Un Halloween diferente

Hace mucho tiempo, la mayoría de los monstruos eran seres simpáticos y golosos, tontorrones y peludos que vivían felizmente en su monstruoso mundo. Hablaban y jugaban con los niños y les contaban cuentos por las noches. Pero un día, algunos monstruos tuvieron una gran discusión por un caramelo, y uno se enfadó tanto que sus furiosos gritos hubieran asustado a cualquiera. Y entre todos los que quedaron terriblemente asustados, las letras más miedosas, como la L, la T y la D, salieron corriendo de aquel lugar. Como no dejaron de gritar, las demás letras también huyeron de allí, y cada vez se entendían menos las palabras de los monstruos. Finalmente, sólo se quedaron unas pocas letras valientes, como la G y la R , de forma que en el mundo de los monstruos no había forma de encontrar letras para conseguir decir algo distinto de " GRRR!!!", "AAAARG!!!" u "BUUUUH!!!". A partir de aquello, cada vez que iban a visitar a alguno de sus amigos los niños, terminaban asustándoles; y con el tiempo, se extendió la idea de que los monstruos eran seres terribles que sólo pensaban en comernos y asustarnos.

Un día, una niña que paseaba por el mundo de los monstruos buscando su pelota, encontró escondidas bajo unas hojas a todas las letras, que vivían allí dominadas por el miedo. La niña, muy procupada, decidió hacerse cargo de ellas y cuidarlas, y se las llevó a casa. Aquella era una niña especial, pues aún conservaba un amigo monstruo muy listo y simpático, que al ver que nada de lo que decía salía como quería, decidió hacerse pasar por mudo, así que nunca asustó a nadie y hablaba con la niña utilizando gestos. Cuando aquella noche fue a visitar a su amiga y encontró las letras, se alegró tanto que le pidió que se las dejara para poder hablar, y por primera vez la niña oyó la dulce voz del monstruo.

Juntos se propusieron recuperan las voces de los demás monstruos, y uno tras otro los fueron visitando a todos, dejándoles las letras para que pudieran volver a decir cosas agradables. Los monstruos, agradecidos, les entregaban las mejores golosinas que guardaban en sus casas, y así, finalmente, fueron a ver a aquel primer monstruo gruñón que organizó la discusión. Estaba ya muy viejecito, pero al ver las letras, dio un salto tan grande de alegría que casi se le saltan los huesos. Y mirando con ternura las asustadas letras, escogió las justas para decir "perdón". Debía llevar esperando años aquel momento, porque enseguida animó a todos a entrar en su casa, donde todo estaba preparado para grandísima fiesta, llena de monstruos, golosinas y caramelos. Como que las que se hacen en Halloween hoy día; qué coincidencia, ¿verdad?

Pedro Pablo Sacristan

El regalo mágico del conejito pobre

Hubo una vez en un lugar una época de muchísima sequía y hambre para los animales. Un conejito muy pobre caminaba triste por el campo cuando se le apareció un mago que le entregó un saco con varias ramitas."Son mágicas, y serán aún más mágicas si sabes usarlas" El conejito se moría de hambre, pero decidió no morder las ramitas pensando en darles buen uso.

Al volver a casa, encontró una ovejita muy viejita y pobre que casi no podía caminar."Dame algo, por favor", le dijo. El conejito no tenía nada salvo las ramitas, pero como eran mágicas se resistía a dárselas. Sin embargó, recordó como sus padres le enseñaron desde pequeño a compartirlo todo, así que sacó una ramita del saco y se la dió a la oveja. Al instante, la rama brilló con mil colores, mostrando su magia. El conejito siguió contrariado y contento a la vez, pensando que había dejado escapar una ramita mágica, pero que la ovejita la necesitaba más que él. Lo mismo le ocurrió con un pato ciego y un gallo cojo, de forma que al llegar a su casa sólo le quedaba una de las ramitas.

Al llegar a casa, contó la historia y su encuentro con el mago a sus papás, que se mostraron muy orgullosos por su comportamiento. Y cuando iba a sacar la ramita, llegó su hermanito pequeño, llorando por el hambre, y también se la dió a él.

En ese momento apareció el mago con gran estruendo, y preguntó al conejito ¿Dónde están las ramitas mágicas que te entregué? ¿qué es lo que has hecho con ellas?

El conejito se asustó y comenzó a excusarse, pero el mago le interrumpió diciendo ¿No te dije que si las usabas bien serían más mágicas?. ¡Pues sal fuera y mira lo que has hecho!

Y el conejito salió temblando de su casa para descubrir que había pasado con sus ramitas, y vió que todos los campos de alrededor se habían convertido en una maravillosa granja llena de agua y comida para todos los animales!!

El conejito se sintió muy contento por haber obrado bien, y porque la magia de su generosidad había devuelto la alegría a todos

. Y colorin colorado este cuento se ha acabado.

Pedro Pablo Sacristán

La rosa más bella del mundo

Érase una reina muy poderosa, en cuyo jardín lucían las flores más hermosas de cada estación del año. Ella prefería las rosas por encima de todas; por eso las tenía de todas las variedades, desde el escaramujo

de hojas verdes y olor de manzana hasta la más magnífica rosa de Provenza. Crecían pegadas al muro del palacio, se enroscaban en las columnas y los marcos de las ventanas y, penetrando en las galerías, se extendían por los techos de los salones, con gran variedad de colores, formas y perfumes.

Pero en el palacio moraban la tristeza y la aflicción. La Reina yacía enferma en su lecho, y los médicos decían que iba a morir.

- Hay un medio de salvarla, sin embargo -afirmó el más sabio de ellos-. Traedle la rosa más espléndida del mundo, la que sea expresión del amor puro y más sublime. Si puede verla antes de que sus ojos se cierren, no morirá.

Y ya tenéis a viejos y jóvenes acudiendo, de cerca y de lejos, con rosas, las más bellas que crecían en todos los jardines; pero ninguna era la requerida. La flor milagrosa tenía que proceder del jardín del amor; pero incluso en él, ¿qué rosa era expresión del amor más puro y sublime?

Los poetas cantaron las rosas más hermosas del mundo, y cada uno celebraba la suya. Y el mensaje corrió por todo el país, a cada corazón en que el amor palpitaba; corrió el mensaje y llegó a gentes de todas las edades y clases sociales.

- Nadie ha mencionado aún la flor -afirmaba el sabio. Nadie ha designado el lugar donde florece en toda su magnificencia. No son las rosas de la tumba de Romeo y Julieta o de la Walburg, a pesar de que su aroma se exhalará siempre en leyendas y canciones; ni son las rosas que brotaron de las lanzas ensangrentadas de Winkelried, de la sangre sagrada que mana del pecho del héroe que muere por la patria, aunque no hay muerte más dulce ni rosa más roja que aquella sangre. Ni es tampoco aquella flor maravillosa para cuidar la cual el hombre sacrifica su vida velando de día y de noche en la sencilla habitación: la rosa mágica de la Ciencia.

- Yo sé dónde florece -dijo una madre feliz, que se presentó con su hijito a la cabecera de la Reina-. Sé dónde se encuentra la rosa más preciosa del mundo, la que es expresión del amor más puro y sublime. Florece en las rojas mejillas de mi dulce hijito cuando, restaurado por el sueño, abre los ojos y me sonríe con todo su amor.

Bella es esa rosa -contestó el sabio pero hay otra más bella todavía.

- ¡Sí, otra mucho más bella! -dijo una de las mujeres-. La he visto; no existe ninguna que sea más noble y más santa. Pero era pálida como los pétalos de la rosa de té. En las mejillas de la Reina la vi. La Reina se había quitado la real corona, y en las largas y dolorosas noches sostenía a su hijo enfermo, llorando, besándolo y rogando a Dios por él, como sólo una madre ruega a la hora de la angustia.

- Santa y maravillosa es la rosa blanca de la tristeza en su poder, pero tampoco es la requerida.

- No; la rosa más incomparable la vi ante el altar del Señor -afirmó el anciano y piadoso obispo-. La vi brillar como si reflejara el rostro de un ángel. Las doncellas se acercaban a la sagrada mesa, renovaban el pacto de alianza de su bautismo, y en sus rostros lozanos se encendían unas rosas y palidecían otras. Había entre ellas una muchachita que, henchida de amor y pureza, elevaba su alma a Dios: era la expresión del amor más puro y más sublime.

- ¡Bendita sea! -exclamó el sabio-, mas ninguno ha nombrado aún la rosa más bella del mundo.

En esto entró en la habitación un niño, el hijito de la Reina; había lágrimas en sus ojos y en sus mejillas, y traía un gran libro abierto, encuadernado en terciopelo, con grandes broches de plata.

- ¡Madre! -dijo el niño-. ¡Oye lo que acabo de leer! -. Y, sentándose junto a la cama, se puso a leer acerca de Aquél que se había sacrificado en la cruz para salvar a los hombres y a las generaciones que no habían nacido.

- ¡Amor más sublime no existe!

Encendióse un brillo rosado en las mejillas de la Reina, sus ojos se agrandaron y resplandecieron, pues vio que de las hojas de aquel libro salía la rosa más espléndida del mundo, la imagen de la rosa que, de la sangre de Cristo, brotó del árbol de la Cruz.

- ¡Ya la veo! -exclamó-. Jamás morirá quien contemple esta rosa, la más bella del mundo.

Hans C. Andersen

El Hada y la Sombra

Hace mucho, mucho tiempo, antes de que los hombres y sus ciudades llenaran la tierra, antes incluso de que muchas cosas tuvieran un nombre, existía un lugar misterioso custodiado por el hada del lago. Justa y generosa, todos sus vasallos siempre estaban dispuestos a servirle. Y cuando unos malvados seres amenazaron el lago y sus bosques, muchos se unieron al hada cuando les pidió que la acompañaran en un peligroso viaje a través de ríos, pantanos y desiertos en busca de la Piedra de Cristal, la única salvación posible para todos.

