En cierta ocasión, y en la entonces pequeña ciudad de Salta, capital más tarde de la provincia argentina del mismo nombre, existía un alcalde orgulloso y antipático, que era odiado por la población por su estúpida manía de avasallar a la gente.
El mal incurable de este alcalde, le hacía cometer infinidad de yerros, ya que todo el que se cree superior a los demás mortales y tiene la debilidad de declararlo, sólo consigue ser aborrecido por cuantos lo conocen y lo tratan.
La humildad para este hombre insoportable, era debilidad de tontos y no comprendía que una de las mejores virtudes de los humanos es precisamente el conocerse a sí mismo y no pretender ir más allá de lo que le permitan sus medios y su inteligencia.
Los consejeros del gobernante intentaron inútilmente hacerte comprender lo perjudicial de su defecto y terminaran por cansarse y dejar al insensato librado a su suerte.
Una tarde en que el alcalde se paseaba por los alrededores de la ciudad acompañado de uno de los más ancianos consejeros, tropezó en el camino con una serpiente de gran tamaño, que yacía muerta entre la hierba.
- ¡Mira! -exclamó el alcalde, señalando al repugnante reptil.- ¡Alguien ha luchado contra este animal!
- Efectivamente -contestó el consejero y, aprovechando la coyuntura de tan desagradable hallazgo, le pidió al ilustre orgulloso, permiso para referirle un cuento que venía muy al caso.
El señor alcalde aceptó con gusto la prometida narración, en espera de algo interesante, pues el consejero tenía fama de listo y ameno, y así, esa tarde apacible, los dos hombres se sentaron sobre una piedra del camino y el anciano, después de unos momentos de silencio, comenzó:
- ¡Pues bien... el cuento que le voy a narrar, sucedió en las maravillosas épocas en que los animales hablaban como nosotros y pensaban quizá mejor que nosotros!
Era en un país remoto de esta parte del mundo, conocido actualmente por América, y en un vasto desierto de hierba, que llegaba hasta el horizonte.
En dichos parajes convivían infinidad de razas de animales, que pasaban su existencia tranquilamente, bebiendo en las cristalinas aguas de los ríos o comiendo los hermosos y fragantes frutos de la encantadora región.
Un sol tibio los calentaba de día, y por las noches una luna grande y plateada los acariciaba desde los cielos.
Como es natural, las razas de animales eran múltiples y allí estaban unidos, desde los más variados reptiles hasta los más veloces pájaros.
Pero como no todo es color de rosa en este pícaro mundo, también las pasiones se cobijaron en las almas de los irracionales de mi cuento y florecían la envidia con su corte de sombras, el odio, la venganza y otros innumerables horribles defectos, iguales a los que hoy anidan en la mayoría de los corazones humanos.
En dicho país, vivía su mísera existencia una gran serpiente de hermosa piel pintada, que por su poder y aspecto era temida por los demás animales de los contornos.
La tal serpiente se paseaba dominadora por las frescas hierbas y se enorgullecía del pavor que despertaba su presencia y que, ingenua, tomaba por sumisión y respeto.
Indiscutiblemente, el animal era invencible y lo había demostrado una y mil veces en terribles luchas contra pumas, tigres y otras fieras, que habían muerto ahogados por sus anillos de poder sin igual.
Pero la serpiente no estaba contenta con su suerte, ya que es común que ni el más poderoso se sienta satisfecho de su destino, y envidiaba el vuelo de las raudas aves, que cruzaban sobre su cabeza, haciendo mil maravillosas curvas en el azul infinito.
- ¡Eso es lo que me falta para ser la dominadora del mundo! -exclamaba llena de envidia, mientras sus amarillos ojos seguían una bandada de blancas palomas que se perdían en el horizonte.- ¡Si yo tuviera alas, me convertiría en el rey de la tierra y de los cielos!
Y llena de loca furia se enroscaba en los troncos de los árboles, mitigando su ira con ensordecedores silbidos que espantaban a los otros animales de aquellos campos.
