Un forastero desaliñado llegó a aquel lejano pueblo. Como venía cansado, se sentó al lado de la fuente, en medio de la plaza.
Después de refrescarse el rostro y las manos, se dispuso a reponer fuerzas sacando de su mochila un pedazo de pan y algo de queso. Mientras comía pausadamente, no dejaba de mirar a un lado y a otro como si estuviera asombrado. Había conocido muchos pueblos semejantes a aquél, por eso no se explicaba la rara sensación que lo embargaba:
"«¡Hummmm, aquí pasa algo! ¡Algo raro tiene este pueblo!», murmuró para sus adentros.
En aquel momento, de una casa cercana a la plaza salió un niño. Con paso cansino se dirigió a la casa de al lado y llamó a la puerta. Al poco rato se le acercó otro niño y ambos se sentaron en el umbral después de un breve saludo.
Pasaba el tiempo. Los niños no hablaban entre ellos y en sus caras se reflejaban el desgano y el aburrimiento. Uno de ellos tomaba piedrecitas del suelo que luego arrojaba enfrente sin prestar atención, el otro parecía ensimismado en la contemplación de sus uñas...
El forastero los miraba sorprendido, ya que estaba acostumbrado, al llegar a un nuevo pueblo, a verse rodeado de niños que le preguntaban de dónde venía y hacia dónde iba. Aquellos dos, en cambio, parecían ignorarlo, aunque de vez en cuando lo mirasen de reojo.
El asombro del forastero fue aumentando cuando vio que otros niños iban reuniéndose alrededor de los dos primeros. Se sentaban en el suelo y permanecían allí sin decirse nada... ¡Qué niños tan raros!
Precisamente aquella hora, la de la siesta, era la mejor para jugar libremente, lo había sido siempre, ¿por qué no jugaban aquellos niños?, ¿por qué teñían el aburrimiento marcado en sus miradas?
Pensando en ello, tomó su cantimplora y después de beber decidió resolver aquel misterio...
–¡Hola, chicos! ¿Qué tal? ¿No saben a qué jugar?
Los niños se miraron entre ellos.
–¡Se nota que no es de aquí! –le respondió uno melancólicamente.
–Así es, y estoy asombrado de ver unos niños como ustedes, con esas caras, sin saber qué hacer, yo que en tantos puebl...
–¡Éste no es un pueblo como los demás! –lo interrumpió una chiquilla malhumorada.
–¿Estás enojada conmigo? –el forastero se rascaba la cabeza confuso.
–Bueno, usted es forastero y no sabe nada de nuestra desgracia... –añadió un tercero con aire desganado.
–¿Una desgracia? ¡Ya lo creo que lo sé! Tener que ir todos los días a la escuela. Es eso, ¿verdad?
Por lo visto el forastero quería hacerse el gracioso, pero no tuvo mucho éxito ya que los niños siguieron callados con un gesto de enojo en sus rostros. Quizá por eso el forastero cambió de tono:
–Por favor, ¿quieren decirme qué les pasa? ¿Qué pasa en este pueblo?...
Esta vez los niños parecieron comprender su interés. Dudaron un momento, pero luego le hicieron un lugar a su lado.
–Mire, lo que ocurre es lo siguiente –empezó a decir el que parecía mayor de todos–: los niños de este pueblo estamos muertos de aburrimiento. No tenemos ganas de jugar... Una noche una estrella verde apareció en el cielo y desde entonces no hemos vuelto a tener ganas de jugar... No sabemos qué hacer, no se nos ocurre nada, hemos probado casi todo y todo ha sido inútil. ¡Nos aburrimos como hongos! Nuestros padres también están muy preocupados, nos han llevado a muchos médicos...
–¿Y qué? –el forastero estaba cada vez más interesado.
–¡Y nada! Seguimos más aburridos que antes.
–Antes nos bañábamos en el río...
–Y atrapábamos renacuajos...
–Jugábamos al escondite, andábamos en bicicleta, patinábamos...
El forastero no los dejó seguir con sus añoranzas, los niños se quedaron boquiabiertos al oírle decir:
–¡Pero si está bien claro! ¡La estrella verde! ¡Cómo no me he dado cuenta antes! Ya me parecía a mí que en este pueblo había gato encerrado –se daba golpes en la frente como si estuviera enojado con ella–. No se preocupen. Yo sé cómo arreglar esto. Les diré lo que tienen que hacer...
Izar Berdea