El hada advirtió de los peligros y dificultades, de lo difícil que sería aguantar todo el viaje, pero ninguno se asustó. Todos prometieron acompañarla hasta donde hiciera falta, y aquel mismo día, el hada y sus 50 más leales vasallos comenzaron el viaje. El camino fue aún más terrible y duro que lo había anunciado el hada. Se enfrentaron a bestias terribles, caminaron día y noche y vagaron perdidos por el desierto sufriendo el hambre y la sed. Ante tantas adversidades muchos se desanimaron y terminaron por abandonar el viaje a medio camino, hasta que sólo quedó uno, llamado Sombra. No era el más valiente, ni el mejor luchador, ni siquiera el más listo o divertido, pero continuó junto al hada hasta el final. Cuando ésta le preguntaba que por qué no abandonaba como los demás, Sombra respondía siempre lo mismo "Os dije que os acompañaría a pesar de las dificultades, y éso es lo que hago. No voy a dar media vuelta sólo porque haya sido verdad que iba a ser duro".

Gracias a su leal Sombra pudo el hada por fin encontrar la Piedra de Cristal, pero el monstruoso Guardián de la piedra no estaba dispuesto a entregársela. Entonces Sombra, en un último gesto de lealtad, se ofreció a cambio de la piedra quedándose al servicio del Guardián por el resto de sus días...

La poderosa magia de la Piedra de Cristal permitió al hada regresar al lago y expulsar a los seres malvados, pero cada noche lloraba la ausencia de su fiel Sombra, pues de aquel firme y generoso compromiso surgió un amor más fuerte que ningún otro. Y en su recuerdo, queriendo mostrar a todos el valor de la lealtad y el compromiso, regaló a cada ser de la tierra su propia sombra durante el día; pero al llegar la noche, todas las sombras acuden el lago, donde consuelan y acompañan a su triste hada.


Autor.. Pedro Pablo Sacristan

El cofre volador

Érase una vez un comerciante tan rico, que habría podido empedrar toda la calle con monedas de plata, y aún casi un callejón por añadidura; pero se guardó de hacerlo, pues el hombre conocía mejores maneras de invertir su dinero, y cuando daba un ochavo era para recibir un escudo. Fue un mercader muy listo... y luego murió.

Su hijo heredó todos sus caudales, y vivía alegremente: todas las noches iba al baile de máscaras, hacía cometas con billetes de banco y arrojaba al agua panecillos untados de mantequilla y lastrados con monedas de oro en vez de piedras. No es extraño, pues, que pronto se terminase el dinero; al fin a nuestro mozo no le quedaron más de cuatro perras gordas, y por todo vestido, unas zapatillas y una vieja bata de noche. Sus amigos lo abandonaron; no podían ya ir juntos por la calle; pero uno de ellos, que era un bonachón, le envió un viejo cofre con este aviso: «¡Embala!». El consejo era bueno, desde luego, pero como nada tenía que embalar, se metió él en el baúl.

Era un cofre curioso: echaba a volar en cuanto se le apretaba la cerradura. Y así lo hizo; en un santiamén, el muchacho se vio por los aires metido en el cofre, después de salir por la chimenea, y montóse hasta las nubes, vuela que te vuela. Cada vez que el fondo del baúl crujía un poco, a nuestro hombre le entraba pánico; si se desprendiesen las tablas, ¡vaya salto! ¡Dios nos ampare!

De este modo llegó a tierra de turcos. Escondiendo el cofre en el bosque, entre hojarasca seca, se encaminó a la ciudad; no llamó la atención de nadie, pues todos los turcos vestían también bata y pantuflos. Encontróse con un ama que llevaba un niño:

- Oye, nodriza -le preguntó-, ¿qué es aquel castillo tan grande, junto a la ciudad, con ventanas tan altas?

- Allí vive la hija del Rey -respondió la mujer-. Se le ha profetizado que quien se enamore de ella la hará desgraciada; por eso no se deja que nadie se le acerque, si no es en presencia del Rey y de la Reina, - Gracias -dijo el hijo del mercader, y volvió a su bosque. Se metió en el cofre y levantó el vuelo; llegó al tejado del castillo y se introdujo por la ventana en las habitaciones de la princesa.

Estaba ella durmiendo en un sofá; era tan hermosa, que el mozo no pudo reprimirse y le dio un beso. La princesa despertó asustada, pero él le dijo que era el dios de los turcos, llegado por los aires; y esto la tranquilizó.

Sentáronse uno junto al otro, y el mozo se puso a contar historias sobre los ojos de la muchacha: eran como lagos oscuros y maravillosos, por los que los pensamientos nadaban cual ondinas; luego historias sobre su frente, que comparó con una montaña nevada, llena de magníficos salones y cuadros; y luego le habló de la cigüeña, que trae a los niños pequeños.

Sí, eran unas historias muy hermosas, realmente. Luego pidió a la princesa si quería ser su esposa, y ella le dio el sí sin vacilar.

- Pero tendréis que volver el sábado -añadió-, pues he invitado a mis padres a tomar el té. Estarán orgullosos de que me case con el dios de los turcos. Pero mira de recordar historias bonitas, que a mis padres les gustan mucho. Mi madre las prefiere edificantes y elevadas, y mi padre las quiere divertidas, pues le gusta reírse.

- Bien, no traeré más regalo de boda que mis cuentos -respondió él, y se despidieron; pero antes la princesa le regaló un sable adornado con monedas de oro. ¡Y bien que le vinieron al mozo!

Se marchó en volandas, se compró una nueva bata y se fue al bosque, donde se puso a componer un cuento. Debía estar listo para el sábado, y la cosa no es tan fácil.

Y cuando lo tuvo terminado, era ya sábado.

El Rey, la Reina y toda la Corte lo aguardaban para tomar el té en compañía de la princesa. Lo recibieron con gran cortesía.

- ¿Vais a contarnos un cuento -preguntóle la Reina-, uno que tenga profundo sentido y sea instructivo?

- Pero que al mismo tiempo nos haga reír -añadió el Rey.-

- De acuerdo -respondía el mozo, y comenzó su relato. Y ahora, atención.

«Érase una vez un haz de fósforos que estaban en extremo orgullosos de su alta estirpe; su árbol genealógico, es decir, el gran pino, del que todos eran una astillita, había sido un añoso y corpulento árbol del bosque. Los fósforos se encontraban ahora entre un viejo eslabón y un puchero de hierro no menos viejo, al que hablaban de los tiempos de su infancia. -¡Sí, cuando nos hallábamos en la rama verde -decían- estábamos realmente en una rama verde! Cada amanecer y cada atardecer teníamos té diamantino: era el rocío; durante todo el día nos daba el sol, cuando no estaba nublado, y los pajarillos nos contaban historias. Nos dábamos cuenta de que éramos ricos, pues los árboles de fronda sólo van vestidos en verano; en cambio, nuestra familia lucía su verde ropaje, lo mismo en verano que en invierno. Mas he aquí que se presentó el leñador, la gran revolución, y nuestra familia se dispersó. El tronco fue destinado a palo mayor de un barco de alto bordo, capaz de circunnavegar el mundo si se le antojaba; las demás ramas pasaron a otros lugares, y a nosotros nos ha sido asignada la misión de suministrar luz a la baja plebe; por eso, a pesar de ser gente distinguida, hemos venido a parar a la cocina.

» - Mi destino ha sido muy distinto -dijo el puchero a cuyo lado yacían los fósforos-. Desde el instante en que vine al mundo, todo ha sido estregarme, ponerme al fuego y sacarme de él; yo estoy por lo práctico, y, modestia aparte, soy el número uno en la casa, Mi único placer consiste, terminado el servicio de mesa, en estarme en mi sitio, limpio y bruñido, conversando sesudamente con mis compañeros; pero si exceptúo el balde, que de vez en cuando baja al patio, puede decirse que vivimos completamente retirados. Nuestro único mensajero es el cesto de la compra, pero ¡se exalta tanto cuando habla del gobierno y del pueblo!; hace unos días un viejo puchero de tierra se asustó tanto con lo que dijo, que se cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Yo os digo que este cesto es un revolucionario; y si no, al tiempo.

» - ¡Hablas demasiado! -intervino el eslabón, golpeando el pedernal, que soltó una chispa-. ¿No podríamos echar una cana al aire, esta noche?

» - Sí, hablemos -dijeron los fósforos-, y veamos quién es el más noble de todos nosotros.

» - No, no me gusta hablar de mi persona -objetó la olla de barro-. Organicemos una velada. Yo empezaré contando la historia de mi vida, y luego los demás harán lo mismo; así no se embrolla uno y resulta más divertido. En las playas del Báltico, donde las hayas que cubren el suelo de Dinamarca...

» - ¡Buen principio! -exclamaron los platos-. Sin duda, esta historia nos gustará.

» - ...pasé mi juventud en el seno de una familia muy reposada; se limpiaban los muebles, se restregaban los suelos, y cada quince días colgaban cortinas nuevas.

» - ¡Qué bien se explica! -dijo la escoba de crin-. Diríase que habla un ama de casa; hay un no sé que de limpio y refinado en sus palabras.

» -Exactamente lo que yo pensaba -asintió el balde, dando un saltito de contento que hizo resonar el suelo.

» La olla siguió contando, y el fin resultó tan agradable como había sido el principio.

» Todos los platos castañetearon de regocijo, y la escoba sacó del bote unas hojas de perejil, y con ellas coronó a la olla, a sabiendas de que los demás rabiarían. "Si hoy le pongo yo una corona, mañana me pondrá ella otra a mí", pensó.

» - ¡Voy a bailar! -exclamó la tenaza, y, ¡dicho y hecho! ¡Dios nos ampare, y cómo levantaba la pierna! La vieja funda de la silla del rincón estalló al verlo-. ¿Me vais a coronar también a mí? -pregunto la tenaza; y así se hizo.

