nombre, ¿cuál es?
-Piolín. -dijo el conejito haciendo una gran reverencia para demostrarle cuán educado era. E inmediatamente agregó sin poder ocultar su impaciencia: "¿Vamos a jugar?"
El recién llegado, dejando de lado sus compuestos modales de gato de cuento, aceptó gustosamente: "¡Sí! ¡Vamos! Y . . . ¿a qué jugamos?"
-¿Qué te parece . . . si . . . a la mancha Venenosa?
-Bueno! Yo soy mancha.Y comenzaron a correr, saltar y brincar. Luego descubrieron una pelota a rayas de distintos colores y se la disputaron en una "mareadita" de improvisado partido de fútbol. Hasta que, de un fuerte puntapié, se perdió en la espesura del bosque. Aunque la buscaron aquí, allá y más allá, no pudieron hallarla.
- Y ahora . . . ¿qué hacemos? -preguntó Piolín, triste y agitado.
- No te preocupes. -dijo el gato mientras buscaba dentro de su talego - Mira lo que siempre llevo conmigo . . . por las dudas encuentre alguien con quien compartirlo. Y sacando un par de zancos continuó - Son para hacer de equilibrista.
-¡Ah! -contestó el conejito aunque se notaba que no sabía cómo se usaban - ¡es que nunca los había visto!
- Mira, los zancos se toman así, con manos fuertes y seguras. -le explicaba el gato, mientras lo iba haciendo - Se ponen los pies allí, y se camina con soltura . . . -y diciendo esto se alejó unos pasos.
- Toma -dijo bajándose de un salto -Ahora te toca a ti.
- Gracias, pero . . . tengo un poco de miedo. -dijo el conejito temblando - Es que a mí me gusta andar por el suelo . . . le temo a las alturas . . .
- No te preocupes, ¡yo te ayudo! - y tomándose la barbilla con una mano enguantada, mientras apoyaba la otra en la cintura, le aclaró restándole importancia al hecho: - Además, si te caes, seguro que no te va a pasar nada!
Piolín haciendo gala de una gran osadía, con el pecho hinchado y las orejas tiesas, dijo: "¡Tienes razón! ¡Voy a usarlos!"- Mas como el miedo no es zonzo, sólo subía un pie, al bajar el otro.
Don Gato conteniendo la risa ante lo increíble que se le antojaba el hecho, lo ayudó y . . .
-¡Ah! ¡Qué lindo! ¡Ya está! ¡Adiós! Pero . . . ¡cataplúm! La alegría le duró poco, porque Piolín ya estaba en el suelo antes de poder partir.
- ¡Ay! . . . ¡Ay! . . . ¡Cómo duele! . . . ¡Buaaa! . . . -gritaba el conejo mientras una catarata de lágrimas bañaba sus bigotes.
- ¡Miau! ¡Miau! ¡Un doctor! . . . ¡Una enfermera! . . . -miaba el gato, corriendo de aquí para allá, sin alejarse demasiado.
Piolín, secándose los ojos con rápido movimiento de las orejas, le dijo hipando: "Aquí, en el bosque . . . no hay doctores"
- ¡Ay, ay, qué dolor! . . . solamente una enfermera . . . ¡Aay! . . . que vive cerca de los sauces llorones, junto al arroyo . . . ¡Ay! . . . ¡Buaaa! . . .
- Bueno, voy a buscarla!
- No, no te vayas! ¡Ay! . . . ¡Ay! . . . ¡No me dejes! . . . ¡Buaaa! . . .
- Enseguida vuelvo! O acaso, ¿para qué están los amigos? ¿Sólo para jugar?
En eso, atraída por los gritos del dolor, llegó Doña Ortiga, la enfermera. Trataba de apurar el paso, mas como era tan vieja la pobre, ya sus pies no la obedecían.
Con voz cascada por la edad, y con signos de preocupación en su cara surcada por tiernas arrugas, preguntó qué había sucedido. Don Gato y Piolín, con un raudal de palabras que les salían atropelladas, trataron de explicarle lo ocurrido.