Una mañana que dormitaba nuestra serpiente junto a los restos de un pobre animalito que había muerto momentos antes, por casualidad se posó a su lado una hermosa águila blanca que la miró con curiosidad.
- ¡Eh! ¡Amiga reptil! -le gritó- ¿puedo devorar algunos pedazos de ese cervato que tienes a tu lado?
La serpiente, bruscamente despertada, irguió su cabeza llena de furor ante la insolencia de la osada ave que así se atrevía a dirigirle la palabra y le contestó con aire de desafío:
- ¡Si quieres comida, vete a buscarla! ¿Acaso no te sirven de nada tu afilado pico y tus fuertes garras?
- ¡Me sirven de mucho -le contestó el águila,- pero hoy no he visto una buena presa desde las alturas, y tengo apetito!
La serpiente se rió con ganas.
- ¿De manera -contestó en el colmo del orgullo- que apelas a mí para saciar tu hambre? ¡Es natural! ¡Con esto me demuestras que yo valgo más que todos los seres de la tierra, y que mi poder es ilimitado e insuperable! ¡Ningún animal me ha vencido hasta hoy y todos me respetan y me temen!
- ¡Es verdad -contestó el águila mirando a la serpiente desde lejos- me doy cabal cuenta de tu fuerza y de tu habilidad para arrastrarte en silencio y sorprender a tus víctimas, pero... te falta algo para convertirte en la reina de la creación!
- ¿Qué? -preguntó el repugnante animal, levantando su achatada cabeza.
- ¡Mis alas! -le respondió el águila, batiendo su plumaje, para dar más fuerza a sus palabras.
- ¡Es verdad! -exclamó con amargura la serpiente.- ¡Eso es lo que anhelo poseer, ya que con alas, dominaría la tierra y los cielos!
- ¿Has intentado volar?
- ¡Sí, pero inútilmente!
- ¿Desearías, hacerlo?
- ¡Daría la mitad de mi vida! -respondió el ofidio con un movimiento de sus ojillos brillantes.
El águila supo sacar provecho de los anhelos fantásticos de su interlocutora y prontamente dijo:
- Pues... ¡es fácil! ¡Yo te enseñaré a volar, si me das los restos de tu comida!
- ¡Trato hecho! -contestó la serpiente y dejó que el ave saciara su voraz apetito.
Una vez terminado el almuerzo, el águila inició sus difíciles lecciones.
- ¡Mira -dijo- volar no es una cosa del otro mundo y sólo consiste en perder el miedo al espacio! ¡Todo es cuestión de audacia y buena voluntad! ¡Ya me ves a mí! ¡Antes no sabía cernirme entre las nubes y ahora domino los cielos con mis alas! ¡Procura hacer lo mismo y triunfarás!
- Pero... ¿cómo?- preguntó interesada la discípula.
- ¡Déjame que te eleve entre mis garras y cuando estemos a muchos metros de la tierra, te enseñaré como puedes quedarte en las alturas!
La serpiente, en su deseo insano de pretender lo imposible, aceptó ciegamente el ofrecimiento y se dejó elevar por el ave que muy pronto la suspendió en los espacios sin límites.
- ¿Te gusta? -le preguntó en un chillido.
- ¡Es maravilloso! -respondió la incauta. ¡Ahora sí que dominaré al mundo!
- ¡Bien -continuó la improvisada profesora ahora debes aprender a saber caer!
¡Y al terminar la frase abrió sus garras y la serpiente, privada de sostén, se precipitó a tierra, estrellándose en el duro suelo!
- ¡Este es mi cuento! -terminó el consejero mirando detenidamente al alcalde.- ¡El deseo de querer ser más de lo se puede, perdió al orgulloso animal, que más tarde fue devorado por las alimañas que antes tanto la habían temido!
¡El alcalde comprendió el significado del cuento y desde entonces separó de su corazón su fatuidad y sus anhelos de dominio, para proseguir por la vida, mansamente, alejando de sí todo lo que pudiera conducirlo a pretensiones, vanidades y orgullos mal entendidos, que lo precipitarían sin remedio, al triste fin del repugnante reptil!
Adolfo Díez Gómez