» - ¡Vaya gentuza! -pensaban los fósforos.

» Tocábale entonces el turno de cantar a la tetera, pero se excusó alegando que estaba resfriada; sólo podía cantar cuando se hallaba al fuego; pero todo aquello eran remilgos; no quería hacerlo más que en la mesa, con las señorías.

» Había en la ventana una vieja pluma, con la que solía escribir la sirvienta. Nada de notable podía observarse en ella, aparte que la sumergían demasiado en el tintero, pero ella se sentía orgullosa del hecho.

» - Si la tetera se niega a cantar, que no cante -dijo-. Ahí fuera hay un ruiseñor enjaulado que sabe hacerlo. No es que haya estudiado en el Conservatorio, mas por esta noche seremos indulgentes.

» - Me parece muy poco conveniente -objetó la cafetera, que era una cantora de cocina y hermanastra de la tetera - tener que escuchar a un pájaro forastero. ¿Es esto patriotismo? Que juzgue el cesto de la compra.

» - Francamente, me habéis desilusionado -dijo el cesto-. ¡Vaya manera estúpida de pasar una velada! En lugar de ir cada cuál por su lado, ¿no sería mucho mejor hacer las cosas con orden? Cada uno ocuparía su sitio, y yo dirigiría el juego. ¡Otra cosa seria!

» - ¡Sí, vamos a armar un escándalo! -exclamaron todos.

» En esto se abrió la puerta y entró la criada. Todos se quedaron quietos, nadie se movió; pero ni un puchero dudaba de sus habilidades y de su distinción. "Si hubiésemos querido -pensaba cada uno-, ¡qué velada más deliciosa habríamos pasado!".

» La sirvienta cogió los fósforos y encendió fuego. ¡Cómo chisporroteaban, y qué llamas echaban!

» "Ahora todos tendrán que percatarse de que somos los primeros -pensaban-. ¡Menudo brillo y menudo resplandor el nuestro!". Y de este modo se consumieron».

- ¡Qué cuento tan bonito! -dijo la Reina-. Me parece encontrarme en la cocina, entre los fósforos. Sí, te casarás con nuestra hija.

- Desde luego -asintió el Rey-. Será tuya el lunes por la mañana -. Lo tuteaban ya, considerándolo como de la familia.

Fijóse el día de la boda, y la víspera hubo grandes iluminaciones en la ciudad, repartiéronse bollos de pan y rosquillas, los golfillos callejeros se hincharon de gritar «¡hurra!» y silbar con los dedos metidos en la boca... ¡Una fiesta magnífica!

«Tendré que hacer algo», pensó el hijo del mercader, y compró cohetes, petardos y qué sé yo cuántas cosas de pirotecnia, las metió en el baúl y emprendió el vuelo.

¡Pim, pam, pum! ¡Vaya estrépito y vaya chisporroteo!

Los turcos, al verlo, pegaban unos saltos tales que las babuchas les llegaban a las orejas; nunca habían contemplado una traca como aquella, Ahora sí que estaban convencidos de que era el propio dios de los turcos el que iba a casarse con la hija del Rey.

No bien llegó nuestro mozo al bosque con su baúl, se dijo: «Me llegaré a la ciudad, a observar el efecto causado».

Era una curiosidad muy natural.

¡Qué cosas contaba la gente! Cada una de las personas a quienes preguntó había presenciado el espectáculo de una manera distinta, pero todos coincidieron en calificarlo de hermoso.

- Yo vi al propio dios de los turcos -afirmó uno-. Sus ojos eran como rutilantes estrellas, y la barba parecía agua espumeante.

- Volaba envuelto en un manto de fuego -dijo otro-. Por los pliegues asomaban unos angelitos preciosos.

Sí, escuchó cosas muy agradables, y al día siguiente era la boda.

Regresó al bosque para instalarse en su cofre; pero, ¿dónde estaba el cofre? El caso es que se había incendiado. Una chispa de un cohete había prendido fuego en el forro y reducido el baúl a cenizas. Y el hijo del mercader ya no podía volar ni volver al palacio de su prometida.

Ella se pasó todo el día en el tejado, aguardándolo; y sigue aún esperando, mientras él recorre el mundo contando cuentos, aunque ninguno tan regocijante como el de los fósforos.

Hans C. Andersen

La burra del lavandero (Cuento popular africano)

Vivían una vez un mono y un tiburón que eran íntimos amigos. El Mono vivía en un pomposo árbol cuyas ramos colgaban sobre las aguas del mar. Y en este árbol crecían deliciosos frutos. Cada vez que el Mono se ponía a comerlos, gritaba el Tiburón.

- Amigo, tírame un par.

Y durante muchos días, semanas y meses el Mono tiró, cotidianamente, dos o tres veces por jornada, algunos de los codiciados frutos.

Un hermoso día dijo el Tiburón al Mono:

- Amigo, me has prestado muchos servicios con tu bondad y desearía realmente hacer algo por ti. ¿No te agradaría dar un paseo hasta mi morada?

- ¿Y cómo podría yo ir hasta allí? - preguntó el Mono:

- Yo te llevaré y ni un pelo de tu cuerpo se mojará. Baja del árbol y pósate sobre mi lomo.

El Mono así lo hizo.

Al cabo de un rato, cuando habían nadado un regular trecho, cabalgando el Mono sobre el lomo del Tiburón, dijo éste:

- Tú eres mi amigo y quiero decirte la verdad.

- Sí, dímela - respondió el Mono.

- Escucha, pues - empezó el Tiburón - donde yo habito yace enfermo de muerte el Sultán, y sus sabios y médicos de cabecera aseguran que únicamente el corazón de un mono puede darle la vida.

- ¡Ah, ah! - exclamó el Mono -. Podrías habérmelo dicho antes.

- ¿Y qué habrías contestado, amigo, a mi invitación? - preguntó el Tiburón.

El Mono pensó:

- Ahora tengo que idearme algo para salvarme, pues de lo contrario estoy perdido.

Como no respondiese en el acto, preguntóle el Tiburón por qué no decía nada.

- ¡Ah! - suspiró el Mono -. ¿Qué podría decirte? Si me hubieses dicho la verdad hubiera traído conmigo el corazón, gustosamente.

Asombrado, preguntó el Tiburón:

- ¡Cómo! ¿No llevas encima tu corazón?

- No - respondió el Mono -. ¿No sabes, pues, la costumbre que tenemos los monos? Cuando salimos de nuestras casas, dejamos nuestro corazón colgado del árbol en que vivimos. Tan sólo nuestro cuerpo se aleja. Pero, tonto de mí, ¿por qué te cuento eso? No me creerás, pensando, acaso, que yo tengo miedo. Vamos, llévame enseguida al palacio del Sultán, para que me maten sus esclavos. Entonces verás por tus propios ojos que en mi cuerpo no se encuentra el corazón que precisáis y te lamentarás de tu error.

El Tiburón dio crédito a las palabras del Mono y dijo:

- Entonces lo mejor será regresar a la costa para que puedas ir a tu árbol en busca de tu corazón.

- No, no, - respondió el astuto Mono - nada de eso. Llévame al palacio del Sultán.

Pero el Tiburón se mantuvo enérgico en sus trece y declaró que primero debían ir a buscar el corazón del Mono. Dióse éste por convencido, y al poco hallóse de nuevo en tierra firme y encaramado en su árbol.

Mas cuando estuvo sano y salvo y en lugar seguro se quedó mudo y sin hacer el menor ruido.

El Tiburón le gritó ordenándole que se diera prisa. No hubo respuesta.

El Tiburón volvió a gritar, esta vez con todas las fuerzas de sus pulmones:

- ¡Ven de una vez! ¡Vamos ya!

- ¿Que vaya contigo? - respondió el Mono - ¿Y adónde debemos ir?

- Pues, al palacio del Sultán; ¿no recuerdas? - respondió el Tiburón.

- Tú estás completamente loco - replicó el Mono.

- ¿Qué quieres decir? - reclamó el Tiburón.

- ¡Por lo visto, tú me has tomado por la burra del lavandero!

- ¿La burra del lavandero dices? ¡Que me cuelguen si te entiendo! ¿Qué es eso?

- Es algo sin corazón y sin orejas -explicó el Mono.

- ¿Qué pasó con tu burra del lavandero? Amiguito, cuéntamelo para que yo pueda comprender lo que quieres decir.

- Escucha, pues - dijo el Mono -. "Érase una vez un lavandero que tenía una burra que se escapó del lavadero y se adentró en el bosque. Allí le iba tan bien que ya no pensó en volver al lado de su amo. Se pasaba todo el santo día comiendo manjares deliciosos y pronto se puso redonda como un tonel.

Una vez la vio la liebre y al verla se le hizo la boca agua y se dijo:

- Esa bestia está muy gorda y convida a comérsela.

Y corriendo fue a ver al león que, habiendo estado enfermo mucho tiempo, se encontraba ahora muy débil. Y dijo al León:

- Mañana te traeré un exquisito trozo de carne, para que lo comamos juntos.

El León contestó:

- Muy bien.

Al día, siguiente, al rayar el alba, se encaminó la liebre hacia el lugar donde había visto la burra. Y le dijo:

- He sido enviada por el poderoso señor que quiere hacerte proposición de casamiento.

- ¿Quién te ha mandado? - preguntó la Burra.

- El mismito León - respondió la Liebre.

- Muy bien - dijo la Burra -. Voy contigo.

Fueron juntas al cubil del león y el León dijo:

- Entra y toma asiento.

Y la Burra se sentó.

La Liebre dio a entender al León que el delicioso trozo de carne de que le había hablado estaba allí, y, acto seguido, se marchó.

A la Burra le dijo:

- Tengo que ir a mi casa. Habla con tu novio para que os conozcáis.

Apenas había salido la Liebre, cuando el León saltó sobre la Burra para despedazarla, pero la Burra luchó valerosamente, dando coces y mordiscos, hasta que el León, que estaba debilitado, cayó en un rincón.

