Hace muchos, muchos años, vivía una familia de carboneros comunes; ya sabéis esos pajaritos pequeños de color amarillo y pardo, que se alimentan de semillas y viven en grandes colonias. Habitaban en las lejanas tierras del norte, en lo más recóndito de un milenario bosque de castaños. Todos los pobladores del bosque los apreciaban pues eran afectuosos y amistosos con sus vecinos.
Don Pío era el nombre del padre y a la madre todos la conocían como Doña Pía. Sus tres hijos eran felices y juguetones. Les gustaba desplazarse por las ramitas cercanas a su nido donde se escondían veloces cuando algún peligro acechaba. Todavía faltaba algún tiempo para que se echaran a volar, así que trasteaban sin descanso: tomaban el musgo que crecía en la corteza del árbol y eventualmente lo introducían en su nido para, decían ellos, acolchar su algo desvencijada camita. Pero lo que más llamaba la atención de otros carboneros, jilguerillos y verdecillos era que picotearan aquí y allá, tratando , incluso, de engullir a las larvas de los insectos que plácidamente vivían en las oquedades del tronco del viejo castaño. Además, llegaban a quitarse plumón que dejaban por doquier o cambiaban de sitio las ramitas del nido y las dejaban no importaba donde. Su madre, Doña Pía, enfurecida por semejante comportamiento, les reprendía una y otra vez y Don Pío, nervioso por aquella situación, acababa tomándola con su esposa, le gritaba y finalmente le retiraba sus gorjeos durante algún tiempo.
Las cosas no mejoraban y el cabeza de familia apesadumbrado e incapaz de solventar el problema se entristecía hasta tal punto que ya no parecía el de siempre. Don Camachuelo y Doña Camachuela que acudían a visitar frecuentemente a Don Pío decidieron hablarle: -Pío, ¿cómo es que estás ahí, tan atribulado con las tareas que has de realizar? - Preguntó el señor Camachuelo. -Ah, ya. Ya lo sé, pero, no tengo ganas de hacer nada. Es que…-. -No, no hace falta que nos cuentes nada. Lo sabemos todo. No hace falta ser un búho para darse cuenta- replicó doña Camachuela- Si necesitas ayuda, has de acudir a Martín, la abubilla. Dicen que es el más sabio del bosque. El te ayudará-.
Y así fue. Un día, antes de que su esposa y sus hijos se levantaran, se adentró aún más en el bosque y llegó a la región de los abedules. Allí, en lo más alto del más bello árbol, encontró a la abubilla, la del color de la caléndula. Don Pío, alicaído, contó con plumas y señales lo que ocurría en su familia, mientras compungido perdía su mirada en el suelo tapizado de helechos. Contó también que deseaba ser un magnífico esposo y padre de familia y que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para lograrlo. -No has de preocuparte. Toma una de mis plumas, la más negra de todas, y hazla pender de tu cuello - musitó la abubilla. -Pero, ¿cómo podría yo…?-. -Calla y haz lo que te digo.-afirmó imperativa -Vete después al aguadero de Punta Roma, allí donde nace el sol-. -Pero…nadie puede ir allí, es un lugar prohibido-. -Déjame terminar - continuó Martín - Nada te ocurrirá si haces lo que te digo. Desde mañana y durante veintiséis días seguidos beberás el agua que por aquel arroyo discurre. Y poco a poco, día a día, irás viendo y sintiendo cómo las cosas empiezan a cambiar con tu ayuda.
Así es como Don Pío, el carbonero acudía presto a beber el agua de aquel manantial, ataviado con la pluma del sabio Martín, el del color de la caléndula. De esa forma, don Pío fue aguzando milagrosamente su vista hasta donde él nunca hubiera imaginado. Y así fue como don Pío comenzó a mirar a su alrededor con otros ojos, los de la sabiduría. Y así acertó a ver el comportamiento de las parejas de jilgueros, distinto al de los pardillos, y el de estos distinto al de los escribanos y el de los pechiazules. Y así, acertó a ver también como los otros padres carboneros guían a sus hijos para que coman sólo semillas y no larvas y para que los pequeños observen cómo se comporta un buen padre carbonero y sí el bosque pueda seguir siendo bosque y la ensenada, ensenada y el risco, risco. Cuánto más observaba, más seguro se sentía de si mismo y más firme y comprensivo se mostraba con sus pequeños y con su esposa.
Un día, mientras paseaba por la ribera de un riachuelo, se sorprendió de ver frente a él al más llamativo y sonriente carbonero, al de pico más reluciente y poderoso que había visto jamás. Cuando se dio la vuelta para saludarle quedó perplejo al no ver a nadie pero más se extrañó aún cuando agachándose para refrescarse apareció nuevamente frente a él aquella figura. Sólo entonces comprendió que aquel a quien veía no era sino el mismo, reflejado en esas cristalinas aguas: la figura del gran carbonero que siempre había sido y que durante tanto tiempo había olvidado. Esta es, pues, la historia del carbonero don Pío, cuyo recto proceder y empeño constante le hizo conservar hasta nuestros días el valioso regalo que Martín, la abubilla, la del color de la caléndula, le hizo. Y si dudáis de lo que os digo, observad cuando podáis la negra corbata que pende todavía hoy de su pecho.
José Ignacio Dufur Aróstegui