Cerca de una población minera llamada Icabarú, se encontraban trabajando un joven llamado Abilio y sus compañeros; entre ellos Andrés, Pablo, Juan y el Brasileño. Todos habían dejado la escuela para buscar fortuna en las minas cavando huecos profundos en la tierra y lavando la arena a las orillas de los ríos.
Estos jovencitos se habían internado en las montañas siguiendo al río Icabarú; todos iban cargados de sueños y esperanzas. Andrés solía decir: -"Cuando encontremos el gran yacimiento recorreré el mundo entero". Pablo, de manera picaresca decía: "Yo construiré un gran castillo". Juan se ponía el sombrero para decir con ademán de señor: -"Cuando eso suceda todos me llamarán "Señor", y a mi paso pondrán alfombras para que mis zapatos no pierdan el brillo con el polvo del camino". El Brasileño: "Yo sin embargo, no quiero recorrer el mundo, ni tener un castillo; tampoco quiero que pongan alfombras a mis pies, ni que me llamen señor". De pronto todos le interrumpieron diciendo: "¿Y entonces, qué quieres?" Él continuaba diciendo con una expresión de añoranza: "Yo sólo quiero regresar al hogar de donde jamás me debieron apartar". Abilio, con una sonrisa a flor de labios dijo: "Yo quiero un diamante que nunca se termine". Andrés le replicó: "Tú de verdad, sí que estás loco",- riéndose a carcajadas.
Abilio a la edad de ocho años quedó huérfano de su padre. Era un joven con unas dotes especiales; era un empírico, tocaba la guitarra y componía sus propias canciones; le gustaba interpretar todo tipo de canciones de la época. Además de servicial, trabajaba y estudiaba para ayudar a su madre enferma, por la que siempre profesó el más grande amor, respeto y admiración. Él contaba, que mientras dormía, veía y escuchaba una voz que le advertía de algunas cosas, que luego sucedían en la realidad. Solía contar que en sus sueños lo visitaba un hombre pequeñito, vestido de militar, que lo invitaba a estudiar todas las noches y le decía: "¿Abilio, estás listo para la clase de hoy?" Y él le contestaba diciéndole: " ¡Sí maestro!". Pero sus compañeros no le creían, lo tomaban como un chiste más. Entre risas y chistes trabajaban duramente el día y durante la noche tejían sus sueños, algunos en silencio y otros en voz alta.
Después de varias semanas de ardua búsqueda sin encontrar nada empezaron a preocuparse, pues no sabían qué hacer. Ya no tenían bastimento, y una noche antes de acostarse, llegaron al acuerdo de sacar un último corte, y de no encontrar nada, se marcharían al día siguiente. Mientras dormían, al joven Abilio se le presentó el hombrecito vestido de militar y le dijo: "Despiértate Abilio, y sígueme de lejos sin acercárteme mucho. Llegó la hora de que me conozcas despierto. ¡ Yo soy tu maestro!" Abilio, levantándose, tomó el sombrero, su lanza y el machete siguiéndolo tal como el maestro le indicó, y en un lugar apartado donde ya no lo escucharían sus compañeros, el maestro le dijo: - ¿Porqué estás preocupado? - Ya no tenemos bastimentos y no sabemos qué hacer. - Allí donde tienes tu lanza enterrada haz que tus compañeros abran un hueco y encontrarán un bolsillo con once piedras de diamante. A partir de ahora ya no podrás contar a tus compañeros que me has visto en realidad, hasta que no estés del todo preparado, regresa a acostarte. - Gracias maestro.
A la mañana siguiente, Abilio realizó todo tal como estaba previsto, y en efecto, encontraron el bolsillo con los once diamantes. Describir la felicidad que reflejaba el rostro de estos jóvenes, los saltos y gritos, cuando estaban a un paso de ver convertidos sus sueños en realidad, mi pluma no alcanza a describírtelos, cierra los ojos e imagínatelos.
Después de tanta emoción se sentaron a pensar qué hacer, decidiendo que uno de los compañeros debía salir al pueblo a vender los diamantes y que en cuatro días debía estar de regreso con bastimentos para profundizar la búsqueda. Como todos eran como hermanos y se tenían una gran confianza, lo sometieron a la suerte; y le tocó al Brasileño, quien al día siguiente se puso en camino. Mientras el resto de los jóvenes continuaban ilusionados en busca del gran yacimiento de diamante, pasaban los días.