Entonces la Burra, llena de heridas de las garras del León, regresó a su bosque.

Un rato después llegó la Liebre al cubil del León y le preguntó:

- Amigo, ¿ya terminaste el banquete?

- No - suspiró el León - aquella bestia era demasiado fuerte. Primeramente me asestó un par de coces fenomenales; luego mordióme y por último se me escapó. Yo le había dado unos zarpazos, pero a causa de mi enfermedad fueron poco potentes; ¡estoy muy débil!

- No, no - replicó la Liebre - estás mejorando a pasos agigantados.

Un par de días después fue y preguntó al León si se veía con ánimos y sentía haberse repuesto.

- Sí - respondióle -; ahora soy el León de antes y me haría con la presa por fuerte que fuera, si me entrara en ganas.

- Bien - dijo la Liebre -; te la buscaré.

Cuando llegó al bosque, la Burra la saludó cordialmente y le preguntó si había novedad.

- Sí - contestó la Liebre -; tu novio te ruega que vayas a verle.

- No - contestó la Burra, - no me agrada tal invitación. Ya antes me arañó y me lastimó tanto, que, asustada, huí de él.

- Bah - replicó la Liebre -; prueba otra vez. El León no es tan mala persona. Y tampoco un partido despreciable. Es así como él recibe a los otros animales.

- Bueno - dijo la Burra -; probaré nuevamente.

Pero, ¡ay!, apenas hubo penetrado en la cueva del León, cuando éste saltó sobre la pobre Burra y la mató.

Poco después, la Liebre se presentó en la cueva del León y éste dijo:

- Escucha: coge la carne y ásala. Yo no quiero más que el corazón y las orejas; el resto puedes comértelo tú.

- Muchas gracias - dijo la Liebre, y se llevó la carne hasta donde el León no la podía observar.

Cogió primero el corazón y las orejas, se los comió con verdadera fruición y escondió el resto de la carne.

Al cabo de un rato apareció el León para ver dónde estaba la Liebre.

- Amiga Liebre - le dijo -, dame seguidamente el corazón y las orejas de la burra; tengo hambre y desfallezco.

La Liebre le contestó:

- ¿Dónde están el corazón y las orejas?

- ¿Por qué preguntas esto? - dijo el León sobresaltado.

- Sí - añadió la Liebre -; ¿no sabes que ésta era la burra del lavandero?

- Ciertamente - respondió el León - ¿Pero qué tiene que ver esto con su corazón y sus orejas?

- ¡Oh, León! - exclamó la Liebre -. Eres un animal ya crecidito y al parecer no comprendes que, si semejante burra hubiese tenido corazón y orejas, no hubiese comparecido por segunda vez a tu cueva. La primera vez, al presentarse, pudo comprender que querías matarla, y por eso huyó. Y presentóse por segunda vez, ello no obstante; dime, pues, ¿lo hubiera hecho de tener corazón?

Y el León contestó:

- Amigo, hay algo de verdad en lo que dices.

- Pues bien, amigo Tiburón - dijo el Mono -, ésta es la historia de la burra del Lavandero. ¿Verdad que yo no sería más cauto y sabio que la burra del cuento si fuese contigo? ¡Adiós, Tiburón! Vete a ver a tu querido Sultán. Y... dale recuerdos de mi parte.


Fuente: http://www.hadaluna.com/populares/pa-burra.htm

Fara y el viejo cocodrilo (Cuento popular africano)

Lo que voy a narraros sucedió en Madagascar.

Érase una vez dos hermanas, Rapela y Fara, que gustaban de jugar a la orilla del río. Su madre, tan sólo de vez en cuando les daba permiso, pues muchos cocodrilos rondaban por aquellos parajes. Un día, tanto le suplicaron Rapela y Fara, que no supo la buena madre negarles el permiso y, accediendo a sus preces, así las amonestó:

- Idos, pero guardaos de burlaros de Ikakinidriaholomamba. El viejo cocodrilo - añadió la madre - tiene muy mal talante y el peor de los genios; si os mofáis de él, os devorará.

Las dos hermanitas prometieron obedecer, y fuéronse alegres para jugar con las piedras del río.

Muy, pronto Ikakinidriaholomamba asomó entre los cañaverales para distraer su ocio con el juego de las niñas; viéronle éstas y como, en verdad, el viejo cocodrilo era enormemente feo, Fara, que había olvidado los consejos de su madre, exclamó:

- ¡Oh, oh, qué viejo está padre Cocodrilo!

- ¡Y qué cabeza tan hundida!

- ¡Y qué ojos tan hinchados!

- ¡Y qué vientre tan lleno de arrugas!

- ¡Y cuántas escamas tiene en su cuerpo!

Por lo que, Ikakinidriaholomamba, enfurecido, trepó hasta la orilla para alcanzarlas, mas ellas corrieron, ligeras como galgos, llegando salvas al hogar.

- Bien, hijitas, bien; - preguntó la madre - fuisteis prudentes y cautas, ¿no es cierto?

- ¡Oh, mamá! - contestó Rapela - ¡El viejo Cocodrilo intentó zamparse a Fara!

- ¡Ah! - exclamó la madre moviendo la cabeza - ¡Habráse Fara burlado de él! ¡Es menester saber moderar la lengua, hijitas mías!

A la mañana siguiente, las hermanas retornaron al río y nuevamente emprendieron sus juegos con las piedrecillas de la orilla.

Rapela divertíase mucho, sin cuitas de ningún género; mas Fara, intranquila con el recuerdo de las burlas del día anterior, contemplaba a Ikakinidriaholomamba que, ojos cerrados, permanecía tumbado a lo largo de un tronco de árbol.

Era horriblemente feo, y Fara, sin poderse contener, díjose de nuevo entre dientes:

- ¡Oh, qué viejo está padre Cocodrilo!

- ¡Y qué cabeza tan hundida!

- ¡Y qué ojos tan hinchados!

- ¡Y qué vientre tan lleno de arrugas!

- ¡Y cuántas escamas tienen en su cuerpo!

Mas esta vez fue la vencida, ya que el Cocodrilo echóle el diente, engulléndosela.

En vano la desventurada Rapela imploró al monstruo para que le devolviese su hermana; aquél habíase sumergido ya en la corriente, dejándola triste y sin consuelo.

Los padres de Fara corrieron a la orilla y, llegados al lugar, la madre así imploró al viejo Cocodrilo:

- ¡Oh, Mamba, devuélvenos a Fara! ¡En verdad, ella fue muy mala, pero es tanta nuestra angustia que bien podrías devolvérnosla!

A lo que Ikakinidriaholomamba respondió, imitando la voz de Fara:

" - Sí, sí, buena señora.

Acudid en busca de vuestra Fara.

Pero Fara tiene la lengua muy larga.

Buscad a Fara. - ¡Y qué cabeza tan hundida!

Buscad a Fara. - ¡Y qué ojos tan hinchados!

Buscad a Fara. - ¡Y qué vientre tan lleno de arrugas!

Buscad a Fara. - ¡Y cuántas escamas tiene en su cuerpo!

Así hablaba la niña, ¿no es cierto?"

La pobre madre quedó abatida ante tal réplica y, dirigiéndose a su marido, le dijo:

- ¡Háblale tú al Cocodrilo, a ver si le convences!

Entonces el padre de Fara gritó:

- ¡Oh, Mamba, devuélvenos a Fara! ¡En verdad, ella fue muy mala, pero es tanta nuestra desdicha que bien podrías compadecerte y devolvérnosla!

Mas Ikakinidriaholomamba le respondió:

" - Sí, sí, mi viejo.

Acudid en busca de vuestra Fara.

Pero Fara tiene la lengua muy larga.

Buscad a Fara. - ¡Y qué cabeza tan hundida!

Buscad a Fara. - ¡Y qué ojos tan hinchados!

Buscad a Fara. - ¡Y qué vientre tan lleno de arrugas!

Buscad a Fara. - ¡Y cuántas escamas tiene en su cuerpo!

Así hablaba la niña, ¿no es cierto?".

Los desventurados padres estaban descorazonados, cuando la madre propuso:

- ¿Y si le ofreciéramos algo a cambio de Fara?

- Ofrezcámosle un buey - dijo el padre. Y la madre voceó:

- ¡Oh, Mamba! Un buey te daremos por Fara.

Ikakinidriaholomamba se dirigió a su prisionera y le dijo:

- Contesta a tu madre, que estoy muy cansado.

Y Fara gritó:

- ¡Madre, mi buena madre, Mamba no quiere aceptar!

Entonces el padre, mejorando la oferta, clamó:

- ¡Oh, Mamba, diez bueyes te daremos por Fara!

Y Fara, nuevamente, gritó:

- ¡Padre, querido padre, Mamba no quiere aceptar!

Rapela contempla a sus padres y ofrece:

- ¡Oh, Mamba, veinte bueyes te daremos, si me devuelves la hermana!

Y Fara también esta vez contestó:

- ¡Rapela, mi dulce hermana, Mamba no quiere, no!

Entonces la madre, desesperada, clamó fuertemente:

- ¡Oh, Mamba, cien bueyes te daremos por nuestra Fara!

El viejo Cocodrilo, que era muy glotón, pensó que cien bueyes bien valían el rescate de una niña, y murmuró:

- Bien, bien; me place la oferta; preparad los cien bueyes.

Y Fara, llena de contento, desde el vientre del Cocodrilo, contestó:

- ¡Madre, oh madre, Mamba aceptó ya!

Rapela y sus padres corrieron a la villa con harta turbación, porque ellos tan sólo poseían veinte bueyes. Fueron al encuentro de parientes y amigos, y éstos, para que no se menoscabara el rescate de Fara, prestáronle cuantos bueyes hubieron menester para completar la oferta.

Los aldeanos reunieron los cien bueyes y dirigiéronse hacia la ribera.