Mientras, ella, con adecuados movimientos dictados por los años de experiencia, y por los conocimientos de la lectura de pilas y pilas de libros, comenzó a revisarlo del derecho y del revés, y a controlar todos sus huesos, desde la cabeza hasta los pies; mientras murmuraba: "Mmnn! Mmnn. ¡Ajá! . . . ¡Ajá!"
- ¡Bueno! -dijo al fin Doña Ortiga, con actitud profesional, - Piolín tiene este diente flojo , quebradura de dos costillas y la patita derecha astillada.
Piolín, al escucharla, comenzó a palidecer y el gato, sentándose a su lado, se puso a abanicarlo con el sombrero.
La enfermera palmeó la espalda de Don Gato, y le dijo: "¡No es nada grave! Con unos "iuios" que traje lo dejaré como nuevo!"- Luego abrió su gran bolsa y comenzó a machacar unos yuyos dentro del recipiente de metal que usaba exclusivamente para eso, y, que entre limpio, parecía un espejo. Le agregó, después, el contenido de unas botellitas de distintos formatos y variados colores.
Piolín dejó de llorar y miraba atento todo lo que ella hacía. Cerró los ojos, y embargándole una gran paz, comenzaron a bullir dentro de su maltrecha cabecita, unas hermosas ideas que se transformaron en una bella poesía que se dispuso a musitar:
- ¡Doña Ortiga, Doña Ortiga!
cuando quiere curar,
machaca muchos "iuios"
en una olla de metal.
Dejando volar la imaginación, continuó aunque no fuera del todo verdad:
- Le agrega leche de yegua,
una pizquita de sal,
y tela de araña viuda:
¡muy difícil de encontrar!
- Doña Ortiga, Doña Ortiga,
diplomada de enfermera,
por mezclar esas cosas,
¿será, acaso, un hada buena?
Mas volviendo a la realidad, concluyó:
- Enfermera o hada buena,
nunca deja de estudiar.
Doña Ortiga, mi amiga,
se dedica a curar.
Doña Ortiga, al escucharlo, se puso muy contenta y, aplicando todo el ungüento sobre la venda que sostenía Don Gato, enyesó al conejo.
Le acercó luego a los labios una botellita y le dio de beber una poción rosada, y . . . ¡Zas! se levantó Piolín, fuerte como un lapacho!
Don Gato, agradecido, preguntó: "¿Cuánto le debo, Señora?"- mientras hurgaba en sus bolsillos. La enfermera, visiblemente molesta, dijo que no le debían absolutamente nada: ¡ella no le cobraba a sus amigos!
Conejito y el gato sorprendidos, quisieron retribuirle de alguna manera, y se les ocurrió regalarle los zancos, además de invitarla a sellar un pacto de amistad: poniendo sus patitas sobre la mano extendida de la anciana, exclamaron:
- ¡Amigos para siempre,
en las buenas y en las malas,
para disfrutar juntos
y aliviar penas del alma!
Y se abrazaron los tres, muy contentos.
Luego, Doña Ortiga, les propuso que le sostuvieran con seguridad los zancos, que ella quería usarlos para pasear. Piolín y Don Gato trataron de disuadirla por lo peligroso que podía llegar a ser la satisfacción de ese deseo, teniendo en cuenta su edad.
Mas ella, a pesar de lo vieja que era, logró subirse en el primer intento, y se alejó, aunque con pasos no muy seguros.
Los animalitos, al verla desplazarse de tal manera, se apuraron y comenzaron a caminar a su lado para brindarle ayuda, en caso de necesitarla.
En eso, Piolín, tomó distancia, y mirando a sus nuevos compañeros sintió que esa pena tan honda, comenzaba a esfumarse de su pecho, y, loco de alegría, se puso a saltar y a hacer cuantas morisquetas sabía, ante las carcajadas de sus amigos.
¡Y así, muy juntos los tres,
se marcharon por el sendero,
reafirmando, que en la vida,
la amistad es lo primero!.
Martha Inés Corsalini