Al cabo de siete días, al ver que el Brasileño no regresaba, empezaron a preocuparse, pensando que algo debió ocurrirle y que no debieron mandarlo solo. Tendrían que esperar hasta el día siguiente para salir a ver qué le pudo pasar. Esa noche, mientras dormían, nuevamente se le presentó al joven Abilio el maestro, quien le dijo: " Mañana a las diez de la mañana verán pasar una avioneta; en esa avioneta va el brasileño, quien regresa a casa con su familia; su madre esta muy enferma y él no lo sabe; se hizo a sí mismo la promesa, de un día regresarles el dinero que hoy ha tomado como un préstamo. En el rancho donde vivía les dejó una carta explicándoles y pidiendo que lo perdonen. Mientras Abilio escuchaba con gran atención, el maestro continuaba diciéndole: "Abilio, hijo, todos ustedes están muy jóvenes aún para dedicarse a la aventura de las minas. Aquí, en este lado de la montaña ya no hay nada. Invita a tus compañeros a regresar a sus estudios y trabajos que dejaron en el pueblo. Entonces irrumpió Avilio diciéndole: "¡Maestro, tendré que olvidarme del diamante que nunca se termina!" - ¡ No! Ese diamante que nunca se termina, es el que alimenta constantemente al espíritu y al alma, y al mismo tiempo te permitirá cubrir las necesidades de tu cuerpo y aún más, el de todos aquellos seres que te rodeen y que se acerquen a ti. Tal vez, hoy no lo comprendas del todo, pero con el paso de los años te irás dando cuenta de esta gran verdad. Con estas palabras me despido de ti, hijo, por ahora, poniendo en tus manos… ¡el diamante que nunca se termina! Y así el maestro se despidió y desapareció como siempre.
Mientras Abilio se dirigió al campamento pensativo, una idea le daba vueltas: cómo decir a sus compañeros que debían regresar a sus antiguos trabajos, y que de sus sueños, tal vez no comprenderían como él. ¿Qué hacer con esta interrogante que no le dejaría conciliar el sueño? Al llegar al campamento se acostó en su hamaca y en cuestión de segundos ya estaba profundamente dormido.
A la mañana siguiente fue el primero en despertar. Mientras el resto dormía, prendió la leña y puso a hacer el último poquito de café que les quedaba. Cuando los chicos despertaron ya Abilio había colado; mientras se tomaban el café les dijo: "Vamos a levantar el campamento para regresar al pueblo"- no había terminado de hablar cuando Andrés contestó: " Sí, no hay tiempo que perder".-Y sin oposición, como si todos se hubieran puesto de acuerdo, iniciaron el camino de regreso a casa.
Tardaron dos días y dos noches en regresar. Incorporándose luego a su vida cotidiana, entre trabajo y estudios. (Excepto el joven Abilio) Ninguno de ellos lograba explicarse cómo fue que decidieron regresar. El hecho era que ya estaban allí, donde empezaron a construir las bases sólidas para sus sueños; sueños que fueron cambiando con la visión que da la madurez, a través del estudio, el amor por lo que hacían, el trabajo cooperativo, las metas cortas, medianas y largo plazo, que se iban trazando. El joven Abilio se apasionó por el estudio de la medicina natural a la que dedicó su vida entera, poniéndose al servicio de la humanidad, curando a hombres, mujeres y niños. No sólo los curaba del cuerpo, sino también del alma.
Un mediodía, sentado en la mesa, dijo a su familia: "quiero dejar por herencia a mis hijos: ¡un diamante que nunca se termina! Este diamante es el que alimenta constantemente al espíritu y al alma, y al mismo tiempo les permitirá cubrir las necesidades del cuerpo y aún más, el de todos aquellos seres que les rodeen y que se acerquen a ustedes. Tal vez, hoy no lo comprendan del todo, pero con el paso de los años se irán dando cuenta de esta ¡Gran Verdad!
María Julieta Cedeño Méndez