Así que el viejo Cocodrilo divisó al rebaño soltó a Fara para aproximarse a la orilla, pero los labriegos habían colocado a la cabeza del rebaño al toro más poderoso y feroz; éste se lanzó sobre Ikakinidriaholomamba y con sus enormes cuernos vacióle los ojos; cundió el ejemplo y los demás bueyes pisoteáronle hasta darle muerte cruel.

Así el viejo Cocodrilo halló un muy desgraciado fin, quedándose sin un solo buey por haber apetecido muchos.

Cuando Fara, vióse nuevamente bajo el techo del hogar, hízose propósito firme de no hablar más de la cuenta en lo futuro y de medir las palabras en el resto de sus días.

Cuento o fábula, yo fui quien rompió el hueso para que vosotros, niños, os aprovechaseis del meollo.


Fuente: http://www.hadaluna.com/populares/pa-fara.htm

La caverna del puma

Como ya sabrán todos los niños del mundo, el puma es un animal carnicero que vive en las desoladas pampas argentinas o en los inmensos arenales de los desiertos patagónicos.

Más pequeño que el león africano, pero de tanto valor como éste, recorre las interminables extensiones, atacando a los ganados, y muchas veces causando destrozos en las mismas casas de la llanura a donde entra acuciado por el hambre, sin temor a las bolas ni a los hombres, a los que hace frente, si se ve acorralado y en peligro de muerte. Sus garras potentes y afiladas y su extraordinaria agilidad para trepar de un salto al lomo de las bestias, lo hacen un peligroso adversario, que muchas veces sale victorioso en las más sangrientas luchas contra animales mayores y hasta contra los seres humanos que se aventuran a presentarle batalla.

En las lejanas épocas de nuestra historia, cuando aun no había sido conquistado totalmente el desierto por el ejército nacional, vivía en las estribaciones de las Sierras de Tandil, un enorme puma con ojos de sangre, que era el azote de toda la comarca.

No había rancho en la región que no hubiera sido visitado por tan terrible fiera, matando ovejas, caballos y vacas y hasta hiriendo con sus formidables zarpas a los propietarios que se habían aventurado a defender el espantado ganado.

La indiada y aun los escasos blancos que habitaban las cercanías de las sierras, le habían cobrado a la sanguinaria fiera un espantoso terror supersticioso, ya que según decían, las balas resbalaban sobre su piel dorada y las flechas caían al chocar contra sus flancos, como si hubieran dado sobre una dura roca.

No era extraño, pues, que los aborígenes y aun los gauchos, creyeran que se trataba de alguna fiera sobrenatural, quizá el mismo Diablo, encarnado en tan espantosa bestia.

- ¡Mandinga en persona! -dijo una noche de crudo invierno, el paisano Peñaranda, entre mate y mate, cebado por la diestra mano de su mujer.

- ¡Puede que así sea! -respondió ésta, mirando temblorosa hacia el campo por la mal cerrada puerta del rancho.

Manolito, el vivaracho hijo de estos colonos, desde su rústica cama había escuchado las palabras de sus padres e incorporándose, también terció en la conversación, diciendo por lo bajo:

- Algunas personas dicen que el puma tiene ojos de sangre, garras de oro y dientes largos, blancos y tan grandes como los que he visto en algunas estampas de elefantes.

- Puede ser -respondió el padre con preocupación,- pero lo cierto es que ese animal nos tiene enloquecidos a todos.

- ¿Por qué no procuran matarlo? -preguntó la pobre mujer.

- Ya se ha hecho -respondió el paisano,- varias veces han salido grandes partidas armadas, llevando buenos perros para seguirle las huellas, pero todo ha sido inútil. ¡La fiera tiene su guarida en algún lugar secreto de las sierras y no hay cómo llegar a ella!

Esa noche la humilde familia durmió bajo el dominio de su terror, y así siguieron los días entre sobresaltos e investigaciones, hasta que una tarde sucedió lo inesperado.

Volvía la mujer de recoger sus majaditas, siendo ya muy entrado la tarde, en compañía de su hijo, el travieso Manolito, cuando escuchó a su espalda, entre unas enormes matas que crecían junto a los corrales, un espantoso rugido y el grito desgarrador del niño pidiendo ayuda.

La desesperación de la infeliz mujer no tuvo límites y, sin darse cuenta del peligro que corría, acudió hacia el sitio de la tragedia, no viendo más que soledad y sombras.

¿Qué había sido de su hijo?

Toda esa noche y los días que siguieron, grandes contingentes de gauchos e indios pacíficos buscaron a la criatura, pero nada pudieron sacar en limpio, hasta que, al regreso a sus casas con las manos vacías, abandonando la pesquisa, comunicaron a las autoridades que el puma con ojos de sangre debía ser algo sobrenatural, escapado de las profundidades de la tierra.

Y ahora sigamos nuestra historia con la curiosa aventura que le ocurrió a Manolito, a continuación de ser apresado por el temible felino.

El niño, al verse agarrado de su ropa por el animal, lanzó, como dejamos dicho, un desgarrador grito de socorro, pero aun no se había apagado el eco de su voz, cuando se vio suspendido en el aire entre los largos dientes del puma, y transportado a la carrera por la soledad del desierto.

El misterioso viaje duró varias horas, sin que el animal diera muestras del menor cansancio, hasta que, luego de trepar las empinadas cuestas de las sierras y de bajar a desconocidos precipicios, fue introducido en una inmensa caverna entre las grandes rocas de granito.

"¿Habrá llegado mi último hora?", se preguntaba Manolito angustiosamente.

Pero, al parecer, el puma no tenía, por el momento, propósitos homicidas y se limitó a arrastrar al niño por un largo corredor hasta depositarlo suavemente en un mullido colchón de paja, en donde lo dejó para quedarse absorto, contemplándole.

Manolito, con algo más de confianza, se atrevió a abrir un ojo y vio lo más terrorífico que se hubiera podido imaginar su mente conturbada.

Junto a él, casi quemándole con su fétido aliento, estaba el terrible carnicero, sentado en sus patas posteriores, y agitando lentamente la larga cola que pegaba en sus flancos.

El puma era en verdad de fantásticas proporciones, casi diez veces el tamaño natural de los leones americanos y sus ojos eran rojos sangre rodeados de una aureola brillante como de fuego. Su pelo largo y sedoso, era color oro bruñido y sus garras potentes y tan grandes como el propio Manolito, terminaban en unas uñas amarillas que parecían hechas del mismo metal. Lo que más le llamó la atención al despavorido niño, fueron los dientes del animal, que brotaban de su hocico como los de los elefantes y de un tamaño tan desproporcionado, que más bien parecían colmillos de estos paquidermos.

La criatura se sintió desfallecer ante tan horripilante cuadro y musitó con voz apagada:

- ¡Me voy a volver loco! ¡ojalá me mate de una vez!

Pero su asombro no tuvo límites cuando el puma habló con voz humana, grave y profunda, mientras lo contemplaba con sus pupilas de sangre:

- Escucha, Manolito -comenzó la fiera,- no me temas porque no te haré daño. Te he traído aquí para que hablemos y me ayudes a salvarme de mi lamentable desgracia.

- ¡Habla! -respondió el niño, más confiado.

- Yo, en otras épocas lejanas, era un ser humano como tú. Tenía mi choza entre estas mismas serranías, junto a mi tribu de indios pehuelches que dominaban la llanura. Yo me llamaba el cacique Carupán, era valiente y noble, pero una tarde, la desgracia tocó mi alma. En una de nuestras correrías por el desierto, combatimos contra nuestros enemigos los araucanos y los vencimos, trayendo a mi toldo a la princesa Yacowa, hija predilecta del gran emperador Coupalicán. Mi amor sin límites por la muchacha enemiga, me hizo traicionar a mi raza y huí con ella por las más altas cumbres de la cordillera hacia el país de Arauco, cuna de la hermosa Yacowa. En la ciudad de Arauco fui mal recibido por los enemigos de mis tribus y el rey Coupalicán me hizo encerrar en una caverna durante diez años, en cuyo tiempo sufrí mucho y fui muy desgraciado. Una noche, con la ayuda de un indio de buen corazón, pude escapar de manos de mi cruel adversario y corrí otra vez por las cumbres nevadas, en demanda de mi pueblo, al que llegué después de muchos días de luchar contra los vientos y las nieves. Pero mi tribu tenía otro jefe y fui recibido como un traidor por los que antes me habían querido y obedecido. Inútil fue rogar y pedir que me admitieran como el último de los guerreros; la sentencia se dictó y una noche me condenaron a morir en la hoguera de los sacrificios. Horas antes de la ejecución, el hechicero de mi tribu, hombre de gran ciencia y de un poder sobrenatural, se acercó a la choza donde estaba encerrado y me dijo con grave tono:

"- Cacique Carupán. En otras épocas fui tu vasallo y admiré tu valor, hasta que un amor demente te alejó de nosotros traicionando a tu raza. Ahora estás condenado a morir entre las llamas, pero como no deseo verte gemir abrasado por ellas, con el poder mágico de mi caña de tacuara, te convertiré en un puma sanguinario que será el terror de las praderas. Todo el mundo te perseguirá durante muchos siglos y así vivirás en continuo sobresalto, pagando de esta manera tu grave falta. Si alguna vez consigues esta caña de tacuara y te golpeas tres veces la cabeza con ella, volverás a ser el valiente Carupán amado por tu pueblo."

Y al decir esto, tocó mi hombro con su maravillosa tacuara, e instantáneamente un rugido brotó de mi garganta. Me había convertido en lo que soy: en un puma de sanguinaria mirada.

La terrible fiera hizo silencio y el buen Manolito pudo observar que, por los párpados rojos del animal, corría una lágrima de fuego, que cayó sobre las rocas, brotando de ellas una pequeña llamarada azul.

- Y... ¿qué puedo hacer por ti? -preguntó el niño.

- ¡Mucho! -respondió el felino.- ¡yo no puedo, en mi condición de animal, buscar la varita mágica del cruel hechicero! ¡Tú, que eres bueno y noble, puedes hacerlo y con ello conseguirás que vuelva a ser un hombre, y me tendrás de esclavo el resto de mi vida!

- ¿Dónde está ese hechicero? -volvió a decir el muchacho.

- ¡Ay! ¡No lo sé! -contestó el puma.- Mi transformación en animal ocurrió hace más de un siglo y el hechicero hace muchos años que ha muerto.

- Entonces... será imposible encontrar su caña de tacuara -exclamó Manolito con tristeza.

- ¡Imposible, no! ¡Pero muy difícil, sí! Solamente debes tener paciencia y recorrer estos contornos hasta que halles la tumba del mago, y en ella encontrarás el precioso talismán -contestó el felino en un rugido muy parecido a un sollozo.

- Haré lo que me pides. Desde ahora, por la salvación de tu alma, trataré de encontrar la sepultura del hechicero de tu tribu.

- Gracias. Gracias, amigo Manolito. Si me conviertes en lo que fui, te enseñaré dónde se ocultan los tesoros de mi reino y serás inmensamente rico.

Dichas estas palabras, el puma de ojos de sangre, cogió al niño entre sus dientes y de un salto prodigioso lo colocó en el camino de la montaña, diciéndole como única despedida:

- ¡Vete! ¡Aquí te espero! ¡Cumple tu promesa!

Manolito, al verse libre y solo, lanzó un suspiro de alivio y pensó inmediatamente en huir hacia la casa de sus padres, pero las palabras del puma aun le sonaban en los oídos y decidido y valiente, resolvió ponerse a buscar la tumba del hechicero para rescatar de entre sus restos la caña de tacuara que tanto deseaba conseguir el monstruoso felino.

Diez días y diez noches recorrió las serranías sin hallar más que piedras y arena, hasta que una tarde que había bajado a un pequeño valle solitario, escuchó a lo lejos el grito de un chajá que le decía entre aleteos:

- ¡Chajá... chajá... aquí está... aquí está!

El niño creyó soñar, pero dominando sus nervios, se detuvo para mirar al simpático volátil.

- ¡Chajá... chajá... aquí está... aquí está! -repitió el animalito como llamándolo.

Manolito no vaciló más y pronto estuvo junto al chajá, que estaba parado sobre un pequeño montículo de piedra semejante a una antigua tumba india.

El chico, con una emoción sin límites, se puso inmediatamente a quitar los pedruscos hasta que después de algunas horas de labor, descubrió los negros huesos de un ser humano y junto a ellos la codiciada caña de tacuara.

- ¡El talismán! ¡El talismán! -gritó loco de alegría tomando la caña con sus dedos temblorosos. ¡Ahora salvaré al pobre Carupán!

Corriendo por los peñascales, llegó horas después a la caverna donde dormitaba la fiera y entró en ella jadeante mostrando en su mano el precioso hallazgo.

El puma lo recibió con muestras de gran alegría y al contemplar la tacuara, dijo entre sollozos:

- ¡Es ésa, mi buen Manolito! ¡Pégame con ella tres veces en la cabeza!

El niño, trémulo, ejecutó la orden y de pronto, el puma de ojos de sangre desapareció, y ante sus ojos abiertos por el asombro se presentó un indio alto y arrogante, cuya frente estaba cubierta con hermosas plumas de águila.

- ¡Soy tu esclavo! -dijo Carupán, arrodillándose ante el pequeño- ¡cumpliré mi promesa!

La magia del temible hechicero había sido vencida y muy pocos días después, Carupán ponía en manos de Manolito los enormes tesoros de su tribu, con lo que éste vivió muchísimos años, feliz y contento, en compañía de sus padres y bajo la permanente custodia del cacique Carupán que nunca abandonó al valiente y decidido salvador de su alma.

Adolfo Díez Gómez

La cazadora de mariposas

Hace muchísimos años, vivía en los alrededores de Buenos Aires, una familia acaudalada poseedora, entre otras fincas hermosas: de un jardín que parecía de ensueño.

En él había macizos de cándidas violetas, escondidas entre sus redondas hojas; olorosos jazmines blancos; rojos claveles, como gotas de sangre; altaneras rosas de diversos colores, pálidas orquídeas de imponderable valía; grandes crisantemos y moradas dalias que recordaban a países remotos y pintorescos.

Es natural que, al abrirse tantas flores de múltiples coloridos y perfumes, existiera también la corte de insectos que siempre las atacan, para alimentarse con sus néctares o simplemente para revolotear entre sus pétalos.

De día, el jardín era visitado por miles de bichitos de variadas especies, entre los que sobresalían las mariposas de maravillosas alas azules, blancas y doradas.

Pero estos hermosos lepidópteros tenían un gran enemigo que los perseguía sin tregua y con verdadera saña y sin ninguna finalidad práctica.

Este enemigo era la hija del dueño de casa, llamada Azucena, como cierta flor, pero menos pura que ésta, ya que no se conmovía ante la belleza y la fragilidad de las pobrecitas mariposas, y con su red, en forma de manga, las cazaba para después pincharlas sin piedad con alfileres y colocarlas en sendos tableros, donde las coleccionaba, por el sólo placer de mostrar a sus amistades el curioso y cruel museo.

Cierta noche, después de una fructífera caza, Azucena soñó con el Hada del Jardín. Esta era una mujer blanca, como los pétalos de las calas, de cabello dorado como la espuela de caballero y de ojos celestes como los pequeñas hojas de las dalias. Vestía un manto soberbio de piel de chinchilla, adornado con flores de lis hechas de láminas de oro, y su mano derecha sostenía una vara de nardo en flor, que derramaba sobre el jardín una pálida luz como la reflejada por la luna.

Su corte era numerosa, y tras el hada, en disciplinadas filas, llegaban toda clase de insectos, abejas, escarabajos, grillos, mariposas, avispas, cigarras, hormigas y miles de otras especies, que en perfecto orden, caminaban a paso de marcha, portadoras de armas de los más variados tipos.

El hada se acercó a la cama de la cruel niña y luego de tocarla con la olorosa vara de nardo, le dijo con su voz suave como la brisa del jardín:

- ¡Azucena! ¡Tú eres una niña educada y de buen corazón! ¡Tus crueldades para con algunos hermosos habitantes de mis canteros, son producto de tu inconsciencia! ¡Todos los animalitos de mis dominios son buenos e inofensivos y llegan hasta mis flores para alimentarse y embellecer mi reino! ¡No les hagas daño! ¡Tú eres una enemiga despiadada de mis mariposas! ¡Las persigues y las matas entre los más atroces suplicios! ¿Qué te han hecho ellas? ¡Nada! ¡Su único pecado consiste en ser bellas y tener alas de divinos colores! ¡Piensa que son hijas de Dios, como tú y como todo lo creado, y desde mañana debes dejar de perseguirlas y ser amiga de todo lo que existe en mi hermoso jardín!

- Hada divina -respondió la niña.- ¡Tus mariposas son tan bellas que yo deseo coleccionarlas para enseñárselas a mis amigas!

- ¡Tú eres también bella! -le respondió el hada,- pero no te gustaría que, por serlo, alguien te hiciera sufrir y te matara pinchándote en la pared.

- ¡Oh, no! -contestó la niña asustada.

- ¡Pues bien! ¡Lo que no quieres para ti, no lo hagas a los demás y seguirás tu vida feliz y contenta, querida por todos y bendecida por los inofensivos animalitos de mis dominios!

La pequeña Azucena prometió enmendarse, jurando no perseguir más a las multicolores mariposas, pero a la mañana siguiente, en presencia del follaje que le brindaba mil placeres, olvidó las palabras del hada y prosiguió su incansable persecución de tan encantadores lepidópteros.

La noche siguiente soñó algo que la llenó de miedo.

Estaba en presencia de un tribunal de insectos, en medio de un macizo de violetas, presidido por el hada que dominaba el cuadro, sentada sobre un sillón de oro, adornado con varas de nardo y tapizado con pétalos de rosa.

El acusador era el grillo, que agitaba sus élitros como un loco, señalando al aterrorizado reo.

- Esta mala niña -decía el grillito,- no ha hecho caso de los ruegos de nuestra hada. Desde hace mucho tiempo persigue a nuestras amigas las mariposas, que embellecen el jardín con sus maravillosas alas multicolores. Sin piedad, llevando en sus crueles manos una gran red para cazarlas, las mata entre los más atroces suplicios que, si se cometieran entre los humanos, levantarían un clamor por el crimen y la alevosía. El reo tiene en su contra el haber sido perjuro.

Un griterío ensordecedor apagó la vibrante voz del grillo.

Éste continuó:

- ¡El reo, he dicho, es perjuro, ya que ha cometido la enorme falta de engañar a nuestra reina, la hermosa y buena Hada del Jardín!

- ¡La muerte! ¡La muerte! -aullaban los insectos.

El hada levantó su vara de nardo e impuso silencio.

- ¡Debe de pagar sus culpas, con la peor de las penas -terminó el acalorado acusador,- y por lo tanto, solicito del tribunal que me escucha, la de muerte, para la niño mala y cruel!

Las últimas palabras del grillo, produjeron un verdadero alboroto y todos los animalitos gritaban en sus variadas voces, solicitando un ejemplar castigo, ante el terror de Azucena que contemplaba todo aquello, atada a un árbol y vigilada por cien abejas de puntiagudos aguijones.

Una vez hecha la calma, se levantó el defensor, un escarabajo cachaciento y grave que comenzó diciendo:

- Respetable tribunal. ¡Francamente no sé qué palabras emplear para defender a tan temible monstruo que asola nuestro querido país! ¡Su majestad, nuestra hada, me ha designado para que defienda a esta niña mala y no encuentro base sólida para iniciar mi defensa! ¡Sólo sé decirles, que esta criatura, como ser humano de pocos años, quizá no tenga aún el cerebro maduro para reflexionar en los graves daños que comete y persiga a nuestras mariposas con la inconsciencia de su corta edad! ¡Pero... creo que no es ella la única que ha faltado a sus deberes de la más simple humanidad, sino sus mayores, que han descuidado conducirla por el buen camino y hacerle ver con suaves palabras que martirizar a los débiles es un pecado que ni el mismo Creador perdona! ¡Por lo tanto, solicito seáis clementes con ella!

Acallados los silbidos y los aplausos motivados por la feliz peroración del escarabajo, mucho más elocuente que la de algunos mortales que llegan a altas posiciones, se reunió el tribunal para deliberar sobre el castigo que merecía tan despiadada muchacha.

Breves momentos después, el ujier, que para este caso era un alargado alguacil, leyó gravemente la sentencia...

"¡La niña Azucena, será condenada a sufrir los mismos martirios que ella ha impuesto a las indefensas mariposas!"

Una salva de atronadores aplausos se siguió a la lectura y los insectos todos, ante la orden del hada, se encaminaron a sus respectivas tareas, ya que las primeras claridades del día anunciaban bien pronto la llegada del sol.

Azucena, aquella mañana se levantó del lecho algo preocupada con el sueño, pero ante la presencia de los padres y con la confianza que inspira la luz, olvidó la pena impuesta por los insectos y reinició la cruel cacería con la temible red, que no paraba hasta atrapar los hermosos lepidópteros.

Pero la fría cazadora no contaba con la ejecución de la sentencia del tribunal nocturno.

No bien comenzó su inconsciente persecución, fue atacada por un verdadero ejército de miles de abejas y de avispas, qué bien pronto convirtieron la cara de la muchacha en algo imposible de reconocer por el color y la hinchazón.

En vano la infeliz gritaba pidiendo socorro y tratando de defenderse de tan brutal ataque. Las abejas y avispas, poseídas de un ciego furor, continuaron su obra hasta que la niña, casi desvanecida, fue sacada de tan difícil situación por los padres, que inmediatamente la condujeron a su habitación para hacerle la primera cura de urgencia.

Azucenita, tardó varios días en mejorarse de tan terribles picaduras y cuando volvió a su jardín recordó la dura lección de los insectos y nunca mas volvió a cazar mariposas ni cometer actos de crueldad con los indefensos animalitos de los dominios de la hermosa hada, que tan bien la había aconsejado.

Adolfo Díez Gómez

El aviso del tero

Sabido es en toda la campaña argentina, que el tero, esa avecilla zancuda que hace sus nidales junto a las lagunas o entre los cañaverales de los ríos, es el mejor amigo del hombre en los vastos desiertos.

¿Cómo puede ser esto - preguntará la gente que desconozca la pampa - si el tal animalito es pequeño, y casi inofensivo?

Sencillamente, por su vigilancia constante y sus escándalos cuando algo de extraño advierte en la quietud de sus dominios.

Si es cierto que los gansos del Capitolio dieron la alarma, con sus graznidos estridentes, a los soldados desprevenidos, convirtiendo una segura derrota en la más gloriosa victoria, no es menos cierto que los teros de la interminable pampa, comunican al viajero todos los peligros que lo acechan, poniéndolo en guardia, con sus chillidos y sus revoloteos casi a ras de tierra, que no cesan hasta que la tranquilidad renace en las dilatadas regiones.

Su plumaje es bonito y llamativo con su color plomizo, su pecho blanco, su penacho agudo y sus ojos rojos como dos rubíes.

Para el gaucho, el animalito es sagrado y nunca intenta matarlo, no sólo por la eficaz ayuda que le presta en sus viajes, sino porque su carne, dura y negruzca, como la de ciertas aves de rapiña, no es comestible.

El tero es la más simpática de las avecitas americanas y su sagacidad para esconder los nidales es proverbial en la campaña argentina.

Si a todo esto agregamos su valentía para combatir a las serpientes y a otras alimañas de la llanura, veremos que este zancudo, entre las aves, es uno de los más nobles amigos del hombre.

Y ahora que hemos presentado a tan simpático animalito, vayamos a nuestra historia, que es tan cierta como la existencia del sol, según las palabras de don Nicanor, el paisano viejo, que una tarde, narró estos hechos en rueda de amigos en la pulpería.

Cierta vez, vivía en el desierto un hombre bueno, llamado Isidoro, que durante algunos años labró la tierra y cuidó de su familia, compuesta por su mujer y dos hijos varones de corta edad.

Isidoro, trabajando de sol a sol, había conseguido hacerse propietario de una majada y otros animales domésticos que le proporcionaban un vivir modesto, pero desahogado.

El campesino era, como dejamos dicho, de muy buen corazón, siendo querido en toda la comarca por sus actos de abnegación y sus generosidades para con los pobres y desvalidos.

Pero como no hay nada perfecto en este mundo, Isidoro tenía un grave defecto que lo llevaba muchas veces a cometer serios yerros, y era su testarudez, hija de un amor propio mal entendido.

Cuando Isidoro se proponía una cosa, era inútil que se le hiciera ver razones; el hombre se mantenía en su idea en contra de toda lógica, lo que motivaba el alejamiento de aquellos que intentaban conducirlo por la mejor senda.

Como les ocurre a todas estas personas de cabeza dura, cuanto más se le pedía que abandonara un alocado propósito, más se obstinaba en salir con la suya, aunque en su interior se diera buena cuenta de su error insensato.

- ¡No hagas tal cosa, Isidoro! -le decía a veces su mujer.

- ¡Ya que te opones, lo haré, aunque reviente! -le contestaba el testarudo, y proseguía en sus trece, y en ocasiones con grave riesgo de su vida.

Llegó un día en que los indios salvajes del desierto formaron grandes malones, con los que avanzaron sobre los poblados cristianos, robando ganado, asesinando a los que se oponían a sus atropellos y haciendo cautivas a las pobres mujeres.

Como es natural, todos los colonos de la llanura fueron avisados con tiempo del malón, y huyeron hacia los fortines militares, para ponerse bajo su seguro amparo.

Pero Isidoro, por llevar la contraria, resolvió quedarse en su rancho, exponiendo a su mujer y a sus hijos a los más graves sufrimientos si los salvajes llegaban hasta aquellos sitios.

- ¡Debemos huir! ¡los indios nos matarán! -le decía la esposa entre sollozos.

- ¡Me quedaré! -le contestaba invariablemente el testarudo, sin medir las consecuencias de su acción insensata.

- ¡Hazlo por tus hijos! -volvía a rogarle la pobre mujer.

- ¡Nunca! ¡Aquí debo permanecer! ¡Nadie me sacará! ¡Yo lo quiero así! -respondía casi a gritos el hombre, encaprichado en llevar la contraria a los ruegos de toda la familia.

Como es natural, hubo que obedecerle, e Isidoro y los suyos fueron los únicos seres humanos que permanecieron en sus viviendas del desierto, expuestos a ser sacrificados por los salvajes merodeadores de la pampa.

La mujer no se conformó, como es natural, con la descabellada resolución del jefe de la familia y resolvió huir con los niños a sitio más seguro, ya que no podía permitir que por un capricho fueran asesinados los pobres inocentes.

Aquella noche aguardó que Isidoro se durmiera, tomó las criaturas, las abrigó para preservarlas del frío del desierto y atando un caballo a un pequeño carrito que poseían, emprendió el camino hacia lugares más civilizados, rogando a Dios los protegiera en la difícil y peligrosa travesía.

Quien conoce la pampa sabe lo difícil que es orientarse en ella cuando no existe la guía del sol, y la infeliz mujer bien pronto se perdió entre las sombras, sin saber, en su desesperación, cuál era el punto de su destino.

Así, abrazada a los pequeños, llorosa y angustiada, se detuvo en medio de la llanura, levantando sus ojos hacia los cielos, para rogar ayuda por la vida de sus desventurados vástagos.

La noche fría y el viento pampero, casi permanente en aquellas regiones, hacían más crítica la situación de la pobre madre, que momentos después, aterrada, escuchó a lo lejos el tropel de la caballería india, que cruzaba entre alaridos salvajes, llenando el desierto de mil ruidos enloquecedores.

- ¡Dios salve a mis hijos! -gemía la infeliz de rodillas, mirando las estrellas que titilaban entre las sombras del cielo.

En el ruego estaba, cuando por encima de su cabeza, pasó volando una avecilla, que casi rozando su cabeza, gritó en un estridente chillido:

- ¡Teruteru... sígueme! ¡Teruteru... sígueme!

La mujer miró hacia donde revoloteaba el pájaro y sorprendida por el milagro, dijo entre sollozos:

- ¡Dios te envía!

El tero, que no era otro el que desde el espacio había hablado, dio vueltas a su alrededor y cada vez más fuerte, insistía:

- ¡Teruteru... sígueme! ¡Teruteru... sígueme!

La dolorida madre, cobijando en su corazón una débil esperanza, subió con los chicos al carro y prosiguió la marcha lentamente, siempre precedida por el fantástico vuelo del animalito, que le iba indicando el camino entre las densas sombras.

- ¡Teruteru... sígueme! ¡Teruteru... sígueme!

Una hora había durado la marcha, cuando el tero casi sobre los ateridos viajeros, gritó con fuerza mientras agitaba sus alas:

- ¡Teruteru... párate! ¡Teruteru... párate!

La mujer obedeció y a los pocos minutos, una turba de indios cruzaba casi junto a ellos y se perdía más tarde entre las tinieblas, sin haberlos visto.

- ¡Gracias! -musitó la pobre, contemplando el animal que volvía de investigar el campo.

- ¡Teruteru... sígueme! ¡Teruteru... sígueme!

Se reinició la marcha y paso a paso entre el silencio conmovedor del desierto, tan sólo interrumpido por la queja del viento entre los cañaverales, el carrito continuó su huida, llevando en su interior tres corazones angustiados, que miraban las sombras con los ojos abiertos por el espanto.

Así, por tres horas más prosiguió el viaje, siempre precedidos por el extraordinario terito, que a la pobre madre le recordaba la estrella que guió a los Reyes Magos hacia el lejano Belén.

A la mañana siguiente, cuando el sol ya doraba los secos hierbajos de la pampa, divisaron las primeras poblaciones cercanas al fortín, lo que señalaba el final de la trágica aventura y la salvación de la vida.

Casi en las puertas de las primeras empalizadas, cuando todo peligro había pasado, el terito, guía maravilloso, volvió a revolotear por encima de las tres cabezas y con un alegre chillido de despedida, se perdió en el horizonte, mirando por última vez a sus salvados, con sus redondos ojillos de rubí.

Isidoro, el testarudo, pagó con su vida el capricho, teniendo la mala suerte de todos aquellos que se dejan arrastrar hacia los peores destinos, llevados por un amor propio mal entendido.

Adolfo Díez Gómez

La arañita agradecida

Consuelo era una niñita muy buena y estudiosa que todas las mañanas se levantaba con el canto de los gallos para hacer sus deberes, después tomaba su desayuno y se dirigía entre saltos y canciones a la escuela que distaba apenas tres manzanas de su casa.

A la hora del almuerzo regresaba al hogar y dando un beso a sus padres, se sentaba a la mesa para comer, con toda gravedad, los diversos platos que le presentaba una vieja sirvienta que hacía muchos años que estaba en la casa.

Consuelo había descubierto durante su almuerzo, colgando de su telita transparente, a una pequeña arañita que ocultaba su vivienda colgante de uno de los adornos que pendían del techo.

- ¡Querida amiguita! -había dicho la niña alborozada, mientras agitaba su mano en señal de saludo.- ¡Eres mi compañera de comida y no es justo que te quedes mirándome, mientras yo termino mi plato de dulce! ¡Tú también debes acompañarme!

La arañita, como si hubiera entendido el discurso de la pequeña, salió de su tela y se deslizó casi hasta el borde de la mesa, pendiente de un hilo casi invisible.

- ¿Me vienes a visitar? ¡No eres fea! ¡Diminuta y negra como una gota de tinta! Seremos amigas, ¿no te parece? Desde hoy dialogaremos todos los días y mientras yo te cuento cómo me ha ido en el colegio y te digo cuantos juguetes nuevos me compran mis padres, tú me dirás todo lo que contemplas desde un sitio tan elevado como ese en que tienes tu frágil vivienda.

La arañita se balanceaba en su hilillo al escuchar a la niña, como si comprendiera las palabras que le dirigían y subía y bajaba graciosamente, en el deseo de agradar a su linda amiguita.

De pronto se escucharon ruidos en el pasillo que conducía al comedor.

- ¡Sube! ¡Sube pronto a tu telita, que si te ven te echarán con el plumero! -gritó la pequeña, alarmada, haciendo señas a la arañita para que se diera cuenta del peligro que la amenazaba.

El arácnido, como si hubiera comprendido, inició el rápido ascenso y bien pronto se perdió entre las molduras del colgante, en donde tenía escondido su aposento de cristal.

La amistad entre estos personajes tan distintos se arraigó cada día más y conforme la niña se sentaba para almorzar, la arañita bajaba de su escondite y se colocaba casi al nivel de los ojos de la alegre criatura, como si quisiera darle los buenos días.

Así pasaron muchas semanas, hasta que una vez la desgracia llamó a la puerta de ese hogar, al ponerse enferma de mucho cuidado la hermosa criatura, que por su estado febril hubo de guardar cama, con el consiguiente sobresalto de los padres que se desesperaban ante el peligro de muerte que corría el rayo de sol de la casa.

La pequeña, dolorida y presa de una modorra permanente producida por la alta temperatura, creía ver entre sueñas a su diminuta compañera, que se balanceaba sobre su cabeza y le sonreía cariñosamente, colgada de su hilillo invisible.

- ¡Buenas noches, querida mía! -susurraba la niña alargando sus manecitas.- ¡no puedo moverme, pero te agradezco la visita! ¡Estoy muy malita y creo que me moriré!

Los padres escuchaban estas palabras y creían, como es natural, que eran ocasionadas por la fiebre que abrasaba el cuerpo de la enfermita.

Mientras tanto, la arañita del comedor, al no ver más a su amiga, había abandonado la tela y deslizándose por las paredes, pudo llegar, venciendo muchas dificultades, hasta el dormitorio en donde reposaba Consuelo.

El animalito quizá no se dio cuenta cabal de todo lo que ocurría, pero se extrañó mucho de que su compañerita no pudiera levantarse de la cama, que a ella le parecía, desde las alturas, un campo blanco de tamaño inconmensurable.

Pero, como la simpatía y el amor existe en todos los seres de la creación, nuestra amorosa arañita se conmovió mucho de la situación de su graciosa amiga y decidió acompañarla, formando otra tela sobre la cabecera de la cama, escondida tras un cuadro que representaba al niño Jesús.

- Aquí estaré bien -pensó mientras trabajaba afanosamente en el maravilloso tejido. - ¡Desde este sitio podré observar a mi compañera y cuidar su sueño!

La enfermedad de la criatura seguía, mientras tanto, su curso y los médicos, graves y ceñudos, examinaban su cuerpecito calenturiento, recetando mil cosas de mal sabor y peor aspecto.

La arañita, entristecida desde su frágil vivienda, miraba todo aquello con profundo dolor y no sabía cómo serle útil a la paciente, que se revolvía entre los cobertores, inquieta por la fiebre.

La primavera mientras tanto había llegado y las plantas del jardín se cubrieron de flores de mil coloridos que alegraban la vista y perfumaban el ambiente.

Todo era paz y alegría en el exterior, pero en la habitación de la criatura la muerte rondaba sin apiadarse de la fragilidad e inocencia de su víctima.

Muchas veces el olor de los remedios y el vapor de ciertas mezclas que quemaban en la alcoba, molestaban mucho a nuestra diminuta arañita, pero su voluntad de mantenerse cerca de la enferma vencía su temor de caer asfixiada por aquellas emanaciones, y se encerraba dentro de la tela como mejor podía, para defenderse de tales peligros.

Por fin, gracias a Dios y a la juventud de Consuelo, se inició la difícil convalecencia, pudiendo sentarse en la cama y mirar por la abierta ventana su jardín cubierto de colores y lleno de trinos.

La felicidad de nuestra araña no tenía límites y, aprovechando la ausencia de seres indiscretos en la pieza, se deslizó por su invisible hilillo y se columpió ante los ojos de su amiga que la contemplaba con una sonrisa de inmensa dicha.

- ¡Hola, compañerita mía! -exclamó la niña. ¡Mucho te eché de menos los pasados días! ¡Muy pronto volveremos a almorzar juntas!

La arañita escuchaba las palabras extrañas y sólo atinaba a acercarse más, como dando con ello muestras de su desbordante felicidad.

Con el calor, llegaron al jardín mil plagas de insectos que, sin solicitar permiso, penetraron en la habitación de la enferma y cubrieron sus sábanas blancas, cuando no revoloteaban junto a la luz de los candelabros.

Para la pobre niña, esto era un martirio, ya que los mosquitos no le dejaban conciliar el sueño de noche y le cubrían el rostro de feas y peligrosas ronchas.

Inútil era que los padres combatieran esta plaga quemando ciertos preparados insecticidas y otros productos; lo único que conseguían era mortificar a la convaleciente.

- ¿Qué haremos? -preguntó una noche la madre, alarmada al contemplar la cara de la niña llena de puntos rojos.

- ¡No lo sé! -respondió el padre, desesperado al no encontrar el remedio para terminar con los dañinos insectos.

La arañita, desde su punto de observación, había escuchado todo, y en su diminuto mente concibió una idea maravillosa para socorrer a su querida amiga y enseguida la puso en práctica.

Aquella noche, nuestro arácnido se deslizó de su tela y corriendo lo más velozmente que le permitían sus patitas, sobre las verticales paredes, llegó al desván de la casa, en donde, como es natural, habitaban miles de arañas de todas las clases y tamaños.

- ¡Vengo a pedir ayuda! -gritó el animalito, en cuanto estuvo cerca de sus congéneres.- ¡Necesito de vuestros servicios!

- Estamos a tus órdenes -respondieron las arañas a coro.

La patudita, entusiasmada con tan preciosa alianza, explicó en pocas palabras de lo que se trataba y muy pronto miles de arañas, dirigidas por ella, abandonaron sus telas y en formaciones dignas de un ejército disciplinado, se dirigieron a la habitación donde reposaba Consuelo, molestada a cada instante por los mosquitos sanguinarios y otros insectos molestos.

- Debemos protegerla -dijo tan pronto llegaron. -¡A trabajar todas!

Las arañas, al escuchar esta orden terminante, se dividieron en varios grupos y comenzaron a formar telas, desde la cabecera hasta los pies de la cama, dejando en pocos instantes a la criatura bajo de un tejido maravilloso, en donde los mosquitos y otros bichos, se enredaban y morían atacados sin tregua por las arañas que no daban un minuto de reposo a su humanitaria tarea.

En contadas horas la pieza quedó libre de insectos y la niña convaleciente, sin nada que la molestara, pudo continuar descansando en su cama, cubierta por tan extraño palio que más bien parecía un tejido de hadas sobre el lecho de un ángel.

Una vez terminada la tarea, las arañas regresaron al desván y la arañita de nuestra historia volvió a su casita de tul, prendida tras el cuadro del Niño Jesús, desde donde continuó contemplando el plácido sueño de su amiga del alma, pagando con esto, la amistad que la niña le había dispensado en los ya lejanos días del comedor.

Así, el frágil animalito, probó ante el mundo que el amor y la lealtad no son sólo patrimonio de algunos corazones humanos.

Adolfo Díez Gómez